lunes, 29 de octubre de 2012

El castellano Américano


He aquí una nota sobre nuestra lengua castellana publicada por el diario la Nación, que me parece de sumo interés, como un disparador para ideas de alto calibre al respecto.

Atrás en el recuerdo quedó la época en que algunas editoriales españolas "expurgaban" de regionalismos las obras de autores latinoamericanos con el pretexto de que sus lectores no los iban a entender (Pedro Páramo y El llano en llamas, de Juan Rulfo, sufrieron este sorprendente procedimiento).

Hoy, con la publicación del monumental Diccionario de americanismos y con la incorporación al Diccionario general de muchas palabras usadas en América latina por sugerencia de algunas de las Academias de la región, la RAE parece haber expiado aquellos viejos pecados imperialistas.

De manera que el español, nuestro idioma, está hoy constituido por el aporte constante de los casi 500 millones de hispanohablantes, y esa realidad le ha permitido decir a Mario Vargas Llosa, hace pocos días, que es la lengua "más pujante" después del inglés.

Al conocer la noticia de que había ganado el I Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en el Idioma Español, otorgado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes mexicano (Conaculta), Vargas Llosa llamó a hacer más en cuanto a la "circulación de libros y autores", porque así se permitirá mostrar "la riqueza, la variedad, la diversidad de nuestra literatura", y de apuntalar y fortalecer "el denominador común" que es el idioma, añadió.

En un reciente artículo publicado en el diario Página 12, el escritor Mempo Giardinelli, con dulzura, pero con firmeza, rebatió algunos conceptos de Don Mario, como lo llama: "Que me disculpen, pero no dejaré de insistir en que en nuestra América nosotros no hablamos «español» sino «castellano americano», el mismo que prefiguró Andrés Bello hace 200 años". Y agregaba Giardinelli: "Desde siempre, por generaciones, el nombre de nuestra lengua para hablar, leer y escribir, o sea el nombre del idioma de nuestra literatura -Bello dixit - fue castellano: «Se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes pasó a América, y es hoy el idioma común de los Estados hispanoamericanos»".

Para zanjar la cuestión, que sigue muy viva y cada tanto reaparece, recordaremos aquí una vez más el título de un libro del maestro Amado Alonso: Castellano, español, idioma nacional, escrito en 1938 para "indagar cuáles han sido y son sus nombres [los de nuestra lengua] y qué contenido espiritual tienen, qué fisonomía cultural reflejan y qué dirección de anhelos ha impulsado a los hispanohablantes a preferir uno u otro". Alonso -autor, junto con Pedro Henríquez Ureña, de la celebrada Gramática castellana - concluye en el final de su obra que "castellano y español nombran a un mismo objeto con perspectivas diferentes. El uso de uno u otro nombre tiene, pues, justificaciones diversas y ocasionales [?] Cada uno de los dos nombres designa con igual capacidad el mismo objeto, y cada uno por su lado es el más propio para expresar la diferente visión afectiva y valorativa que se haya tenido o se tenga del idioma".

En fin, que podemos usar uno u otro nombre, legalmente y según el espíritu que nos anime en el momento.

© LA NACION
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1521551-apuntes-sobre-la-lengua-que-hablamos

Cosas del Demonio


sábado, 20 de octubre de 2012

"Me convertí en un loco con largos intervalos de horrible cordura"
-Edgar Allan Poe-

lunes, 8 de octubre de 2012

Marcelo Hartfiel - Decisiones

En el pueblo ya estaba catalogada como “putita”. Pobre putita. Ni siquiera puta, apenas putita. Así, despectivamente y como arrojando lastima. Lo percibió primero en la escuela cuando se empezó a notar la panza que crecía a la par de la hipocresía a su alrededor. Esa percepción mutó en certeza el día en que dio a luz. Cuando entró a la guardia estaban Doña Elba y la de Pelaez. Saludó y le devolvieron una mueca similar a una sonrisa, alabándola, deseándole suerte y felicitándola por su estado. La atendieron de inmediato pero, como aún no estaban listas para desprenderse una de otra, le pusieron goteo para inducir el parto y la acomodaron en un cuartito de la guardia  junto a la sala de espera, desde donde no podía evitar escuchar a las viejas cotorras cuereando a lo comadre del otro lado del muro.
Que pena, tan jovencita, la hija de la Mercedes.
 ¿La de Rodriguez? No la reconocí ¿Pero, cuantos años tiene?
Mirá, no se bien cuantos pero todavía va a la escuela. Si vieras como le queda el uniforme con semejante panza.
Pobrecita. ¿Y el padre quien es?
No se sabe o no lo quiere decir. Ni la Mercedes lo sabe. Mirá que cuando se enteró le dio flor de paliza, embarazada y todo y no largó prenda. Quizás ni la nena lo sepa, porque novio fijo no se le conoció nunca y si es medio ligerita puede haber varios candidatos.
¡Por Dios!
La Mercedes dice que le va a hacer la prueba del ADN para que el padre se haga cargo. Y esas cosas no fallan. Temprano o tarde, todo se sabe.
La congoja que le produjo oír esa conversación aceleró su proceso mental en la toma de decisiones de manera categórica. Esas viejas conchudas fueron determinantes en su vida. - Vos no vas a sufrir por mis pecados – Susurró mirando su panzota, acariciándola dulcemente con movimientos circulares, buscando un codo, un piecito, una manito, una reacción, un movimiento. Logró crear una burbuja que las contuvo, aislándolas del mundo exterior, y así conciliar un sueño sereno y profundo.
El parto fue tan doloroso y maravilloso como cualquier otro, salvo que al final los nervios y el agotamiento hicieron que se desmayara sin llegar a ver a su bebé.
Al despertar, su estomago había recuperado el tamaño de meses atrás. Solo quedaba un tirón en el bajo vientre y una espantosa sensación de vacío que solo se alivió cuando madre e hija se reconocieron y volvieron a unirse al prenderse de su pecho.
Durante los cinco días que permanecieron en el hospital, la abuela y los tíos las visitaron a diario. El padre, el abuelo, solo fue el primer día a ver a la criatura en la salita común de neonatología, donde generalmente los padres conocen a sus hijos a través de una vidriera y hacen gestos estúpidos esperando generar una reacción de quién apenas puede abrir sus ojos. Por la habitación no pasó. La última vez que se vieron, padre e hija, fue la mañana del parto, cuando el se iba a trabajar y ella se preparaba para ir al hospital. Se despidió, como de costumbre, con un ordinario “ta luego” dirigido la familia en general y a nadie en particular. El día del regreso al hogar, por la mañana, el ya había salido. Eso fue un alivio para los recién llegados. Nunca volvieron a verse, ella no lo esperó. Ya lo había decidido en la guardia del hospital.
El resto de la familia los recibió calurosamente y le mostraron, orgullosos, como habían preparado el cuatro arreglado especialmente para ellas. Para que tuvieran su propio espacio y cierta privacidad. Fue algo más de una hora de abrazos, risas y lágrimas. Era día de semana, así que luego de almorzar los niños salieron en tropel hacia la escuela y solo quedó la abuela primeriza.
¿Te vas a arreglar sola?
Si mamá, andá tranquila que lo único que necesitamos es dormir en nuestra cama.
¿Te gusta como quedó la pieza?
Esta hermosa, aunque me da pena que las nenas se tengan que amontonar todas en la otra. ¿Entraron todas las camas?
Si, cambié las dos por una marinera. Después fijate. Ellas van a estar bien, ahora vos ocupate de tu hija. Ya que no tiene padre... (hizo una pausa sostenida por su mirada recriminatoria) vas a tener que trabajar el doble-
Se te hace tarde Má, anda tranquila. Te amo ¿Sabes?
También yo... bueno,  en un par de horas vuelvo. Hoy me toca planchar en lo de los Paso.
No te preocupes, hace todo lo que tengas que hacer, yo me arreglo.
Cualquier cosa llamame
Mercedes besó a su hija y su nieta por última vez y se alejó con los ojos vidriosos. Ella se quedó durmiendo a la niña y casi se duerme, aletargada por la calidez del hogar y su nuevo cuarto exclusivo para las dos. De repente reaccionó como si recibiese un cachetazo de realidad que le propinó algún recuerdo del hogar, que no siempre era tan calido. Se levantó cautelosamente para no despertar al bebé. No tenía mucho tiempo. Salió corriendo rumbo al galpón donde solo ella sabía que su padre guardaba sus ahorros. Tomó la mitad del dinero y el reloj de oro que su abuelo le había dado a su padre y este le mostraba cuando estaban solos, prometiendo que algún día sería de ella. Envolvió a su hija en una frazada y cargó el chango de las compras con un exiguo equipaje. Solo tomó un  par de cosas, para no llamar demasiado la atención. Algo de ropa, una frazada, dos mamaderas, una con agua y otra con leche, pañales y todo lo que le habían dado en el hospital (compadeciéndose de mi, una pobre putita, pensó) – El primer boludo que la agarró la preñó. La escuchó decir a su madre, chusmeando por teléfono con alguna cotorra del pueblo. No es ningún boludo, es un perverso hijo de puta, y no era la primera vez que la “agarraba”, pero ella no tenía el valor decir la verdad. ¿Quién  le iba a creer? A una putita embarazada a los 14 años. Fue por temor, fue por amor. Si contaba todo hubiese sido peor, pensaba, la vergüenza y la miseria se hubiesen apoderado de la casa y la familia ya no sería tal. Mejor así. Las dos solas. Juntas empezando una vida nueva, sin pasado, solo futuro.
Al hospital de Moreno llegó, literalmente, sobre rieles. Al tren de Mar del Plata subió sin boleto y arregló con el guarda por la mitad de precio. Desinfectó, con alcohol en gel, el que parecía menos mugriento de los asientos triple, tapó con bolsas de nylon la rendija que quedaba en la ventana chueca y se acostó junto a su hijita, envueltas en la frazada, mirando hacia el respaldo del asiento. Durante el viaje, la bebé se  portó increíblemente bien. A diferencia de su madre, casi ni lloró. Una vez en Constitución se sumergieron en una serie túneles, escaleras y combinaciones de un subterráneo sofocante y atestado de ganado humano que no escucha ni ve, sigue la marea que los va repartiendo en diferentes túneles, cual cinta transportadora clasificando mercancía. Se perdieron varias veces en esos túneles hasta que por fin llegaron a Once. Entró el primer vagón y se ubicó casi en el limite con el coche furgón, desde donde veía a toda esa fauna inédita para su mirada de pueblo chico. Bebiendo y drogándose descaradamente si que ello le importase a nadie. Eso le atemorizaba, pero cierto morbo o curiosidad, no le permitía despegar la vista de allí.  Así que ahí se quedó, con el chango a cuestas y el bebé en brazos junto al primer asiento, “reservados para discapacitados, embarazadas y personas con movilidad reducida” donde un hombre joven, bien vestido, aparentemente sano y fuerte, parecía dormir. Desde el furgón, se escucho un vozarrón fuerte y claro: ¿No hay ningún caballero en ese vagón? ¡Hay una mujer con una criatura en brazos, che! ¡No se hagan los dormidos y muevan el culo, loco! Esa fue la primera vez que le dijeron Mujer. El “dormido” se levantó, exagerando su estado de somnolencia, cedió su asiento y se alejó pidiendo disculpas. Así fue como su otrora tan deseada primer visita a la Capital, transcurrió cruzándola de punta a punta bajo techo, sin ver el cielo, a no ser a través de la ventanilla del tren.
En el estacionamiento del Hospital de Moreno, buscando un final feliz a esta aventura que comenzó siete horas atrás, madre e hija esperan a la única integrante de la familia que llegó a ser “alguien”. Clarita se fue del pueblo para estudiar enfermería en Buenos Aires y solo volvió tres años después con el titulo bajo el brazo, en este mismo coche desvencijado frente al cual están ahora esperándola. Eso fue el año pasado y nadie volvió a tener noticias de Clara. Solo a ella le dijo que había conseguido trabajo en este hospital y que la buscase si necesitaba algo pero que no le cuente a nadie. Se lo hizo jurar y ella cumplió. Después, Clara habló largo rato a solas con su padre y nunca la volvieron a ver. Al día siguiente de su partida, estando solos en la casa, el padre la llevó al galpón, le mostró el reloj de oro y le dijo que la tradición familiar era darle el reloj al primogénito, pero como Clara no se lo merecía, porque ya no formaba parte de esta familia, este iba a ser de ella, si sabía guardar el secreto y no le contaba a nadie sobre sus juegos en el galpón.
No quiso entrar al hospital. Se consideraba una fugitiva y no quería llamar la atención. No había dudas que este era su auto. El auto del pobre es fácilmente identificable porque no hay dos iguales. Un auto verde, con capot negro, una puerta roja, picado por el oxido en cierto rincón. No hace falta recordar la patente. Este era, sin dudas, el auto de Clara. Solo era cuestión de tiempo. Alguien le dijo que faltaban dos horas para el cambio de guardia. En dos horas se reuniría su nueva familia. Así que se sentó en la mesa del bar junto a la ventana con vista al Peugeot de Clarita a esperar, café con leche mediante, el inicio de una nueva vida.
Cuando vio que dos extraños subían al auto de su hermana, salió corriendo llevando consigo solo a su hija en brazos. Los alcanzó al salir del estacionamiento y se cruzó de golpe ante el auto, pidiendo por favor, desesperadamente hablar con sus ocupantes. Al preguntar por su hermana, el que manejaba le explicó que Clarita le había vendido el coche, se había casado e ido a vivir a Mar del Plata, sin dejar datos donde poder encontrarla.
Volvió por sus cosas al bar, desahuciada, pensando y haciendo cálculos en como desandar el camino recorrido y cuanto le costaría. Calculando que posibilidades tenía de encontrar a su hermana en una ciudad como Mar del Plata. Pensando en que iba a tener que pasar por su pueblo, cosa que temía no soportar, aunque solo lo vería a través de la ventanilla del tren. Calculando si el efectivo le alcanzaría para llegar a Mar del Plata y cuanto le darían por el reloj. En el bar se encontró con la cuenta, la frazada y la mamadera que estaban en la silla pero sin el chango con la ropa, los pañales y el reloj de oro. Tuvo que cambiar el último billete de cien pesos para pagar el café con leche. Por no saber que hacer, volvió al estacionamiento y descargó el llanto contenido. Lloró hasta secarse, con su hijita envuelta en la frazada, sobre su regazo. De pronto un auto estacionó bruscamente cerca de ella y bajó de el una pareja joven, ella embarazada y ambos atolondrados y con prisa, rumbo a la guardia.
¡Esperá que agarro el  bolso!
¡Dejalo ahí! ¡Ahora no lo necesito!.
Bueno, te llevo en la guardia y lo vengo a buscar.
Al notar que no cerraron el auto con llaves, una idea se le cruzó por la cabeza y las lagrimas volvieron a brotar. Se levantó y encamino hacia el auto.
Acá te van a cuidar, mi amor, te van a dar todo lo que necesites hasta que yo me acomode. En cuanto el hombre vuelva a buscar el bolso te va a ver y te va a llevar a la guardia. Las dos solas no podemos. En cuanto consiga trabajo te voy a venir a buscar. No tengo ni para pagar una noche en un hotel barato. Ya vas a ver, voy a alquilar una piecita y vamos a empezar una vida nueva. Vos y yo, nada más. Desde cero. Solo necesito unos días para juntar plata y venir a buscarte. Acá te van a cuidar bien. En cuanto pueda te vengo a buscar y no nos volveremos a separar nunca mas. Te amo, te amo más que a nada en el mundo. Una semana, nomás... hasta pronto, te amo, te amo, te amo, te amo...
Abrió la puerta y recostó a su hijita, durmiendo, envuelta en una frazada y con la mamadera a su lado, junto al bolso que en cualquier momento vendrían a buscar, cerró muy suavemente, y se quedó esperando al resguardo de las sombras. Cuando vio como el muchacho, espantado, salía de su coche con el bolso y su bebé en brazos rumbo a la guardia, esperó que entrara, salió a la luz y comenzó a caminar hacia la estación del tren. Al perder de vista el hospital, rompió en un llanto histérico, que termino en vomito, dejándola exhausta. Se limpió, entró en la estación, compró una petaca de wisky, puchos y se subió al furgón.

Marcelo Hartfiel - Dardos


¡Como se nota que está al reverendo pedo!  Todo el día, todos los días, rompiendo las bolas con esos putos mensajes psicópatas. Dardos venenosos que viajan por el éter rastreando, persiguiendo, asechando, buscando el punto débil. Por eso no contesto más a sus provocaciones, para no incentivarla, porque es una forma de decirle – ¡Si, diste en el blanco! Y entonces viene la seguidilla de mensajes del tipo Bicho Geográfico, esos parásitos que suele haber en las playas brasileras que escarban en donde el primer dardo abrió una herida y te va comiendo por dentro. - No le voy a dar ese gusto, no voy a caer en su juego, me digo a mi mismo. Pero el último dardo de hoy me alcanzó en el furgón y dio justo en el blanco, ya inoculó su veneno y empieza a surtir efecto. Tengo algunos antídotos para aliviar sus efectos y acá, en el furgón, les puedo aflojar la rienda. Así que me pido una cerveza y armo un porro. El viaje es largo y antes de que el tren cruce la General Paz se empieza a sentir el efecto de los antídotos. Pero... siempre hay un pero; a veces el “remedio”, aunque atenúe los síntomas, también da ínfulas que sobrevaloran mi verborragia y me hacen pensar que puedo salir victorioso en un enfrentamiento de dardos virtuales. Entonces preparo mi ataque, lo tipeo en el teléfono, lo releo repetidas veces, pienso en posibles respuestas y como retrucarlas y ya estoy donde ella quería. Vuelvo a leer el mensaje y estoy a punto de enviarlo cuando el flaco sentado a mi lado, me pide una seca. – Si, amigo, como no. Guardo el mensaje sin enviar en borradores, cierro el teléfono, y me pongo a charlar de bueyes perdidos con mi ocasional compañero de viaje. Media hora y 2 cervezas después, bajando del furgón, decidí borrar todos los mensajes y encaminarme a casa tranquilo. - No le des bola, me auto aconsejaba, metete en la tele, decile a todo que si y apenas terminas de comer, un bañito y a la cama. A la clásica pregunta – Que te pasa? La clásica respuesta – Estoy cansado... y así pasar otro día insípido, monótono, rutinario. Hoy ya no quiero pelear mas, tampoco quiero charlas casuales, ni disculpas, ni besos. No quiero nada de nada, quiero meterme en la tele con mi tuba de tinto y olvidarme de todo hasta que esté tan en pedo que solo reste llegar hasta la cama sin matar a nadie... porque a veces me siento capaz de matarla. La he matado. La he cortado en pedacitos y enterrado a orillas del Reconquista, en mis pensamientos. Por eso uso mis “antídotos”, para no estallar, para no partirle la cabeza contra la puerta, para no electrocutarla en la ducha, para no clavarle la cuchilla blanca en el medio del pecho, para no concretar mis fantasías mas obscuras.
¡Basta! Calma viejo, debe ser el viaje. Son diez horas semanales de furgón en hora pico que se juntan los viernes por la noche, como los pibes de la esquina, y se me suben a la mochila cuando bajo en Merlo. Y así llego con la mochila, que nadie ve, cosida a la espalda. Y ella no lo sabe. Como puedo culparla si nunca se lo conté. Si ella nunca lo vivió. Si uno llega ensimismado, apático, sin ganas de compartir siquiera el cansancio, ajeno a todo, autómata que responde con monosílabos a preguntas que apenas escucha. Ella en realidad no tiene la culpa. - El problema es la falta de dialogo, decía un amigo. – ¿Si ella no sabe que te pasa, como te puede ayudar? ¿Si no le contás lo que te molesta, como va a cambiarlo? Me parece que algo de razón tiene, mañana le voy a hablar, hoy no. Ya no me quedan fuerzas ni palabras. Hoy tele, tinto, guisito y a la cama. Mañana será otro día.
Cuando abro la puerta de casa, ella está parada junto a la cocina, revolviendo pensativa el contenido de una olla humeante.
Buenas ¿Como va?
...
Hola ¿Que haces? ¿Todo bien?
Intento darle un beso y ella me aparta la mejilla.
¡Salí de acá con ese aliento! ¡Drogadicto! ¡Y no, nene, no esta todo bien!  ¿Porque no contestas mis mensajes? ¡Yo estoy todo el día encerrada en este rancho de mierda, fregando y cocinando para el señor y vos venís en pedo y a la hora que se te canta! ¿Qué te pensás, que soy tu criada? ¡Tomá! Acá tenés la comida, yo no tengo hambre, me voy a bañar. Y a ver si arreglas ese calefón de mierda, que hace un rato me dio una patada.

Descorché el tinto, probé esa mierda de sopa que había en la olla y seguí de largo. Pasé por el baño, rumbo a la cama y abrí la puerta sin hacer ruido. Se escuchaba correr el agua de la ducha y, haciendo equilibrio con la botella, los puchos y el vaso, enchufé el calefón eléctrico, cerré suavemente y me fui a ver la tele en la cama. Se me hizo eterno el tiempo hasta que por fin la luz empezó a titilar hasta cortarse definitivamente justo cuando sonó un golpe seco que provenía del baño.
Llené el vaso, apagué el cigarro y me quedé bebiendo a oscuras hasta que me quede dormido. Esa noche descansé como hacía años no lo hacía. Ambos, por fin descansamos en paz, después de muchos años. Demasiados años.

Roberto C. Suárez - Dos momentos

En una habitación estoy yo, me llamo Marcelo S. y tengo por edad, treinta y cuatro años. A mi lado, mi  pequeña hija duerme acurrucada contra el cuerpo hermoso de mi esposa. Mariel también duerme profundamente.
Enciendo el velador de la mesita de luz y escribo estas líneas, estoy en una ciudad de casas bajas llamada Remedios de Escalada. Es once de agosto de dos mil ocho. Tengo calor.

En otra habitación enclaustrado en una ciudad de edificios que azotan el cielo, también estoy yo. Estimo que tendré más de setenta y cinco años, aunque aparento más de cien. Mi pelo se ha vuelto blanco, como el de mi propia madre al morir.
El siglo veintiuno ha llegado hasta la mitad del camino, rebosante de salud, pero en esa otra habitación siento que mi vida en este mundo termina.
Un almanaque podría atestiguar como prueba irrefutable que es el año dos mil cincuenta y que también es once de agosto. Siento frío.

Despierto solo en una cama que me parece enorme. Arropado como un chico, mi cuerpo no logra retener el calor. Ha llegado la mañana y mis hijos han venido a visitarme. Sofía me abraza fuerte, como cuando era pequeña, aunque ahora es una mujer que tiene sus propios hijos y pronto tendrá también sus propios nietos. La felicidad me invade y guardo silencio.

- ¿Cómo te sientes hoy papá? Me pregunta y percibo en ella la tristeza.
Con suma tranquilidad le contesto que bien y acto seguido le pregunto yo por su Madre. Ella deja escapar unas lagrimas contenidas y se mantiene en silencio.

Mi deseo esta mañana ha sido levantarme, salir a caminar, desatarme de las frazadas que como ancla me sumergen en esa cama, pero siento con asombro que mi cuerpo no me responde.
Rompiendo el silencio le digo a mi hija: "el sábado levanté ochenta kilos en el gimnasio", le ruego con una sonrisa cómplice que no le diga nada a su madre. Ella asiente en silencio.

Intento ahora sentarme en la cama, pero el cuerpo me duele horrores y también el alma.
No puedo recordar que ha pasado en mi vida en los últimos cuarenta años, mis recuerdos más recientes me transportan a una noche calurosa, un once de agosto de dos mil ocho, para ser más preciso a las dos de la mañana de ese día que escribí estas líneas.
Una realidad acogedora me envuelve, en esta realidad aún tengo treinta y cuatro años, mi pequeña hija duerme acurrucada junto a mi esposa. Pierdo el sentido.

Los médicos aseverarán que mi ultimo padecimiento fue un tipo especial de alzheimer y mis seres queridos sufrirán con mi partida. Pero al final soy el hombre más feliz de la tierra.  

viernes, 5 de octubre de 2012

Isaac Asimov - Caza mayor


-He leído en los periódicos -dije apurando mi cerveza- que la nueva máquina del tiempo de Stanford ha sido adelantada dos días en el tiempo, llevando en su interior un ratón blanco que no padeció efectos nocivos.

Jack Trent asintió y dijo, muy serio:

-Lo que deberían hacer con ese invento es retroceder algunos millones de años y averiguar que ocurrió con los dinosaurios.

Durante los últimos minutos yo había estado observando casualmente a Hornby, que ocupaba la mesa vecina. El individuo alzó los ojos y se encontró con mi mirada. Estaba solo y a su lado tenía una botella de la que había bebido la cuarta parte. Tal vez por eso no habló en ese momento.

Sonrió y se dirigió a Jack:

-Demasiado tarde, viejo. Hice eso hace diez años y lo averigüé. Los sabihondos dicen que fue debido a los cambios climáticos. No es verdad. -Levantó el vaso en silencioso brindis y lo apuró de un trago.

Jack y yo nos miramos. Sólo conocíamos a Hornby de vista, pero Jack me guiñó el ojo derecho y meneó ligeramente la cabeza. Sonreí, nos trasladamos a la mesa vecina y pedimos otras dos cervezas.

Jack miró a Hornby con solemnidad.

-¿Realmente inventó una máquina del tiempo?

-Fue hace mucho -Hornby sonrió amigablemente y volvió a llenar su vaso-. Mejor que la chapuza de esos aficionados de Stanford. La destruí. Dejó de interesarme.

-Hablemos de eso. ¿Dice que no fue el clima lo que acabó con los grandes saurios?

-¿Por qué habría de serlo? -Nos lanzó una rápida mirada de soslayo-. El clima no los afectó durante millones de años. ¿Por qué habría de borrarlos tan completamente una súbita temporada seca, mientras otras especies seguían viviendo con toda comodidad? -Intentó chasquear los dedos a modo de burla, pero le salió mal y terminó murmurando-: ¡No es lógico!

-Y entonces, ¿qué pasó? -inquirí.

Hornby vaciló, mientras jugueteaba con la botella. Luego respondió.

-Lo mismo que acabó con los bisontes: ¡seres inteligentes!

-¿Los hombres de Marte? -sugerí-. Era demasiado temprano para los habitantes de la Atlántida.

De pronto, Hornby se volvió truculento. Supongo que estaba medio tocado.

-Les digo que los vi -afirmó con violencia-. Eran reptiles, no muy grandes. Bípedos de un metro veinte de altura. ¿Por qué no? Aquellos dinosaurios tuvieron millones de años para evolucionar. Reptaban, trepaban, volaban y nadaban. Eran de todas las formas, tamaños y variedades. ¿Acaso uno de ellos no pudo desarrollar un cerebro..., y acabar con los demás?

Intervine:

-No hay inconveniente, salvo que jamás se ha descubierto el fósil de un saurio cuya caja craneana pudiera cobijar más materia gris que la de un pequeño gato.

Jack me dio un codazo, pues quería que Hornby siguiera desbarrando, pero a mí no me gustan los despropósitos.

Hornby se limitó a dirigirme una ojeada desdeñosa.

-Tampoco se encuentran muchos fósiles de animales inteligentes. Ya sabe que por lo general no suelen caerse en los pantanos. Además, ocurre que eran de cerebro pequeño. ¿Qué me dice a eso? ¿Qué tanto por ciento de su cerebro utiliza usted? Como mucho, menos de un quinto y el resto no sirve, o Dios sabrá qué ocurre. Esos reptiles tenían el cerebro de un pequeño gato, pero lo usaban todo.

Luego insistió:

-Y no me pregunten por qué no encontramos restos de sus ciudades o máquinas. Creo que no construyeron nada. Su inteligencia era de un tipo por completo diferente de la nuestra. Intentaron contarme su vida, pero no logré entender nada..., salvo que su gran diversión era la caza mayor.

-¿Cómo pudieron entenderse? -preguntó Jack-. ¿Por telepatía?

-Creo que sí. Le digo que tenían cerebro. Los miré y ellos me miraron, y entonces supe. Supe muchas cosas. No oí ni sentí nada; sencillamente supe. En realidad, no puedo explicarlo. Algún día lo intentaré - sus ojos, fijos en el vaso, tenían una expresión melancólica-. Me habría gustado quedarme más tiempo.

Pude aprender muchas cosas -se encogió de hombros.

-¿Por qué no lo hizo? -pregunté.

-Era arriesgado -respondió-. Me di cuenta. Para ellos, yo era un monstruo, y les inspiraba curiosidad. No por mi cuerpo, naturalmente, que no les molestaba. Se trataba de mi cerebro -sonrió torcidamente-. Ya saben, era muy grande. Se preguntaban para qué podría servirme tanto cerebro.

Querían hacer mi disección para averiguarlo, conque me largué de allí.

-¿Cómo pudo irse?

-No lo habría logrado, si en aquel momento ellos no hubieran visto un triceratops. Lo dejaron todo y salieron corriendo con sus varitas de metal en las manos. Ya me entienden: eran sus armas. Ahí tiene la respuesta. Esos pequeños y sesudos reptiles mataban saurios con el entusiasmo de un cazador de leones.

Preferían matar un «tyrannosaurus» antes que comer. ¿Por qué no? Aquellas enormes fieras debieron constituir magníficas presas. Ninguno de los demás, desde el pterodáctilo hasta el ictiosaurio -no logró pronunciarlos muy bien, pero comprendimos lo que quería decir-, podía ser un trofeo tan digno de aquellas bestias enanas que los mataban por diversión o por gloria. Y fueron rápidos. Nosotros matamos cientos de millones en treinta años, ¿recuerdan?

Otra vez intentó chasquear los dedos. Luego agregó con sarcasmo:

-¡Cambios climáticos! ¡Un cuerno! Pero, ¿quién creería la verdad?

Guardó silencio y Jack le dio un codazo:

-Dígame, viejo, ¿quién acabó con esos pequeños saurios? ¿Por qué no están aquí, vivos y coleando?

Hornby levantó la mirada y observó fijamente a Jack.

-Jamás regresé para averiguarlo, pero de todos modos sé lo que ocurrió. La única diversión que había en sus vidas era la caza mayor. Le dije que lo supe cuando los miré a los ojos. Por eso, cuando se quedaron sin brontosaurios y sin diplodocos, se dedicaron a la caza más peligrosa: ¡ellos mismos! E hicieron buena faena.

Hizo una pausa y agregó, truculento:

-¿Por qué no? ¿Acaso los hombres no estamos haciendo lo mismo?

Isaac Asimov - Acerca de nada


Toda la Tierra aguardaba a que el pequeño agujero negro la arrastrara hasta su fin. Había sido descubierto por el profesor Jerome Hieronymus a través del telescopio lunar en 2125, y a todas luces iba a acercarse lo suficiente como para crear una marea de destrucción total.

Toda la Tierra hizo testamento, y la gente lloró, los unos en los hombros de los otros, diciéndose «Adiós, adiós, adiós». Los maridos dijeron adiós a sus mujeres, los hermanos dijeron adiós a sus hermanas, los padres dijeron adiós a sus hijos, los amos dijeron adiós a sus animalitos de compañía, y los amantes se susurraron adiós al oído.

Sin embargo, a medida que el agujero negro se acercaba, Hieronymus notó que no había efecto gravitatorio. Lo estudió más atentamente y anunció, con una risita, que después de todo no se trataba en absoluto de un agujero negro.

-No es nada -dijo-. Simplemente un asteroide vulgar al que alguien pintó de negro.

Fue muerto por una multitud enfurecida, pero no por eso. Fue muerto tan sólo después de que anunciara públicamente que iba a escribir una gran y emocionante obra acerca del episodio.

Dijo:

-La titularé Mucho adiós acerca de nada.

Toda la humanidad aplaudió su muerte.
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