sábado, 3 de septiembre de 2011

Stephen King - La balsa (narrado x Alberto Laiseca)


William Wymark Jacobs - La pata de mono


La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.
Mate —contestó el hijo.
Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
El sargento-mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.
Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.
¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.
Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
Se cumplieron —dijo el sargento.
¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?
No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
Si usted no la quiere, Morris, démela.
No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
¿Cómo se hace?
Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.
¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.
Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.
Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.
Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.
Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.
Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
Lo siento... —empezó el otro.
¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oir el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
La quiero. ¿No la has destruido?
Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
¿Pensaste en qué? —preguntó.
En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.
¿No fue bastante?
No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
Dios mío, estás loca.
Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
Fue una coincidencia.
Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
¡Pídelo! —gritó con violencia.
Es absurdo y perverso —balbuceó.
Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
¿Qué es eso? —gritó la mujer.
Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

Lord Dunsany - Los Fantasmas


La discusión que sostuve con mi hermano en su casa solitaria seguramente no será del interés de mis lecturas. Cuando menos, no del de los que, espero, se sentirán atraídos por el experimento que emprendí y por las extrañas cosas que me acaecieron en la peligrosa región en la que con tanta ligereza e ignorancia entré. Fue en Oneleigh donde fui a visitarlo.
Pues bien, Oneleigh se encuentra en una amplia zona solitaria en medio de un bosquecillo de viejos cedros susurrantes. Asienten juntas con la cabeza cuando llega el Viento del Norte y vuelven a asentir y consienten; luego, de manera furtiva, se yerguen y permanecen inmóviles y por un momento no dicen nada más. El Viento del Norte les resulta como un agradable problema a viejos hombres juiciosos; asienten con la cabeza al respecto y musitan todos juntos en relación con él. Saben mucho esos cedros; han estado allí durante tanto tiempo. Sus antepasados conocieron el Líbano y los antepasados de estos fueron sirvientes del Rey de Tiro y visitaron la corte de Salomón. Y entre estos hijos de negros cabellos del Tiempo de cabeza cana, se erguía la vieja casa de Oneleigh. No sé cuántos siglos la bañaron con la evanescente espuma de los años; pero estaba todavía incólume y en toda ella se acumulaban cosas de antaño como extrañas vegetaciones se adhieren a la roca que desafía al mar. Allí, como la concha de lapas muertas desde hace ya mucho, había armaduras con las que se cubrían los hombres de antaño; también había allí tapices multicolores, hermosos como las algas marinas; no tenían allí lugar fruslerías modernas, ni muebles victorianos ni la luz eléctrica. Las grandes rutas comerciales que llenaron los años de latas vacías de conservas y novelas baratas estaban a gran distancia de allí. Bien, bien, los siglos la echarán por tierra y llevarán sus fragmentos a costas lejanas. Entretanto, mientras aún se mantenía erguida, fui a visitar allí a mi hermano y sostuvimos una discusión acerca de los fantasmas. Las ideas que al respecto tenía mi hermano me parecían necesitadas de enmienda. Confundía las cosas imaginarias con las que tenían existencia concreta; sostenía que el hecho de que alguien dijera haber conocido a alguien que afirmara haber visto fantasmas, probaba la existencia de estos últimos. Le dije que aún cuando los hubieran visto, el hecho no probaría nada en absoluto; nadie cree que haya ratas rojas, aunque hay abundantes testimonios de primera mano de gente que las ha visto en su delirio. Finalmente le dije que aún cuando yo mismo viera fantasmas seguiría objetando su existencia de hecho. De modo, pues, que recogí un puñado de cigarros, bebí varias tazas de té muy fuerte, me pasé sin la cena y me retiré a una estancia de roble oscuro en la que todas las sillas estaban tapizadas; y mi hermano se fue a la cama fatigado de nuestra discusión, no sin intentar disuadirme insistentemente de que me incomodara. Durante todo el recorrido de ascenso de las viejas escaleras, mientras yo permanecía al pie de ellas y su vela subía y subía en espiral, no cejó en su intento de persuadirme de que cenara y me fuera a dormir.
Era un invierno ventoso y afuera los cedros musitaban no sé bien sobre qué; pero creo que eran Tories de una escuela desde hace ya mucho desaparecida, perturbados por algo nuevo. Adentro un gran leño húmedo en la chimenea empezó a chillar y a cantar; una melodía quejumbrosa, una alta llama se elevó llevando el compás y todas las sombras reunidas danzaron. En los rincones distantes, viejas mesas de oscuridad permanecían calladas como chaperonas inmóviles. Allí, en la parte más oscura del recinto, había una puerta que permanecía siempre cerrada. Llevaba al vestíbulo, pero nunca nadie la usaba; cerca de la puerta una vez había ocurrido algo de lo que la familia no se enorgullecía. Nunca nos referimos a ella. Allí, a la luz del fuego, se erguían las formas venerables de las viejas sillas; las manos que habían tejido sus tapices estaban desde hacía ya mucho sepultadas bajo tierra, las agujas utilizadas no eran sino múltiples escamas destruidas de herrumbre. Nadie tejía ahora en ese viejo recinto: nadie sino las asiduas viejas arañas que, vigilantes junto al lecho mortuorio de las cosas de antaño, tejen mortajas para sostener su polvo. En mortajas en torno a las sobrepuertas yace ya el corazón del revestimiento de roble devorado por la polilla.
Por supuesto a esa hora, en cuarto semejante, una fantasía ya excitada por el hambre y por el té fuerte vería los fantasmas de sus antiguos moradores. No esperaba menos. El fuego titubeaba y las sombras bailaban, el recuerdo de viejos acaecimientos raros se despertó vívido en mi mente, pero un reloj de siete pies de altura dio solemne la medianoche y nada sucedió. No era posible apurar a mi imaginación, el frío que acompaña las horas tempranas se había apoderado de mí y casi me había abandonado al sueño, cuando en el vestíbulo vecino se oyó el crujido de ropas de seda que había esperado y anticipado. Entonces, de a dos, fueron entrando damas de alta cuna con sus galanes de tiempos jacobinos. Eran poco más que sombras, sombras muy distinguidas, y casi indistintas; pero todos habéis leído antes historias de fantasmas, todos habéis visto en los museos vestidos de esos tiempos; no es necesario describirlos, entraron, varios de ellos, y se sentaron en las viejas sillas, quizá de un modo algo desconsiderado teniendo en cuenta el valor de los tapizados. Entonces el crujido de sus vestidos cesó.
Pues bien... había visto fantasmas y no estaba asustado ni convencido de que existieran. Estaba por ponerme en pie y retirarme a mi cuarto cuando del vestíbulo vino un sonido de pisadas ligeras, el sonido de pies desnudos sobre el suelo pulido y, de vez en cuando, el resbalón de alguna criatura de cuatro patas que perdiera el equilibrio y lo recuperara luego con uñas que arañaban el suelo. No me atemoricé, pero me sentí inquieto. Las pisadas ligeras se acercaban directamente al recinto en el que yo me encontraba; luego oí el olfateo de la expectantes ventanas de un hocico; quizás «inquietud» no fuera la palabra más adecuada para describir mis sentimientos por entonces. De pronto una manada de criaturas negras de mayor tamaño que el de los sabuesos se precipitó al galope; tenían largas orejas pendulares, olfateaban el suelo con su hocicos, se aproximaron a los señores y las señoras de antaño y les hicieron fiestas con disgusto. Sus ojos tenían un brillo horrible y podía seguírselos a grandes profundidades. Cuando se los miré, supe súbitamente lo que eran estas criaturas y tuve miedo. Eran los pecados, los inmundos pecados inmortales de todos estos señores y señoras de la corte. 
Cuán púdica era la dama sentada cerca de mí en una silla de viejos tiempos... cuán púdica y bella como para tener junto a sí, con la cabeza apoyada en su regazo, a un pecado de ojos rojos tan cavernosos, un claro caso de asesinato. Y vos, señora, con vuestros cabellos dorados, por cierto, no vos.. y, sin embargo, esa espantosa bestia de ojos amarillos que se escabulle de vos para dirigirse a aquel cortesano, y toda vez que uno de los dos lo ahuyenta, se allega al otro. Más allá una señora trata de sonreír mientras acaricia la detestable cabeza peluda del pecado de otro, pero uno de los suyos propios experimenta celos y se interpone bajo su mano. Aquí se sienta un anciano noble con su nieto en las rodillas y uno de los grandes pecados negros del abuelo lame la cara del niño y lo ha hecho suyo. A veces un fantasma se trasladaba en busca de otra silla, pero siempre su propia jauría de pecados le iba detrás. ¡Pobres, pobres fantasmas! Cuántos intentos de huir de sus odiados pecados deben de haber tenido en doscientos años, cuántas excusas deben de haber dado para justificar su presencia, y los pecados estaban con ellos todavía... y todavía inexplicados. De pronto uno pareció olfatear mi sangre viva y aulló de manera horrible; y todos los otros abandonaron a sus fantasmas a una y se precipitaron sobre el pecado que había dado la alarma. El bruto había captado mi olor cerca de la puerta por donde yo había entrado y se me iban acercando cada vez más olfateando el suelo y emitiendo de cuando en cuando su espantoso aullido. Vi que la cosa había ido demasiado lejos. Pero ya me habían visto, ya me estaba alrededor saltando y tratando de alcanzarme la garganta; y cada vez que sus patas me tocaban, me asaltaban espantosos pensamientos y deseos inexpresables dominaban mi corazón. Mientras estas criaturas saltaban alrededor de mí, tracé el plan de cosas bestiales y las proyecté con magistral astucia. Primero entre todas esas peludas criaturas de las que defendía débilmente mi garganta, me asediaba un gran asesinato de ojos rojos. De pronto no me pareció mala idea matar a mi hermano. Me pareció importante no correr el riesgo de ser descubierto. Sabía dónde se guardaba un revólver; después de dispararle, lo vestiría y le cubriría de harina la cara como la de un hombre que se hubiera disfrazado de fantasma. Sería muy sencillo. Diría que me había asustado... y los sirvientes nos habían oído hablar de fantasmas. Había una o dos trivialidades de las que habría que cuidarse, pero nada me pasaba por alto. Sí, me parecía muy bien matar a mi hermano al mirar las rojas profundidades de los ojos de esta criatura. Pero mientras me arrastraban consigo, hice un último esfuerzo:
Si dos rectas se cortan entre sí—dije—, los ángulos que se oponen son iguales. Sean las rectas AB y CD que se cortan en E; además los ángulos CEA y CEB equivalen a dos ángulos rectos (prop. XIII). También CEA y AED equivalen a dos ángulos rectos iguales.
Me acerqué a la puerta para coger el revólver; una horrible exultación animó a las bestias.
Pero el ángulo CEA es común, por tanto AED es igual a CEB. De la misma manera, CEA es igual a DEB. Quod erat demostrandum.
Estaba probado. La lógica y la razón se restablecieron en mi mente, no había perros oscuros del pecado, las sillas tapizadas estaban vacías. Me era inconcebible que un hombre pudiera matar a su hermano.

Stephen King - La Noche del Tigre (Night of the Tiger)


Vi por primera vez al señor Legere cuando el circo pasó por Steubenville, pero yo sólo llevaba dos semanas en el espectáculo, y tal vez él hubiera hecho indefinidamente sus visitas irregulares. Nadie quería hablar gran cosa del señor Legere, ni siquiera aquella última noche, cuando parecía que el fin del mundo estaba al caer..., la noche que desapareció el señor Indrasil.
Pero si he de explicárselo desde el principio, debería empezar diciendo que me llamo Eddie Johnston, y que nací y me críe en Sauk City. Allí fui a la escuela, tuve mi primer amor y trabaje durante algún tiempo en el almacén del señor Lillie, una vez terminados mis estudios en la escuela superior. Eso fue hace algunos años..., a veces mas de los que quisiera contar. No es que Sauk City sea un lugar tan malo. Algunas personas se contentan con sentarse en el porche de sus casas en las cálidas y perezosas noches de verano, pero a mi eso me producía una cierta comezón, como cuando te pasas demasiado tiempo sentado en la misma silla. Así que deje el almacén y me enrolé en el Circo Americano de Farnum y Williams, con sus tres pistas y sus exhibiciones secundarias. Supongo que lo hice en un momento de aturdimiento, cuando la musiquilla del circo me nubló el juicio.
Me convertí entonces en un peón nómada. Ayudaba a levantar y desmontar las carpas, limpiar las jaulas y, a veces, vender algodón de azúcar cuando el vendedor regular tenia que ausentarse, y vociferar para Chips Baily, el cual padecía malaria, y en ocasiones tenia que ir a algún sitio muy lejano. En general eran cosas que hacen los muchachos para que les regales localidades..., cosas que solía hacer yo mismo de niño. Pero los tiempos cambian, y ya no parecen presentarse como antes.
Aquel tórrido verano pasamos por Illinois e Indiana, el público era bueno y todo el mundo se sentía feliz. Todos excepto el señor Indrasil, el cual nunca era feliz. Era el domador de leones, y su aspecto me recordaba al Rodolfo Valentino que había visto en viejas fotografías. Un hombre alto, de rasgos apuestos y arrogantes y una agreste cabellera negra. La expresión de sus ojos era extraña, furiosa..., la más furiosa que he visto jamás. Casi siempre estaba callado; un par de sílabas del señor Indrasil eran todo un sermón. Todos los miembros del circo mantenían con el una distancia tanto mental como física, porque sus accesos de cólera eran legendarios. Se rumoreaba, siempre en susurros, que en una ocasión, después de una actuación especialmente difícil, uno de los peones derramó café sobre las manos del señor Indrasil, y éste estuvo a punto de matarle antes de que lograran separarle del muchacho. No se si será cierto. Lo que si se es que llegue a temerle mas que al frío señor Edmont, el director de mi escuela, al señor Lille e incluso a mi padre, el cual era capaz de frías reprimendas que te dejaban temblando de vergüenza y desaliento.
Cuando limpiaba las jaulas de los grandes felinos, las dejaba siempre impecables. El recuerdo de las pocas ocasiones en que fui objeto de las iras del señor Indrasil todavía me hace flaquear las rodillas.
Eran sus ojos, sobre todo..., grandes, oscuros y totalmente inexpresivos. Los ojos y la sensación de que un hombre capaz de dominar a siete gatazos ojo avizor en un pequeña jaula, por fuerza tenía que ser también un salvaje.
Y las dos únicas cosas a las que él temía eran el señor Legere y el único tigre del circo, una bestia enorme llamada Terror Verde.
Como he dicho, vi por primera vez al señor Legere en Steubenville, cuando el contemplaba la jaula de Terror Verde como si el tigre conociera todos los secretos de la vida y de la muerte.
Era enjuto, moreno, sosegado. Sus ojos profundos, muy hundidos en las cuencas, tenían una expresión de dolor y cavilosa violencia en sus honduras con reflejos verdes, y siempre cruzaba las manos a la espalda mientras contemplaba taciturno al tigre.
Terror Verde era una fiera digna de verse, un enorme y hermoso espécimen con un impecable pelaje rayado, ojos verde esmeralda y grandes colmillos como escarpias de marfil. Sus rugidos solían oírse en todo el recinto del circo..., fieros, airados y absolutamente salvajes. Parecía gritar su desafío y su frustración al mundo entero.
Chips Baily, que llevaba en el circo Farnum y Williams desde Dios sabe cuando, me dijo que el señor Indrasil solía utilizar a Terror Verde en sus actuaciones, hasta que una noche el tigre saltó de repente desde su plataforma elevada y casi le arrancó la cabeza antes de que el señor Indrasil pudiera salir de la jaula. Observé que el señor Indrasil siempre llevaba el cabello largo, cubriéndole la nuca.
Todavía puedo recordar la escena aquel día en Steubenville. Hacía calor, un calor sofocante, y el público iba en mangas de camisa. Por ello destacaban los señores Legere e Indrasil. El señor Legere, que estaba de pie en silencio junto a la jaula del tigre, vestía traje y chaleco, y no tenía el rostro húmedo de sudor. El señor Indrasil llevaba una de sus bonitas camisas de seda y calzones de gruesa tela blanca, y los miraba a ambos, pálido como un muerto, con una expresión de cólera lunática, odio y temor en sus ojos saltones. Sostenía una almohaza y un cepillo, y las manos le temblaban espasmódicamente, aferradas a aquellos objetos.
De repente me vio y dio rienda suelta a su ira.
¡Tú! –Gritó –. ¡Johnston!
Sí, señor.
Sentí un hormigueo en la boca del estómago. Sabía que la ira de Indrasil estaba a punto de volcarse sobre mi, y el temor que me inspiraba aquella idea me hizo sentir débil. Me gusta pensar que soy tan valiente como cualquier hijo de vecino, y si se hubiese tratado de alguien mas, creo que hubiera estado plenamente decidido a defenderme. Pero no era nadie más. Era el señor Indrasil, y tenía ojos de loco.
Estas jaulas, Johnston. ¿Crees que están limpias?
Señalo con un dedo, cuya dirección seguí. Vi cuatro trocitos dispersos de paja y un acusador charco de agua de la manguera al fondo de una de las jaulas.
S... sí, señor –le respondí, y lo que pretendía que fuera firmeza se convirtió en una débil bravata.
Se hizo un silencio, como la pausa eléctrica que antecede a un aguacero. La gente empezaba a mirar, y yo tenía la vaga conciencia de que el señor Legere nos observaba con sus ojos insondables.
¿Sí, señor? –atronó de repente el señor Indrasil– ¿Sí, señor?
¿Sí, señor? ¡No te burles de mi inteligencia, muchacho! ¿Crees que no veo, que no puedo oler? ¿Pusiste el desinfectante?
Ayer puse el desinfec...
¡No me repliques! –gritó, y entonces bajó súbitamente la voz, lo que me hizo sentir un hormigueo en la piel– No te atrevas a replicarme –Ahora todo el mundo nos miraba. yo quería vomitar, morirme–. Ahora mismo vas a ir al cobertizo de las herramientas, vas a coger el desinfectante y fregar estas jaulas– susurró, midiendo cada palabra. De repente, tendió una mano y me agarró de un hombro–. Y nunca, nunca, vuelvas a replicarme.
No se de dónde salieron mis palabras, pero de pronto estaban allí, brotando de mis labios.
No le he replicado, señor Indrasil, y no me gusta que diga eso. Yo... me ofendo si dice una cosa así. Ahora déjeme ir.
Su rostro se puso repentinamente rojo, luego blanco y finalmente casi azafranado de ira. Sus ojos eran llameantes umbrales del infierno.
En aquel momento pense que iba a morir.
El señor Indrasil emitió un sonido gutural inarticulado, y la presión de su mano en mi hombro se hizo insoportable. Su mano derecha subió alto, muy alto..., y entonces descendió con increíble velocidad.
Si aquella mano hubiera alcanzado mi rostro, como mínimo me habría derribado al suelo sin sentido y, en el peor de los casos, me habría roto el cuello.
Pero no me alcanzó.
Otra mano surgió como por ensalmo en el espacio, directamente delante de mi. Ambos miembros en tensión colisionaron con un ruido sordo. Era el señor Legere.
Deja en paz al muchacho –le dijo fríamente.
El señor Indrasil se lo quedó mirando durante un largo momento, y creo que no había nada tan desagradable en todo el asunto como observar el temor del señor Legere y la loca avidez de herir (¡o matar!) mezclados con aquella mirada terrible.
Entonces dio media vuelta y se alejó.
Me volví hacia el señor Legere.
No me des las gracias.
Y no era un «no me des las gracias», sino un «no me des las gracias», no un gesto de modestia, sino una orden literal. Con su súbito relámpago de intuición –de concordancia afectiva, si usted quiere– comprendí exactamente qué quería decir con aquel comentario. Yo era un peón en lo que debía de ser un largo combate entre los dos hombres. Había sido capturado por el señor Legere más que por el señor Indrasil. Había detenido al domador de leones no para protegerme, sino porque ello le daba una ventaja, por pequeña que fuera, en su guerra privada.
¿Cómo se llama? –le pregunte, en absoluto ofendido por lo que había deducido.
Después de todo, había sido sincero conmigo.
Legere –dijo rápidamente, y se volvió para marcharse.
¿Esta usted en el circo? –le pregunté, pues no quería que se fuera tan fácilmente–. Parecía... conocerle.
Una leve sonrisa apareció en sus labios delgados, y una llamita de afecto brilló fugazmente en sus ojos.
No. Podríamos decir que soy un policía.
Y antes de que pudiera replicarle, desapareció entre la gente que pasaba por allí.
Al día siguiente desmontamos las carpas y nos marchamos.

Volví a ver al señor Legere en Danville y, dos semanas después, en Chicago. En los intervalos procuré evitar al señor Indrasil tanto como me fue posible, y mantuve impecablemente limpias las jaulas de los felinos. La víspera de nuestra partida para Saint Louis, les pregunte a Chips Baily y Sally O'Hara, la pelirroja funámbula, si los señores Legere e Indrasil se conocían. Estaba bastante seguro de que así era, porque el señor Legere difícilmente seguía al circo para saborear nuestro estupendo helado de lima.
Sally y Chips intercambiaron miradas por encima de sus tazas de café.
Nadie sabe gran cosa de lo que hay entre esos dos –dijo Sally–. Pero es algo que dura desde hace mucho tiempo..., quizá veinte años, desde que llegó aquí el señor Indrasil, tras dejar el circo Ringling Brothers, y tal vez incluso antes de eso.
Chips asintió.
Ese tipo, Legere, llega al circo casi todos los años, cuando pasamos por el Medio Oeste, y se queda con nosotros hasta que cogemos el tren hacia Florida, en Little Rock. Vuelve tan irritable al viejo domador de felinos como si fuera uno de sus gatos.
Me dijo que era policía –comente–. ¿Que creéis que busca por aquí? ¿No suponéis que el señor Indrasil...?
Chips y Sally intercambiaron una mirada extraña, y ambos se levantaron tan bruscamente que estuvieron a punto de romperse la espalda.
He de ver si esos pesos y contrapesos están bien almacenados –dijo Sally, y Chips musitó algo no muy convincente acerca de la necesidad de revisar el eje trasero de su remolque.
Y así es como solía terminar toda conversación acerca de los señores Indrasil o Legere..., apresuradamente, con muchas excusas forzadas.

Nos despedimos de Illinois y de la comodidad al mismo tiempo. Se produjo una abrumadora oleada de calor, al parecer en el mismo instante en que cruzamos el limite del Estado, y aquel calor nos acompañó durante mes y medio, mientras avanzábamos lentamente por Missouri y entrábamos en Kansas. Todo el mundo estaba nervioso, incluidos los animales. Y entre ellos, naturalmente, los felinos, que eran responsabilidad del señor Indrasil. Éste trataba a los peones en general, y a mi en particular, sin la menor consideración. Yo sonreía y procuraba aguantarlo, aunque el calor me ponía también muy irascible. No se puede discutir con un loco, y había llegado a la conclusión de que eso era sin lugar a dudas el señor Indrasil.
Nadie dormía muy bien, y ésa es la maldición de los artistas de circo.
La falta de sueño hace que los reflejos sean mas lentos, lo cual aumenta el peligro. En Independence, Sally O'Hara cayó a la red de nilón desde veinte metros de altura y se fracturó el hombro. Andrea Solienni, nuestra amazona a pelo, se cayó de uno de sus caballos durante un ensayo, y un casco la golpeó y la dejó inconsciente. Chips Baily sufría en silencio con su fiebre crónica, el rostro como una mascara de cera y las sienes bañadas en un sudor frío.
Y en muchas ocasiones las cosas tenían peor cariz para el señor Indrasil. Los leones estaban nerviosos e irritables, y cada vez que entraba en la Jaula de los Gatos Endiablados, como la llamábamos, ponía en peligro su vida. Alimentaba a los leones con excesiva cantidad de carne antes de entrar, algo que hacen raramente los domadores de leones, contrariamente a la creencia popular. Tenía el rostro cada vez mas fatigado y ojeroso, y la mirada frenética.
El señor Legere casi siempre estaba allí, junto a la jaula de Terror Verde, mirándole. Y eso, claro, aumentaba la presión del señor Indrasil. Todo el circo empezó a ponerse nervioso cuando veía pasar a aquel personaje con camisa de seda, y supe que todos pensaban lo mismo: «Va a reventar, y cuando lo hace...»
Cuando lo hiciera, sólo Dios sabia lo que ocurriría.

La oleada de calor continuó, y las temperaturas rebasaban los treinta grados todos los días. Parecía como si los dioses de la lluvia se burlaran de nosotros. En cuanto abandonábamos una ciudad, ésta recibía la bendición de los aguaceros, y cada ciudad en la que entrábamos estaba reseca y ardiente.
Y una noche, en la carretera entre Kansas City y Green Bluff, vi algo que me trastornó mas que ninguna otra cosa.
Hacía calor..., un calor abominable. Ni siquiera merecía la pena tratar de dormir, me revolvía en mi litera como un hombre que sufre fiebre delirante sin poder conciliar nunca el sueño. Finalmente me levanté, me puse los pantalones y salí.
Nos habíamos detenido en un pequeño campo, formando un circulo. Otros dos peones y yo habíamos descargado las jaulas de los felinos, a fin de que pudieran beneficiarse del menor soplo de brisa. Allí estaban ahora las jaulas, pintadas de color plata apagado por la hinchada luna de Kansas, y una persona de elevada estatura que llevaba unos calzones de basta tela blanca se hallaba junto a la mayor de ellas. Era el señor Indrasil.
Azuzaba a Terror Verde con una pica larga y puntiaguda. El gatazo se movía en silencio en la jaula, tratando de evitar la aguda punta. Y lo aterrador era que cuando el palo punzaba la carne del tigre, este no rugía de dolor y cólera, como debería hacer, sino que mantenía un silencio ominoso, mas aterrador para quien conoce a los felinos que el rugido mas intenso.
Aquello también había surtido efecto en el señor Indrasil.
Estas tranquilo, ¿verdad, maldito? –gruñía; con los potentes brazos flexionados, empujó la pica. Terror Verde retrocedió, abriendo horriblemente los ojos, pero no emitió ningún sonido– ¡Ruge! –dijo entre dientes–. ¡Vamos, monstruo, ruge! ¡Ruge!
Y hundía mas el palo en el flanco del tigre.
Entonces vi algo extraño. Pareció que una sombra se movía en la oscuridad bajo uno de los remolques más distantes, y la luz de la luna pareció incidir en unos ojos que miraban..., unos ojos verdes.
Un viento fino pasó silenciosamente por el claro, levantando polvo y revolviéndome el pelo.
El señor Indrasil alzó la vista y escuchó, con una curiosa expresión en el rostro. De repente, dejó caer el palo, se volvió y regresó a su remolque.
Miré de nuevo el lejano remolque, pero la sombra había desaparecido. Terror Verde permanecía inmóvil entre los barrotes de su jaula, mirando el remolque del señor Indrasil. Y entonces se me ocurrió pensar que odiaba al señor Indrasil no porque fuera cruel o arisco, pues el tigre respeta estas cualidades a su propia manera animal, sino más bien porque se apartaba incluso de la norma salvaje del tigre. Era un bribón. Esa es la única forma en que puedo decirlo. El señor Indrasil no era sólo un tigre humano, sino también un tigre bribón.
La idea cristalizó en mi interior, turbadora y un tanto temible. Volví adentro, pero seguí sin poder dormir.
El calor continuó.
Por el día nos freíamos, por la noche dábamos vueltas, inquietos, sudorosos, insomnes. Todos teníamos la piel enrojecida por el sol, y había peleas por las cosas mas triviales. Todo el mundo estaba llegando al punto de explosión.
El señor Legere seguía con nosotros, observando en silencio, superficialmente impasible, pero yo percibía que en lo más profundo de su ser fluían corrientes de... ¿de qué? ¿De odio? ¿De miedo? ¿De venganza? No podía saber qué era, pero no me cabía ninguna duda de que aquel hombre era potencialmente peligroso, tal vez más de lo que lo era el señor Indrasil, si alguien encendía alguna vez su mecha particular.
Vestido siempre con su impecable traje marrón a pesar de las elevadas temperaturas, no se perdía ninguna función del circo. Permanecía en silencio junto a la jaula de Terror Verde, al parecer en profunda comunicación con el tigre, que siempre estaba sosegado cuando aquel hombre se hallaba cerca.
De Kansas fuimos a Oklahoma, y la temperatura no se suavizaba. Era raro que pasara un día sin que tuviéramos un caso de postración debido al calor. El público empezaba a reducirse. ¿Quién quería sentarse bajo una asfixiante carpa de lona cuando había un cine con aire acondicionado a la vuelta de la esquina?
Todos estabamos tan nerviosos como los gatos, por usar una frase especialmente apropiada a la situación. Y cuando plantamos las carpas en Wildwood Green, Oklahoma, creo que todos sabíamos que estabamos a punto de llegar a alguna clase de clímax. Y la mayoría sabíamos que tendría que ver con el señor Indrasil. Había sucedido algo extraño antes de nuestra primera función en Wildwood. El señor Indrasil estaba en la Jaula de los Gatos Endiablados, adiestrando a sus irascibles leones. Uno de ellos perdió el equilibrio en su pedestal, se tambaleó y casi lo recobró. Entonces, en aquel preciso momento, Terror Verde soltó un terrible rugido que amenazaba con rompernos los tímpanos.
El león cayó, aterrizó pesadamente y, de repente, se lanzó con la precisión de una bala contra el señor Indrasil. Éste, asustado, soltó una maldición y levantó su silla para protegerse de los zarpazos. Logró salir de la jaula en el mismo instante en que el león se estrellaba contra los barrotes.
Mientras el domador se recobraba y se preparaba para entrar de nuevo en la jaula, Terror Verde lanzó otro rugido..., pero éste se parecia monstruosamente a una inmensa y desdeñosa risotada.
El señor Indrasil miró a la bestia, pálido, y luego dio media vuelta y se alejó. No salió de su remolque en toda la tarde.
Aquella tarde se alargó interminablemente. Pero a medida que subía la temperatura, todos empezamos a mirar con esperanza hacia el oeste, donde se estaban formando enormes cúmulos de nubes.
A lo mejor llueve –le dije a Chips, deteniéndome junto a la plataforma desde la que vociferaba, ante la pista de exhibiciones secundarias.
Pero él no respondió a mi sonrisa esperanzada.
Eso no me gusta –replicó–. No hay viento y hace demasiado calor. Es señal de granizo o de tornados –su expresión se volvió más sombría –. Mira, Eddie, salir de un tornado llevando a remolque un montón de animales salvajes enloquecidos no es una excursión de placer. Más de una vez, al cruzar la región de los tornados, he agradecido a Dios que no lleváramos elefantes. Sí –añadió tristemente–, es mejor confiar en que las nubes se queden en el horizonte.
Pero las nubes no se quedaron en el horizonte, sino que avanzaron lentamente hacia nosotros, como ciclópeas columnas celestes de base purpúrea y un temible negro azulado en los cumulonimbos. Cesó todo movimiento del aire, y el calor cayó sobre nosotros como una mortaja de lana. De vez en cuando, la tormenta se aclaraba la garganta en la lejanía del oeste.
Hacia las cuatro, el señor Farnum en persona, maestro de ceremonias y medio propietario del circo, se presentó y nos dijo que se suspendería la función de la noche. Sólo teníamos que asegurar las instalaciones y buscar un agujero conveniente para refugiarnos en caso de que hubiera problemas. Se habían divisado trombas en varios lugares entre Wildwood y Oklahoma City, algunas a sesenta kilómetros de nosotros.
Cuando se hizo el anuncio, había muy poco público, y la gente paseaba apáticamente por la zona de exhibiciones secundarias, o curioseaba entre las jaulas de los animales. Pero el señor Legere no había estado presente en todo el día. La única persona junto a la jaula de Terror Verde era un sudoroso escolar con un montón de libros bajo el brazo. Cuando el señor Farnum anunció que el Servicio Meteorológico había advertido la proximidad de un tornado, el muchacho se escabulló rápidamente.
Yo y los otros dos peones pasamos el resto de la tarde deslomándonos, asegurando los cables de las carpas, cargando los animales en los remolques y asegurándonos de que todo estaba bien atado.
Al final solo quedaron las jaulas de los felinos, y para estas había una disposición especial. Cada jaula tenia un «pasadizo» especial de tela metálica que se plegaba como un acordeón y que, cuando se extendía del todo, conectaba con la Jaula de los Gatos Endiablados. Cuando era preciso mover las jaulas mas pequeñas, se podía reunir a los felinos en la jaula grande mientras se cargaban las otras. La jaula grande rodaba sobre un gigantesco juego de ruedas que podía girar en todas direcciones, y era posible moverla a mano, colocándola en una posición que permitiera a cada felino regresar a su jaula propia. Parece complicado, y lo era, desde luego, pero esa era la única forma en que se hacia.
Primero trasladamos a los leones y luego a Terciopelo Ebano, la dócil pantera negra que casi le había costado al circo los ingresos de toda una temporada. Era bastante difícil convencer a los animales para que se levantaran y caminaran por los pasadizos, pero todos preferíamos ese trabajo a pedirle ayuda al señor Indrasil.
Cuando llegó el momento de trasladar a Terror Verde había oscurecido..., un fantasmagórico y húmedo crepúsculo amarillento se cernía sobre nosotros. El cielo había adquirido un resplandor uniforme que nunca había visto hasta entonces, y no me gustaba lo mas mínimo.
Será mejor que nos demos prisa –dijo el señor Farnum, mientras hacíamos rodar trabajosamente la Jaula de los Gatos Endiablados para conectarla con la parte trasera de la jaula de exhibición de Terror Verde–. El barómetro esta bajando rápidamente –Meneó la cabeza, preocupado–. Esto tiene mala pinta, chicos, mala pinta.
Se escabulló a toda prisa, todavía meneando la cabeza.
Conectamos el pasadizo metálico en la jaula de Terror Verde y abrimos la parte trasera.
Hala, pasa –le dije alentadoramente.
Terror Verde me dirigió una mirada amenazante y no se movió.
Atronó de nuevo, con mas intensidad y mas cerca. El cielo se había vuelto icterico, el color mas feo que he visto jamás. Los demonios del viento empezaron a tirar bruscamente de nuestras ropas y arremolinar las envolturas de caramelos y los conos de algodón de azúcar que ensuciaban el suelo.
Vamos, vamos –le urgí, empujándole con las varillas de punta roma que nos daban para obligarles a moverse.
Terror Verde lanzó un horrible rugido y agitó una pata con cegadora velocidad. Me arrebató de las manos el palo de dura madera y lo astilló como si fuera una ramita tierna. Ahora el tigre se había levantado, y sus ojos tenían una expresión asesina.
Mirad –dije con voz temblorosa– , uno de vosotros tendrá que ir en busca del señor Indrasil. No podemos esperar aquí.
Como para subrayar mis palabras, estalló un trueno mas potente, que parecía el palmoteo de unas gigantescas manos cósmicas.
Kelly Nixon y Mike McGregor se apresuraron a hacerlo. Yo quedé excluido debido a mi anterior enfrentamiento con el señor Indrasil. Se lo jugaron a cara o cruz y le tocó a Kelly, el cual nos dirigió una silente mirada en la que leímos que preferiría enfrentarse a la tormenta, y fue en busca del domador.
Tardó casi diez minutos en volver. El viento estaba adquiriendo velocidad y el crepúsculo se fundía en la noche. Estaba asustado, y no temo admitirlo. Aquel extraño cielo, los terrenos desiertos del circo, los agudos y bruscos vórtices del viento..., todo eso conforma un recuerdo que permanecerá vívido en mi memoria para siempre.
Y Terror Verde no hacia el menor ademan de moverse por el pasadizo. Kelly Nixon volvió corriendo, con los ojos muy abiertos.
¡He llamado a su puerta durante casi cinco minutos! –jadeó– ¡No he podido levantarle!
Nos miramos sin saber qué hacer. Terror Verde era una fuerte inversión para el circo. No podíamos dejarlo a la intemperie. Perplejo, me volví en busca de Chips, el señor Farnum o cualquiera que pudiera decirme que hacer, pero todos se habían ido. Eramos responsables del tigre. Consideré la posibilidad de intentar cargar la jaula a pulso en el remolque, pero yo no iba a poner mis dedos en aquella jaula.
Bueno, no tenemos mas remedio que ir a buscarle... los tres. Vamos.
Y corrimos hacia el remolque del señor Indrasil, a través de la oscuridad que aumentaba a pasos agigantados.
Aporreamos su puerta hasta que debió pensar que todos los demonios del infierno iban a por él. Por fortuna, finalmente la puerta se abrió y apareció el señor Indrasil, tambaleándose y mirándonos, con ojos de loco abrillantados por el alcohol. Olía como una destilería.
Dejadme en paz –gruñó–, malditos seáis.
Señor Indrasil... – tuve que gritar para hacer oír mi voz sobre el estruendo del viento.
Aquella tormenta no se parecía a nada de lo que había oído o leído jamas. Era como el fin del mundo.
Tú –dijo entre sus dientes apretados. Alargó una mano y me cogió por la pechera de la camisa–. Voy a enseñarte una lección que nunca olvidarás –Lanzó una mirada furibunda a Kelly y Mike, agazapados en las sombras movedizas de la tormenta–.¡Marchaos!
Los dos echaron a correr, y no los culpé. Ya he dicho que el señor Indrasil... estaba loco. Y no era la suya una locura ordinaria... Era como un animal loco, como uno de sus propios felinos que se hubiera vuelto majareta.
De acuerdo –musitó, sus ojos como dos quinqués prendidos–, no hay ningun amuleto que te proteja ahora, ningún talismán. –Sus labios se contorsionaron en una sonrisa demencial, horrible–. Él no esta aquí ahora, ¿verdad? Somos de la misma clase, él y yo. Quizá los dos únicos que quedamos. Mi Dios de la venganza... y yo soy el suyo.
Desbarraba, y no trate de detenerle. Al menos no centraba su mente en mi.
Volvió aquel felino contra mi, allá por el año cincuenta y ocho. Siempre tuvo mas poder que yo. El muy estúpido pudo ganar un millón..., los dos pudimos ganarlo, si no hubiera sido tan altanero y poderoso... ¿Qué ha sido eso?
Era Terror Verde, que había empezado a rugir aterradoramente.
¿No has encerrado a ese maldito tigre? –gritó, casi con voz de falsete, y me sacudió como si fuera un muñeco de trapo.
¡No quiere moverse! –me oí replicar también a gritos–. Tiene usted que...
Pero él me dio un empujón. Tropecé con los escalones plegados bajo la puerta de su remolque y caí al suelo. Con algo entre un sollozo y una maldición, el señor Indrasil pasó por mi lado, el rostro lleno de ira y temor.
Me levanté y fui tras él como hipnotizado. Alguna intuición dentro de mi me decía que estaba a punto de presenciar la representación del último acto.
Fuera del refugio que proporcionaba el remolque del señor Indrasil, la fuerza del viento era tremenda. Rugía como un tren de carga a toda velocidad. Me sentía como una hormiga, una mota, una molécula desprotegida ante aquella atronadora fuerza cósmica.
Y el señor Legere estaba en pie junto a la jaula de Terror Verde.
Era como una escena de Dante. El espacio casi vacío de jaulas dentro del circulo formado por los remolques; los dos hombres enfrentados y silenciosos, con las ropas y el cabello agitados por el viento aullador; la hirviente bóveda del cielo; los ondulantes trigales al fondo, como almas condenadas dobladas por el látigo de Lucifer.
Ha llegado la hora, Jason –dijo el señor Legere, con una voz cortante que el viento llevó al otro lado del claro.
El cabello frenéticamente agitado del señor Indrasil se alzó alrededor de la lívida cicatriz que le cruzaba la nuca. Apretó los puños, pero no dijo nada. Yo casi podía percibir que hacia acopio de su voluntad, de su fuerza vital, de su verdadero inconsciente, se rodeaba con todo aquello como una corona profana.
Y entonces vi con horror que el señor Legere desenganchaba el pasadizo de Terror Verde... ¡Y el fondo de la jaula estaba abierto!
Grité, pero el viento ahogó mis palabras.
El gran tigre saltó Y pasó como una flecha por el lado del señor Legere. El señor Indrasil se tambaleó, pero no echó a correr. Bajó la cabeza Y miró fijamente al tigre.
Y Terror Verde se detuvo.
Volvió su enorme cabeza hacia el señor Legere, casi dio media vuelta y luego, lentamente, se enfrentó de nuevo al señor Indrasil. Había en el aire una sensación aterradoramente palpable de una fuerza dirigida, un revoltijo de voluntades en conflicto centradas alrededor del tigre. Y las voluntades eran parejas.
Creo que al final fue la propia voluntad de Terror Verde –su odio al señor Indrasil– lo que inclinó la balanza.
El felino empezó a avanzar, sus ojos como ardientes faros infemales. Y algo extraño comenzó a sucederle al señor Indrasil. Parecía plegarse sobre sí mismo, encogerse como un acordeón. La camisa de seda se deformó, el cabello negro y ondulante se transformó en un asqueroso bongo alrededor de su cuello.
El señor Legere gritó algo y, simultáneamente, Terror Verde saltó.
No vi lo que siguió. Un instante después, una fuerza tremenda me derribó y caí al suelo de espaldas. Tuve la sensación de que extraían todo el aire de mi cuerpo. Desde un ángulo absurdamente inclinado tuve un atisbo de una inmensa tromba ciclónica, y entonces descendió la oscuridad .

Cuando desperté me vi en mi camastro, detrás de los arcones para guardar el grano en el remolque que servía como almacén general. Me sentía como si me hubiera aporreado el cuerpo con mazas de gimnasia acolchadas.
Apareció Chips Baily, con el rostro cejijunto y pálido. Vio que tenia los ojos abiertos y sonrió aliviado.
No sabía si ibas a despertar alguna vez. ¿Cómo estás?
Dislocado –le dije–.
¿Que ocurrió?
¿Cómo llegue aquí?
Te encontramos al lado del remolque del señor Indrasil. El tornado casi se te llevó de recuerdo, muchacho.
Al oír el nombre del señor Indrasil, fluyeron mis espantosos recuerdos.
¿Dónde esta el señor Indrasil? ¿Y el señor Legere?
Su mirada se volvió sombría y empezó a responder con evasivas.
Habla sin tapujos –le dije, irguiéndome penosamente sobre un codo–. Tengo que saberlo, Chips. Necesito saberlo.
Algo en mi rostro debió decidirle.
De acuerdo, pero esto no es exactamente lo que les dijimos a los policías... De hecho, apenas les contamos nada. Seria estúpido hacer creer que estamos locos. En cualquier caso, Indrasil se ha ido. Ni siquiera sabia que ese Legere estaba por aquí.
¿Y Terror Verde?
La mirada de Chips volvió a oscurecerse.
Él y otro tigre lucharon a muerte.
¿Otro tigre? No hay otro...
Si, pero encontraron a dos, tendidos en la sangre de ambos. Ha sido un endiablado estropicio. Se desgarraron la garganta mutuamente.
¿Qué..., dónde... ?
¿Quién sabe? Les dijimos a los policías que teníamos dos tigres. Así es más sencillo todo.
Y antes de que pudiera decir otra palabra, Chips me dejó.
Así termina mi relato..., aunque he de añadir un par de cosas. Recordé las palabras que gritó el señor Legere antes de que llegara el tornado.
«¡Cuando un hombre y un animal viven en la misma concha, Indrasil, los instintos determinan el molde!»
La otra cosa es lo que me mantiene despierto por las noches. Más tarde Chips me lo dijo, sin darle mayor importancia. Lo que me dijo fue que el extraño tigre tenia una larga cicatriz en la nuca.

Publicada en "The best horror stories from the Magazine of Fantasy and Science Fiction", 1978, y más adelante en "More Tales of Unknown Horror", 1979, "The Year's Best Horror Stories", 1979, y "Chamber of Horrors", 1984
Publicado en español en: Editorial Martínez Roca. "Lo mejor del terror contemporáneo. Horror 5", 1993
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