miércoles, 27 de julio de 2016

Roberto C. Suárez - Vuelta al mundo de los hombres

1.

Mucho antes que el hambre insaciable del cemento y del progreso se hubieran tragado a la pampa, en tiempos en que el látigo ejecutaba el castigo, dos ejércitos extranjeros se habían juramentado un enfrentamiento, una fría noche como ésta, en lo que hoy es la calle Suipacha al 1400.

Si en apariencia los combatientes se habían tomado un par de siglos para reunirse ¿qué son las vidas del hombre al lado de la eternidad?

Algunos podrán aventurar que los seres infernales habían sido invocados por las almas atribuladas de miles de seres esclavizados en los tiempos de la colonia y otros, por el contrario, asegurarán que las pesadas puertas del más allá habían sido abiertas por los mismos comerciantes del imperio que se reunían en oscuras y secretas reuniones (pero en lo que a mi respecta, me gusta pensar que el compromiso era incluso más antiguo, quizás anterior al tiempo de los hombres).

Ahora bien, ya sea de una u otra manera, este pacto de caballeros estaba sellado con antelación y fue así como con la palabra empeñada, fueron llegando de a uno en uno en larga procesión, para verse los rostros, en lo que había sido una ignota aldea del sur, ciudad que en rigor de verdad era un puerto, un puerto sin salida al mar.

2.

En aquel recinto de la calle Suipacha al 1400, fueron como dos legiones enfrentadas, dos ejércitos de espectros sedientos de una anhelada batalla. No está de más decir que todos los demonios acudieron a la cita, algunos venidos de las estepas primitivas y otros, incluso de los helados infiernos boreales.
Y una vez reunidos, las espadas se blandieron salvajemente con la velocidad del rayo y también chocaron los escudos para que casi nadie los oyera y el odio desmesurado, multiplicado, se nutrió de las tristezas de un pasado que por unos instantes volvía a la vida, porque la batalla era también una vuelta fugaz a la vida, al mundo de la carne, al mundo de las pasiones desatadas.

Pero todo fue muy rápido y el epilogo fue el siseo del viento.
El silencio finalmente había ganado esa batalla.

3.

Los vientos de Junio habían azotado Buenos Aires, trayendo consigo frío invernal y lluvias.
Aquellos días los porteños extrañarían lo que según ellos los mata: “la humedad” y con ella, ese calor insoportable que durante más de veinticinco años había imperado por esas latitudes.
Un domingo 24 de junio tras un letargo prolongado en tiempos humanos, las huestes demoníacas se trenzaron en una batalla final. Ningún habitante de Buenos Aires lo supo, o casi ninguno, salvo aquel sereno del Palacio Noel, el mismo que presentaría su renuncia al día siguiente, sin ningún motivo aparente.

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