sábado, 8 de septiembre de 2018

Roberto C. Suárez - La sangre nueva


La sangre nueva.

Dejando pasar el tiempo a la espera de una vuelta temporaria e inolvidable, impregnando las piedras escondidas de granito, bajo la tierra que luego se cubriría con asfalto y tuberías, se encontraba el mal.
No muy lejos de allí, en una batalla perdida, podía aún divisarse la pampa, en una búsqueda baladí para recuperar antiguos y milenarios dominios, donde aquellos hombres antiguos habían adorado y alimentado a otros dioses.
Con los nuevos tiempos, el invierno dimitía y con el arribo de la primavera se renovarían los sueños de los recién llegados de caras extrañas, de los mismos que habían bajado de los barcos y venían del viejo continente buscando nuevas esperanzas.

Capítulo I

El viento acarició suavemente la lata oxidada que alguna vez tuvo arvejas. Aquella mañana de domingo, el ruido de la lata repicando contra el cordón de la calle Urquiza al 2000, fue lo único que se escuchó.
Entre la tierra removida y húmeda en un baldío, en el más despreciable de los silencios, yacía el cuerpo de un niño perdido que su madre jamás encontraría, porque sin que Abel Rossino hubiera tenido conciencia de lo que había sido la vida, la muerte lo había encontrado primero.  
Quiso el destino que él desdichado niño caminara lentamente por aquel pasillo del conventillo, mientras su madre lavaba para afuera junto con su hermana. Que sus pasos de niño fueran rápidos, silenciosos y decididos, y que encontrara abierta la puerta “de par en par” de la entrada del zaguán, como si la propia parca lo hubiera invitado a proseguir su corta travesía, como un hada diabólica de un cuento de terror que irremediablemente estaría destinado a terminar mal.
Quizás fueron las ansias de aventura infantil o el deseo de probar el aire fresco de ese otoño que dimitía, lo que empujó a Abel Rossino fuera de la seguridad que sólo los brazos musculosos de una madre de principios de siglo veinte, hubieran podido proporcionarle, o tal vez los de su bella hermana algunos años mayor que él, que sin saber leer y escribir aún, conocía ya las arduas jornadas de trabajo que la acompañarían durante toda su vida.   
Tampoco ninguna de las rudas mujeres extranjeras que entraban y salían de la casa de alquiler, había notado la presencia del niño que huía zigzagueante ganando la calle.
Ni siquiera el policía que hacía sus rondas vespertinas había notado que un niño caminaba solo por la vereda.
En aquella aldea ruidosa llamada Buenos Aires, en el barrio de Parque Patricios, en sus últimas horas Abel Rossino fue invisible para todos; para todos, menos para uno.

Capítulo II

La niñez del pobre Cayetano fue un deambular libre por las calles, lejos de los golpes de su padre y lejos del odio de su hermano.
Los terrenos baldíos y conventillos del barrio de Parque Patricios habían sido el escenario de sus correrías infantiles, su único mundo conocido en donde él lograba su mejor camuflaje, el que mejor le sentaba, como un yaguar escondido en la maleza. Dónde él podía experimentar aquello llamado felicidad.
Sólo las palomas aún vivas y sin extremidades bajo su cama, las mismas que lo miraban con un terror inconcebible, apaciguaban el dolor de los golpes que ese malvado calabrés le propinaba en la cabeza.

Oscuros pensamientos acechaban su mente, ruidos de gritos y lenguas extrañas y antiguas martillaban su débil cerebro, sumando más pesar a su existencia.
Cayetano no solo no sabía mucho de nada, sino que no sabía nada de nada, pero entendía en un lenguaje que le resultaba descifrable, qué ciertos demonios y hombres desconocidos y de apariencia cobriza y morena, lo visitaban por las noches en sus más horribles pesadillas, y que le susurraban palabras ininteligibles pero que él sabía que aludían a la sangre y al yaguar.

Para Cayetano el mundo era un lugar salvaje y por sobre todas las cosas cruel, tenía el convencimiento que el dolor alimentaba a un ser hambriento y desdichado como él.
Un ser eterno que regía los destinos de los mortales.

El mal encapsulado y adormecido entre las rocas de granito ocultas bajo la superficie de esa pampa profanada, pronto saciaría su sed con la sangre nueva y el primer sacrificio le sería revelado.
Supo por intuición que la primera de sus víctimas, caminaría a su encuentro sin saberlo y que esta sería un niño pequeño.

Capítulo III

El niño salió a la vereda. Nunca había estado tan sólo.
Caminó torpe y rápidamente como buscando la calle y un final prematuro entre las herraduras de un caballo al galope, pero Cayetano Santos Godino logró tomarlo del brazo derecho primero.
El niño sólo atinó a mirarlo sorprendido, mientras las suaves palmas de las manos de ambos, se fundieron por unos instantes que parecieron infinitos.
Luego caminaron tomados de la mano algunas cuadras, a un paso lento, como lenta pero dolorosamente se apagaría la vida del niño.
Si bien nadie jamás encontraría el pequeño cuerpo y la materia finalmente se descompondría, el recuerdo de la víctima pervive aún en estas líneas.

Epílogo

Para terminar, resta decir que con la sangre de un inocente, un asesino alimentó una vez más a un ser eterno que es el mal mismo. Un ser que se alimenta del miedo, del dolor y de la sangre.
Pero tiempo después, un 14 de noviembre de 1944, en la isla del fin del mundo, en los sueños del asesino, se apareció un ser bestial reclamando el pago de una deuda: no era la sangre nueva lo que quería el demonio... ahora reclamaba al yaguar.

                                                                                                                            Roberto C. Suárez

martes, 4 de septiembre de 2018

Philip K. Dick - Un paraíso extraño


El capitán Johnson fue el primer hombre en salir de la nave. Estudió las grandes selvas onduladas, kilómetros y kilómetros de un verde que hería los ojos. El cielo era de un azul muy puro. 
Más allá de los árboles se veía el límite de un océano, del mismo color que el cielo, a no ser por la burbujeante superficie de las algas marinas, increíblemente brillantes, que oscurecían el azul hasta proporcionarle un tono púrpura. Sólo un metro separaba el tablero de control de la escotilla automática, y desde allí bastaba con bajar la rampa hasta pisar la blanda tierra negra, removida por el chorro de los motores y esparcida por todas partes, todavía humeante. Se protegió los ojos del sol dorado y, al cabo de un momento, se quitó las gafas y las limpió con la manga. Era un hombre de corta estatura, delgado y de tez cetrina. 
Parpadeó nerviosamente y volvió a ponerse las gafas. Aspiró una profunda bocanada del aire caliente, lo retuvo en sus pulmones, dejó que se expandiera por todo su sistema, y luego lo expulsó a regañadientes. 
—No está mal —comentó Brent desde la escotilla abierta. 
—Si este lugar estuviera más próximo a Terra, habría latas de cerveza vacías y platos de plástico por todas partes. Los árboles habrían desaparecido. Habría motores a reacción viejos tirados en el agua. Las playas despedirían un hedor de mil demonios. Construcciones Terranas habría instalado ya un par de millones de pequeñas casas de plástico. Brent manifestó su indiferencia con un gruñido. Saltó al suelo. Era un hombre ancho de pecho, fornido, de brazos morenos y peludos. 
—¿Qué es aquello? ¿Una especie de senda? El capitán Johnson sacó un plano estelar y lo examinó. 
—Ninguna nave ha informado sobre la existencia de esta zona antes que nosotros. Según este plano, todo el sistema está deshabitado. Brent lanzó una carcajada.
—¿No se le ha ocurrido que podría existir aquí una civilización no terrana? El capitán Johnson acarició su pistola. Nunca la había utilizado. Era la primera vez que le encomendaban una misión de exploración fuera de la zona patrullada de la galaxia. —Tal vez debiéramos marcharnos. De hecho, no tenemos mapa de este planeta. Ya hemos trazado los mapas de los tres planetas mayores, y éste no hace falta. Brent se acercó a la senda. Se agachó y palpó la hierba arrancada. —Algo ha pasado por aquí. Hay marcas impresas en la tierra. —Lanzó una exclamación de asombro—. ¡Pisadas! —¿Gente? —Parece una especie de animal. Grande... Tal vez un felino. —Brent se irguió con expresión pensativa—. Tal vez podríamos ir de caza, aunque sólo fuera por deporte. El capitán Johnson agitó las manos, nervioso. —Ignoramos cómo son estos animales. Juguemos sobre seguro y quedémonos en la nave. Realizaremos la exploración desde el aire; el proceso habitual será suficiente para un lugar como éste. No tengo ganas de continuar aquí. 
—Se estremeció—. Me pone la piel de gallina.
—¿La piel de gallina? Brent bostezó, se estiró y se internó en la senda, hacia la extensión ondulante de selva verde. 
—A mí me gusta. Un parque nacional de buen tamaño, incluida fauna salvaje. Usted quédese en la nave. Yo voy a divertirme un poco. Brent avanzaba con cautela por el oscuro bosque, la mano apoyada sobre su pistola. Era un superviviente de los viejos tiempos. En su buena época había visitado muchos lugares remotos, los suficientes para saber lo que estaba haciendo. Se detenía de vez en cuando, examinaba la senda y palpaba el suelo. Las huellas continuaban y se añadían otras. Todo un grupo de animales había recorrido este camino, varias especies, todas de gran tamaño. Debían acudir en busca de agua. Un río o laguna. Trepó a una elevación..., y se agachó de repente. Algo más adelante, un animal estaba enroscado sobre una roca plana, con los ojos cerrados, dormido. Brent describió un amplio círculo, siempre de cara al animal. Era un felino, desde luego, pero de una clase que no había visto nunca. Parecía un león, pero más grande. Tan grande como un rinoceronte terrano. Larga melena, grandes patas almohadilladas, una cola semejante a una soga retorcida. Algunas moscas deambulaban sobre sus flancos; los músculos se tensaron y las moscas salieron volando. Tenía la boca entreabierta. Vio los blancos colmillos que brillaban al sol. Una lengua rosada enorme. Respiraba lenta y pesadamente, y roncaba. Brent jugueteó con su pistola. Como buen deportista, no podía matarlo mientras dormía. Tendría que tirarle una piedra para despertarlo. Como un hombre enfrentado a una fiera que le doblaba en peso, estuvo tentado de perforarle el corazón y transportar los restos a la nave. La cabeza quedaría fenomenal; todo el maldito pellejo quedaría fenomenal. Inventaría una historia adecuada: el animal había caído sobre él desde una rama, o tal vez había surgido como una exhalación de la espesura, rugiendo de manera espeluznante. Se arrodilló, apoyó el codo derecho sobre la rodilla derecha, aferró la culata de la pistola con la mano izquierda, cerró un ojo y apuntó con cuidado. Respiró hondo, estabilizó el arma y soltó el seguro. Cuando estaba a punto de apretar el gatillo, otros dos grandes felinos pasaron a su lado, olfatearon un momento a su dormido compañero y se internaron en la espesura. Brent bajó la pistola con la sensación de haber hecho el ridículo. Los dos animales no le habían prestado la menor atención. Uno le había dedicado un breve vistazo, pero ninguno se detuvo o mostró extrañeza. Se puso en pie, vacilante, la frente cubierta de un sudor frío. Dios santo, si hubieran querido le habrían hecho trizas. Les daba la espalda... Tenía que ser más precavido. No debía quedarse quieto, sino continuar avanzando o regresar a la nave. No, no quería regresar a la nave. Aún necesitaba dar una lección al mediocre de Johnson. El pequeño capitán, probablemente, estaría sentado ante los controles, nervioso, preguntándose qué le habría pasado. Brent se abrió paso con cautela entre los arbustos, dejó atrás al felino dormido y volvió a entrar en la senda. Exploraría un poco más, encontraría algo que valiera la pena llevarse, tal vez acamparía para pasar la noche en algún lugar protegido. Tenía un paquete de raciones y, en caso de emergencia, podía llamar a Johnson con su transmisor de garganta. Desembocó en una pradera llana. Crecían flores por todas partes, amarillas, rojas y violeta. Caminó a buen paso entre ellas. El planeta era virgen, en estado todavía primitivo. Ningún humano lo había hollado. Como Johnson había afirmado, dentro de un tiempo estaría sembrado de platos de plástico, latas de cerveza y desperdicios podridos. Quizá pudiera obtener el derecho de explotación. Fundar una empresa y reclamar la entera posesión. Después, lo parcelaría poco a poco, sólo para gente exquisita. Con la promesa que no habría comercios, sólo las casas más exclusivas. Un paraíso para terranos acaudalados que tuvieran mucho tiempo libre. Pescar y cazar; toda la caza mayor que les viniera en gana. Y mansa, desconocedora de los humanos. Su plan le satisfizo. Mientras salía del prado y se internaba entre los árboles, pensó en cómo conseguir la inversión inicial. Quizá debería asociarse con otras personas, gente de dinero. Necesitarían promoción y publicidad, poner toda la carne en el asador. Los planetas vírgenes escaseaban; hasta podía ser el último. Si fracasaba, tal vez pasaría mucho tiempo antes que tuviera otra oportunidad de... Sus pensamientos se interrumpieron. Todo su plan se vino abajo. Experimentó una cruel decepción y se detuvo bruscamente. La senda se ensanchaba más adelante. Los árboles estaban más distanciados. La luz del sol penetraba en la silenciosa oscuridad de los helechos, matorrales y flores. Un edificio se erguía sobre una pequeña elevación. Una casa de piedra con escalinata, porche, sólidas paredes blancas como mármol. Un jardín crecía a su alrededor. Ventanas. Un camino particular. Edificios más pequeños en la parte de atrás. Todo muy pulcro, bonito..., y de aspecto muy moderno. Una pequeña fuente esparcía agua azul. Algunas aves deambulaban por los senderos de gravilla. El planeta estaba habitado. Brent se aproximó con cautela. Un hilo de humo azul surgía de la chimenea de piedra. Detrás de la casa había gallineros, algo parecido a una vaca que dormitaba en la sombra, cerca de su abrevadero. Otros animales, algunos semejantes a perros, un grupo compuesto, en apariencia, de ovejas. Una granja normal, aunque no se parecía a ninguna granja que hubiera visto. Los edificios parecían de mármol, o al menos ése era su aspecto. Y una especie de campo de fuerza impedía que los animales se escaparan. La limpieza era total. En un rincón, un tubo de evacuación absorbía las aguas y las introducía en un depósito a medias enterrado. Llegó a la escalinata que conducía al porche y, tras una breve vacilación, empezó a subir. No estaba especialmente asustado. Calma y serenidad reinaban en aquel lugar. Era difícil imaginar que acechara algún peligro. Llegó a la puerta, titubeó y buscó el pomo. No había pomo. Nada más tocarla, la puerta se abrió. Brent entró, desconcertado. Se encontró en un lujoso pasillo. Cuando sus botas pisaron las tupidas alfombras, se encendieron unas luces indirectas. Largos cortinajes ocultaban las ventanas. Muebles enormes. Miró en una habitación: máquinas y objetos extraños, cuadros en las paredes, estatuas en los rincones. Dobló una esquina y desembocó en un amplio vestíbulo. Ni rostro de presencia humana. Un animal enorme, del tamaño de un pony, salió por una puerta, le olfateó con curiosidad, lamió su muñeca y se alejó. Le vio marchar, con el corazón en un puño. Manso. Todos los animales eran mansos. ¿Qué clase de seres habían construido ese lugar? El pánico se apoderó de él. Tal vez se trataba de otra raza, procedente de otra galaxia. Tal vez el planeta era la frontera de un imperio extraterrestre, una especie de posición avanzada. Mientras pensaba en todo esto y se preguntaba si debía salir, correr de vuelta a la nave e informar a la estación Orión IX, oyó un crujido a su espalda. Se volvió de inmediato, la mano presta a sacar la pistola. —¿Quién...? —jadeó. Y se quedó petrificado. Vio a una muchacha ante él, una muchacha de rostro sereno, grandes ojos oscuros, larga cabellera negra. Era casi tan alta como él, algo menos de un metro ochenta. Cascadas de cabello negro se derramaban sobre sus hombros y colgaban hasta la cintura. Vestía una túnica de un extraño material metálico. Incontables facetas brillaban, centelleaban y reflejaban las luces del techo. Sus labios eran rojos y sensuales. Tenía los brazos cruzados bajo los pechos, que se movían al compás de la respiración. A su lado estaba el animal parecido a un pony que le había olfateado antes. 
—Bienvenido, señor Brent —dijo la muchacha, sonriente. Brent distinguió sus diminutos dientes blancos. Su voz era suave y melodiosa, de una pureza notable. Dio media vuelta de repente. La túnica revoloteó a su espalda cuando atravesó la puerta y entró en otra habitación. —Acompáñeme. Le estaba esperando. Brent obedeció con cautela. Había un hombre al final de una larga mesa, que le observaba con evidente desagrado. Era enorme, más de metro ochenta, de hombros y brazos robustos que se tensaron cuando se abotonó la capa y caminó hacia la puerta. La mesa estaba cubierta de platos y cuencos. Criados robot se llevaron las cosas en silencio. Era obvio que la muchacha y el hombre habían terminado de comer. —Éste es mi hermano —dijo la chica, indicando al gigante de rostro sombrío. Dedicó un cabeceo a Brent, intercambió unas pocas palabras con la muchacha en un idioma desconocido y líquido, y se marchó sin más. Sus pasos se alejaron por el pasillo. —Lo siento —murmuró Brent—. No era mi intención interrumpirles. —No se preocupe. Ya se iba. De hecho, no nos llevamos muy bien. —La muchacha apartó las cortinas y dejó al descubierto una amplia ventana que daba al bosque—. Su nave está estacionada ahí fuera. ¿La ve? Brent tardó un momento en localizar la nave. Se fundía con el paisaje a la perfección. Sólo cuando se elevó de repente en un ángulo de noventa grados, comprendió que había estado allí todo el rato. Había pasado a escasos metros del vehículo. 
—Es una gran persona —dijo la muchacha, y volvió a correr la cortina—. ¿Tiene hambre? Siéntese y coma conmigo. Ahora que Aeetes se ha ido, estoy sola por completo. Brent se sentó, cauteloso. La comida tenía buen aspecto. Los platos eran de un metal semitransparente. Un robot dispuso ante él platos, cuchillos, tenedores, cucharas, y esperó las órdenes. La muchacha habló en su extraño idioma líquido. El robot sirvió a Brent y se retiró. La muchacha y él se quedaron a solas. Brent comió con avidez; la comida era deliciosa. Rompió las alas de algo parecido a un pollo y las devoró con pericia. Bebió un vaso de vino tinto, se secó la boca con la manga y atacó un cuenco de frutas. Verduras, carnes condimentadas, mariscos, pan caliente, lo engulló todo con placer. La muchacha apenas comió. Le miraba con curiosidad, hasta que terminó por fin y apartó los platos vacíos. 
—¿Dónde está su capitán? 
—preguntó la joven—. ¿No ha venido?
—¿Johnson? Se quedó en la nave. 
—Brent eructó ruidosamente— ¿Cómo es que habla terrano? No es su idioma natal. ¿Cómo ha sabido que no he llegado solo? La joven lanzó una melodiosa carcajada. Se secó sus bonitas manos con una servilleta y bebió de una copa de color rojo oscuro. 
—Les observamos por la pantalla. Despertaron nuestra curiosidad. Es la primera vez que una de sus naves llega tan lejos. Sus intenciones nos intrigaban. 
—No habrá aprendido terrano observando nuestra nave por una pantalla. 
—No. Gente de su raza me enseñó el idioma. Hace mucho tiempo. Hablo su idioma desde hace tanto tiempo que ya no recuerdo cuándo lo aprendí. Brent se quedó estupefacto. 
—Pero ha dicho que nuestra nave ha sido la primera en llegar al planeta. La muchacha volvió a reír. 
—Es verdad, pero hemos visitado a menudo su pequeño mundo. Sabemos todo sobre él. Cuando viajamos en esa dirección es un punto de parada fijo. He estado muchas veces, aunque no últimamente, sino en los viejos tiempos, cuando viajaba más. Un escalofrío recorrió a Brent. 
—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen? 
—Ignoro cuál es nuestro planeta madre. Ahora, nuestra civilización se ha esparcido por todo el Universo. Es probable que se iniciara en un sólo lugar, en épocas legendarias, pero ahora está por todas partes. 
—¿Por qué no nos hemos encontrado antes con ustedes? La joven sonrió y siguió comiendo. 
—¿No me ha oído? Se han encontrado con nosotros. A menudo. Incluso hemos traído terranos aquí. Recuerdo una ocasión muy concreta, hace unos cuantos miles de años... 
—¿Qué duración tienen sus años?
—No tenemos años. 
—Los oscuros ojos de la muchacha se clavaron en él, brillantes de ironía—. Quería decir años terranos. Brent tardó un minuto en asimilar el golpe. 
—Mil años —murmuró—. ¿Ha vivido mil años? 
—Once mil —respondió la joven con naturalidad. Movió la cabeza y un robot quitó los platos. Se reclinó en la silla, bostezó, se estiró como un gato y se puso en pie bruscamente—. Venga. La comida ha terminado. Le enseñaré mi casa. Brent corrió tras ella. Su confianza se tambaleaba. 
—Es usted inmortal, ¿verdad? —Se interpuso entre ella y la puerta, la respiración alterada, el rostro congestionado—. No envejece. 
—¿Envejecer? No, claro que no. Brent consiguió farfullar algo más. 
—Son dioses. La muchacha sonrió y sus ojos oscuros centellearon. —En realidad no. Ustedes poseen casi lo mismo que nosotros; casi tantos conocimientos, ciencia, cultura. Algún día se pondrán a nuestra altura. Somos una raza vieja. Hace millones de años, nuestros científicos lograron detener el proceso de decadencia. Desde entonces, ya no morimos. 
—Por lo tanto, su raza permanece constante. Nadie muere, nadie nace. La muchacha abrió la puerta y salió al pasillo. 
—Oh, no paran de nacer niños. Nuestra raza crece y se expande. —Se detuvo ante una puerta—. No hemos renunciado a ningún placer. —Examinó a Brent, sus hombros, brazos, pelo oscuro, cara rotunda, con aire pensativo—. Somos casi como ustedes, excepto que nosotros somos eternos. Supongo que algún día también resolverán este problema.
—¿Han vivido entre nosotros? —preguntó Brent. Empezaba a comprender—. Entonces, todos aquellos mitos y religiones antiguos eran ciertos. Dioses. Milagros. Se pusieron en contacto con nosotros, nos dieron cosas. Hicieron cosas por nosotros. La siguió al interior de la habitación, maravillado. 
—Sí, supongo que hemos hecho algo por ustedes, cuando íbamos de paso. La muchacha paseó por la habitación y bajó los enormes cortinajes. Una suave oscuridad cayó sobre los sofás, libreros y estatuas. 
—¿Juega al ajedrez? —¿Ajedrez? —Es nuestro deporte nacional. Se lo enseñamos a uno de sus antepasados brahmanes. —El desencanto se dibujó en su menudo rostro—. ¿No juega? Qué pena. ¿Qué hace? ¿Y su compañero? Daba la impresión de poseer una capacidad intelectual mayor que la de usted. ¿Juega al ajedrez? Tal vez debiera ir a buscarle. 
—Yo no opino lo mismo —contestó Brent, y se acercó a ella—. Por lo que yo sé, no hace nada de nada. La tomó por el brazo. La muchacha se soltó, atónita. Brent la rodeó con sus grandes brazos y la apretó contra su cuerpo. —Creo que no nos va a hacer la menor falta. La besó en la boca. Sus rojos labios eran cálidos y suaves. La joven se debatió con violencia. Brent notó los movimientos de su esbelto cuerpo, que se frotaba contra el suyo. Una nube de fragancia surgía de su cabello oscuro. Ella le arañó con sus uñas afiladas. Sus pechos se agitaron con el esfuerzo. Se liberó y retrocedió, los ojos brillantes, la respiración entrecortada, el cuerpo en tensión, y apretó la túnica luminosa contra el cuerpo. —Podría matarte —susurró. Tocó su cinturón enjoyado—. No lo entiendes, ¿verdad? Brent avanzó. —Es probable que puedas, pero apuesto a que no lo harás. La joven dio un paso atrás. —No seas idiota. —Una fugaz sonrisa pasó por sus labios rojos—. Eres valiente, pero no muy inteligente. En un hombre, de todas formas, no es una mala combinación. Estúpido y valiente. —Esquivó su mano con agilidad y se puso fuera de su alcance—. Estás en buena forma física. ¿Cómo lo consigues a bordo de esa pequeña nave? —Cursos de preparación física trimestrales —respondió Brent. Se interpuso entre ella y la puerta—. Debes aburrirte mucho aquí, tan sola. Después de los primeros miles de años debe ser angustioso. —Siempre se me ocurre algo que hacer. No te acerques más. Aunque admiro tu atrevimiento, te advierto que... Brent la atrapó. La joven se revolvió como una fiera. Brent aprisionó sus manos detrás de la espalda, arqueó su cuerpo y besó sus labios entreabiertos. Ella respondió con un mordisco de sus diminutos dientes blancos. Brent gruñó y apartó la cara. La muchacha, sin dejar de luchar, rió, con un brillo burlón en sus ojos. Su respiración se aceleró. Tenía las mejillas coloradas, sus pechos casi al descubierto temblaban y su cuerpo se retorcía como un animal atrapado. Brent rodeó su cintura y la aprisionó entre sus brazos. Una ola de fuerza le golpeó. Soltó a la muchacha, que recobró el equilibrio con facilidad y retrocedió con gráciles movimientos. Brent estaba doblado por la mitad, pálido de dolor. Un sudor frío cubría su cuello y manos. Se desplomó en un sofá y cerró los ojos. Tenía los músculos agarrotados y el cuerpo transido de dolor. —Lo siento —dijo la chica. Paseó por la habitación sin hacerle caso—. Ha sido por tu culpa; ya te dije que fueras con cuidado. Será mejor que te largues y vuelvas a tu nave. No quiero que te pase nada. Matar terranos es contrario a nuestros principios. —¿Qué..., qué ha sido eso? —Poca cosa. Una forma de repulsión, imagino. Este cinturón fue construido en uno de nuestros planetas industriales. Me protege, pero no tengo ni idea de cómo funciona. Brent consiguió levantarse. —Eres muy dura para ser tan joven. —¿Joven? Soy muy vieja para ser una joven. Ya era vieja antes que tú nacieras. Ya era vieja antes que tu raza fabricara cohetes espaciales. Ya era vieja antes que supieran fabricar ropa y escribir sus pensamientos con símbolos. He visto a tu raza avanzar, caer en la barbarie y avanzar otra vez. Infinitas naciones e imperios. Ya vivía cuando los egipcios empezaron a esparcirse por Asia Menor. Vi a los constructores de ciudades del valle del Tigris levantar sus casas de ladrillo. Vi los carros de guerra asirios dirigirse hacia la batalla. Mis amigos y yo visitamos Roma, Grecia, Minos, Lidia y los grandes reinos de los pieles rojas. Éramos dioses para los antiguos, santos para los cristianos. Vamos y venimos. A medida que tu raza avanza, nuestras visitas son menos frecuentes. Tenemos otras estaciones de tránsito; el de ustedes no es nuestro único punto de parada. Brent permaneció en silencio. Su cara empezaba a recobrar el color. La chica se había dejado caer en uno de los mullidos sofás; se había recostado contra una almohada y le miraba con serenidad, un brazo caído a un lado y el otro descansando sobre el regazo. Tenía sus largas piernas dobladas bajo el cuerpo, con los diminutos pies apretados. Parecía una gata satisfecha, reposando después de cazar. A Brent le costaba creer lo que había oído, pero su cuerpo le dolía. Había recibido una ínfima descarga de energía y casi le había matado. Debía pensar en aquello. —¿Y bien? —preguntó la joven—. ¿Qué vas a hacer? Se está haciendo tarde. Creo que deberías regresar a tu nave. El capitán se estará preguntando qué te ha pasado. Brent se acercó a la ventana y apartó los pesados cortinajes. El sol se había puesto. La oscuridad se había adueñado de los bosques. Las estrellas ya empezaban a salir, diminutos puntos blancos que se destacaban contra el fondo violeta. A lo lejos se dibujaba la silueta de unas colinas, negras y ominosas. —En caso de emergencia puedo comunicarme con él. —Brent señaló su cuello—. Puedo decirle que estoy bien. —¿Lo estás? No deberías estar aquí. ¿Crees que sabes lo que estas haciendo? Crees que me puedes manejar. —Se incorporó un poco y apartó el cabello negro de los hombros—. Veo lo que pasa por tu mente. Soy muy parecida a una chica con la que tuviste un lío, una morena a la que tratabas como te daba la gana, y luego te jactabas de ello ante tus compañeros. Brent enrojeció. —Eras telépata. Tendrías que habérmelo dicho. 
—Sólo en parte. Justo lo necesario. Tírame tus cigarrillos. Aquí no tenemos esas cosas. Brent rebuscó en el bolsillo, sacó el paquete y se lo tiró. Ella encendió uno y lo inhaló con aire satisfecho. Una nube de humo gris la envolvió y se mezcló con las sombras de la habitación. Los rincones se fundieron con la penumbra. La joven se convirtió en una forma vaga, encogida en el sofá, el cigarrillo encendido entre sus labios rojos. —No tengo miedo —dijo Brent. —No, no eres un cobarde. Si fueras tan inteligente como valiente... Pero entonces no serías valiente. Admiro tu valentía, a pesar de la estupidez que indica. El hombre tiene mucho valor. Aunque está basado en la ignorancia, no deja de ser impresionante. —Hizo una pausa—. Ven a sentarte a mi lado. —¿Por qué debo estar preocupado? —preguntó Brent al cabo de un rato—. Si no conectas ese maldito cinturón, no me pasará nada. La muchacha se removió en la oscuridad. —Hay algo más. —Se incorporó un poco, ordenó su cabello, colocó una almohada debajo de su cabeza—. Somos de razas completamente diferentes. Mi raza lleva un adelanto de millones de años a la tuya. El contacto con nosotros, el contacto íntimo, es mortífero. No para nosotros, por supuesto, sino para ustedes. No puedes estar conmigo y seguir siendo humano. —¿Qué quieres decir? —Experimentarás cambios. Cambios evolutivos. Ejercemos cierta influencia. Estamos cargados por completo. Un contacto íntimo con nosotros influirá en las células de tu cuerpo. Esos animales que has visto han evolucionado un poco; ya no son fieras salvajes. Son capaces de comprender órdenes sencillas y seguir rutinas básicas. Sin embargo, carecen de lenguaje. Es un proceso muy largo en animales de ese tipo, y mi contacto con ellos no ha sido muy íntimo, pero tú... —Entiendo. —No debemos permitir que los humanos se nos acerquen. Aeetes se ha marchado. Yo soy demasiado perezosa para irme... Me da igual. No soy madura ni responsable. —Sonrió levemente—. Y mi estilo de contacto íntimo es un poco más íntimo que el de la mayoría. Brent apenas podía distinguir su forma esbelta en la oscuridad. Estaba recostada sobre las almohadas, los labios entreabiertos, los brazos cruzados sobre los pechos, la cabeza echada hacia atrás. Era adorable. La mujer más hermosa que había visto. Al cabo de un momento se inclinó hacia ella. Esta vez, la joven no se apartó. La besó con dulzura. Después, rodeó entre sus brazos aquel cuerpo esbelto y lo apretó contra sí. La túnica crujió. Su cabello suave, cálido y aromático, le rozó. —Vale la pena —susurró Brent. —¿Estás seguro? No podrás volverte atrás. ¿Lo entiendes? No volverás a ser humano. Habrás evolucionado, de acuerdo con los parámetros que tu raza seguirá dentro de millones de años. Serás un paria, un precursor del porvenir. Sin compañeros. —Me quedaré. Acarició su mejilla, su cabello, su cuello. Sintió el latido de la sangre bajo la piel aterciopelada, un veloz latido en el hueco de su garganta. Respiraba con rapidez; sus pechos subían y bajaban, se apretaban contra él. —Si me dejas —añadió. —Sí —murmuró ella—.Te dejaré, si eso es lo que en verdad deseas, pero no me eches la culpa. —Una sonrisa triste y traviesa a la vez pasó por sus afiladas facciones. Sus ojos centellearon—. Promete que no me echarás la culpa. Ya ha sucedido otras veces... Detesto que la gente me haga reproches. Siempre digo nunca más. Sin importar lo que ocurra. —¿Ha sucedido otras veces? La muchacha lanzó una suave carcajada. Le besó apasionadamente y le abrazó. —En once mil años —susurró—, ha sucedido muy a menudo. 
El capitán Johnson pasó muy mala noche. Trató de localizar a Brent con el comunicador de emergencia, pero no obtuvo respuesta, tan sólo una débil estática y el eco lejano de un programa televisado de Orión X. Música de jazz y anuncios empalagosos. Los sonidos de la civilización le recordaron que debía proseguir su misión. Sólo le habían autorizado a permanecer veinticuatro horas en el planeta, el más pequeño del sistema. —Maldita sea —masculló. Preparó una cafetera y consultó su reloj. Después, salió de la nave y paseó un poco bajo el sol de la mañana. La atmósfera había pasado del violeta oscuro al gris. Hacía un frío de mil demonios. Se estremeció, pateó el suelo y observó que algunas aves revoloteaban alrededor de los arbustos. Empezaba a pensar en que debía haber dado cuenta a Orión XI cuando la vio. La joven se acercó con paso rápido a la nave. Era alta y delgada, vestida con una chaqueta de piel. Johnson se quedó clavado en su sitio, patidifuso, tan asombrado que ni siquiera se le ocurrió sacar la pistola. Abrió y cerró la boca cuando la muchacha se detuvo a escasa distancia y empujó su cabello negro hacia atrás. Una nube de aliento plateado surgía de su boca. —Lamento que haya pasado una mala noche —dijo—. Ha sido por mi culpa. Tendría que haberle enviado de regreso en seguida. El capitán Johnson abrió la boca, sin salir de su asombro. —¿Quién es usted? —farfulló, aterrorizado—. ¿Dónde está Brent? ¿Qué ha pasado? —Ahora viene. —Se volvió hacia el bosque y movió la mano—. Creo que debe marcharse sin más dilación. Él quiere quedarse aquí y es mejor así..., porque ha cambiado. Será feliz en mi bosque con los demás... hombres. Es curioso lo idénticos que llegan a ser los humanos. Su raza avanza por un sendero muy extraño. Quizá nos fuera útil estudiarles, algún día. Debe estar relacionado con su pobre nivel estético. Por lo visto, poseen una vulgaridad innata que acabará por dominarles. Una extraña forma surgió del bosque. Por un momento, el capitán Johnson pensó que sus ojos le engañaban. Parpadeó, aguzó la vista, lanzó un gruñido de incredulidad. Aquí, en este remoto planeta..., pero no había error. Se trataba, definitivamente, de un gigantesco animal parecido a un gato, que salió del bosque y se acercó a la joven con parsimonia, como afligido. La muchacha se alejó, y luego se detuvo para agitar la mano en dirección al animal, que paseó alrededor de la nave sin dejar de gemir. Johnson contempló al animal y experimentó una oleada de miedo. Su instinto le dijo que Brent no volvería a la nave. Algo había ocurrido en este extraño planeta. Aquella chica... Johnson cerró la escotilla de aire y se precipitó hacia el panel de control. Tenía que llegar a la base más próxima y redactar un informe. Esto exigía una completa investigación. Cuando los cohetes se encendieron, Johnson miró por el visor. Observó que el animal agitaba en vano una enorme pata en dirección a la nave que se alejaba. Johnson se estremeció de pies a cabeza. Aquel gesto le recordaba demasiado al de un hombre encolerizado... 
FIN 

Philip K. Dick - Servir al Amo


Applequist tomó un atajo por un campo desierto, subió por un estrecho sendero que corría paralelo a la grieta bostezante de un precipicio, y entonces oyó la voz.
Se paró en seco y empuñó la pistola. Escuchó durante largo rato pero sólo captó el lejano roce del viento entre los árboles truncados que bordeaban el risco, un murmullo que se confundía con el crujido de la hierba reseca bajo sus pies. La voz procedía del barranco, su fondo se veía enmarañado y lleno de desperdicios. Se acuclillo en el borde y trató de localizar la voz.
No percibió ni un movimiento, nada que revelara el origen. Las piernas empezaron a dolerle. Las moscas zumbaron a su alrededor y se posaron en su frente sudorosa. El sol le producía dolor de cabeza. Las nubes de polvo habían sido bastante finas durante los meses pasados.
Su reloj a prueba de radiaciones le informó de que eran las tres.
Por fin, se encogió de hombros y se levantó con dificultades. A la mierda. Que envíen una patrulla armada. No era su problema. Era un cartero de cuarta categoría, y un civil, por añadidura.
Mientras trepaba por la colina en dirección a la carretera volvió a escuchar el sonido. Y ahora, desde un lugar que dominaba el barranco, captó un fugaz movimiento. Experimentó temor e incredulidad. No era posible..., pero lo había visto con sus propios ojos. No era un rumor propagado por las circulares de noticias.
¿Que hacia un robot en el barranco desierto? Todos los robots habían sido destruidos años antes. Sin embargo, allí estaba, entre los desperdicios y las malas hierbas. Un amasijo oxidado medio corroído. Le había llamado con voz débil cuando pasaba por el sendero.
El anillo defensivo de la Compañía le permitió salvar los tres controles y penetrar en la zona del túnel. Descendió lentamente, absorto en sus pensamientos, hasta llegar al nivel de organización. Mientras se quitaba la saca de correos, el supervisor asistente Jenkins se acercó a toda prisa.
- ¿Dónde coño se ha metido? Son casi las cuatro.
- Lo siento. - Applequist devolvió la pistola al guardia más cercano -. ¿Qué posibilidades tengo de obtener un permiso de cinco horas? Me gustaría investigar algo.
- Ni una. Ya sabe que el ala derecha está desguarnecida. Es necesario que todo el mundo esté en alerta las veinticuatro horas.
Applequist procedió a separar las cartas. La mayoría eran de tipo personal, intercambiadas entre supervisores principales de Empresas Norteamericanas. Cartas dirigidas a mujeres de vida alegre, más allá de la periferia de la Compañía. Cartas dirigidas a familias, así como peticiones a oficiales de menor rango.
- En ese caso - dijo con aire pensativo -, tendré que ir como sea.
Jenkins escrutó al joven con suspicacia.
- ¿Qué sucede? ¿Ha encontrado algún aparato incólume, un escondite subterráneo?
Applequist estuvo a punto de contárselo, pero no lo hizo.
- Tal vez - contestó con indiferencia -. Es posible.
Jenkins le dedicó una mueca de odio y abrió las puertas de la cámara de observación. Los oficiales estaban examinando las actividades del día ante un gran plano mural. Media docena de hombres maduros, la mayoría calvos, con el cuello de la camisa sucio y manchado, derrumbados en butacas. En una esquina, el supervisor Rudde dormía, sus gordas piernas extendidas frente a él. La camisa abierta dejaba al descubierto el vello del pecho. Estos eran los hombres que dirigían la compañía de Detroit. Diez mil familias, todo el refugio subterráneo, dependían de ellos.
- ¿Qué tiene en mente? - retumbó una voz en el oído de Applequist. El director Laws había entrado en la cámara y pillado a todo el mundo desprevenido, como de costumbre.
- Nada, señor - respondió Applequist, pero los ojos acerados, azules como la porcelana, sondearon sus pensamientos -. La fatiga habitual. Me ha subido la tensión. Tenía la intención de tomar unas horas de permiso, pero con tanto trabajo...
- No trate de engañarme. No se necesitan carteros de cuarta categoría. ¿Cuál es su auténtica intención?
- Señor, ¿por qué fueron destruidos los robots? - preguntó Applequist de sopetón.
Se hizo el silencio. El rostro rotundo de Laws transparentó sorpresa, y después hostilidad. Applequist se apresuró a continuar antes de que el hombre pudiera hablar.
- Sé que está prohibido a mi clase hacer preguntas teóricas, pero es muy importante que lo averigüe.
- El tema está cerrado - replicó Laws en tono amenazador -. Incluso para el personal de máximo nivel.
- ¿Cuál fue la relación de los robots con la guerra? ¿Por qué se declaró la guerra? ¿Cómo era la vida antes de la guerra?
- El tema está cerrado - repitió Laws.
Caminó con parsimonia hacia el plano mural y Applequist se quedó solo entre el ruido de las máquinas, entre los murmullos de los oficiales y burócratas.
Reanudó la selección de cortes como un autómata. Había estallado la guerra y los robots se vieron mezclados en ella. Eso lo sabía. Algunos habían sobrevivido. De niño, su padre le había llevado a un centro industrial y los había visto, trabajando en sus máquinas. En otro tiempo habían sido muy complejos. Ya habían desaparecido; pronto acabarían con los sencillos. Ya no se fabricaba ni uno más.
- ¿Qué ocurrió? - había preguntado, cuando su padre se lo llevó a rastras -. ¿Adónde han ido a parar todos los robots?
No obtuvo ninguna respuesta. Eso había sucedido dieciséis años antes, y ahora ya no quedaba ninguno. Hasta el recuerdo de los robots estaba desapareciendo. Dentro de unos años, la palabra se borraría del diccionario. Robot. ¿Qué había pasado?
Terminó con las cartas y salió de la cámara. Ningún supervisor se dio cuenta; estaban discutiendo algún punto erudito de estrategia. Maniobras y contramaniobras entre las compañías. Tensión e intercambio de insultos. Encontró un cigarrillo arrugado en el bolsillo y lo encendió con mano inexperta.
- Llamada a cenar - anunció el altavoz del pasadizo -. Una hora de descanso para el personal de máximo nivel.
Algunos supervisores pasaron ruidosamente a su lado. Applequist apagó el cigarrillo y se dirigió a su puesto. Trabajaría hasta las seis. Después, sería su hora de cenar. Ningún otro descanso hasta el sábado. Claro que si no iba a cenar.

El robot debía de ser de poca categoría, perteneciente al grupo final liquidado. El tipo inferior que había visto de niño. No podía ser uno de los complicados robots de la guerra. Haber sobrevivido en el barranco, haberse oxidado y podrido durante todos aquellos años transcurridos desde la guerra...
Su mente mantuvo a raya la esperanza. Entró en un ascensor, el corazón acelerado, y apretó el botón. Al anochecer lo sabría.
El robot yacía entre montones de escoria metálica y males hierbas. Fragmentos mellados y oxidados dificultaron la progresión de Applequist, a medida que descendía con cautela por el barranco, la pistola en una mano y la máscara antirradiación ceñida a su cara.
El contador cliqueteó ruidosamente; el fondo del barranco estaba caliente. Charcos de contaminación sobre los fragmentos rojizos de metal, las mesas apiladas de acero, plástico y componentes de maquinaria fundidos. Apartó a puntapiés bolas de ennegrecidos cables enmarañados y se alejó con cautela del depósito de combustible bostezante de alguna máquina antigua, ahora invadido por plantas trepadoras. Una rata salió corriendo. El sol estaba a punto de ponerse. Sombras oscuras se extendían por doquier.
El robot le miró en silencio. La mitad ya no existía; sólo quedaba la cabeza, los brazos y el tronco, un círculo mellado irregular, como si le hubieran arrancado de cuajo la parte inferior. Estaba inmovilizado. Tenía toda la superficie agrietada y corroída. Faltaba una lente ocular. Algunos dedos estaban torcidos de manera grotesca. Yacía de espaldas, cara al cielo.
Era un robot de los tiempos de la guerra, desde luego. En su único ojo brillaba una conciencia arcaica. No era el simple obrero que había visto de niño. La respiración de Applequist se aceleró. Era auténtico. Seguía sus movimientos sin descuidar detalle. Estaba vivo.
Todo este tiempo, pensó Applequist. Todos estos años. Se le erizó el vello de la nuca. Todo estaba en silencio, las colinas, los árboles, las mesas de ruinas. Nada se movía; los únicos seres vivos eran el viejo robot y él. Tirado en el barranco, esperando a que alguien apareciera.
Se levantó un viento frío y se ajustó automáticamente el sobretodo. Algunas hojas volaron sobre el rostro inmóvil del robot. Sobre su tronco habían crecido plantas trepadoras, se habían introducido en sus entrañas. Había llovido sobre él, el cielo lo había bañado. En invierno, la nieve lo había cubierto. Ratas y animales lo habían olfateado. Los insectos habían recorrido sus restos. Y continuaba vivo.
- Te oí - murmuro Applequist -, mientras caminaba por el sendero.
- Lo sé - contestó el robot -. Vi que te parabas. - Su voz era débil y seca. Como el sonido de las cenizas al rozar entre sí. Sin tono ni matices - ¿Quieres decirme la fecha? Sufrí un corte de energía por tiempo indefinido. Las terminales de los cables se cortaron temporalmente.
- 11 de junio de 2136.
El robot reunió las escasas fuerzas que le quedaban. Movió apenas un brazo, luego lo dejó caer. Su único ojo se veló, y engranajes oxidados chirriaron en su interior. Applequist comprendió de repente que el robot podía expirar en cualquier momento. Era un milagro que hubiera sobrevivido durante tanto tiempo. Se habían pegado caracoles a su cuerpo, recorrido por sendas pegajosas que se cruzaban. Un siglo...
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Desde la guerra?
- Sí.
Applequist sonrió, nervioso.
- Eso es mucho tiempo. Más de cien años.
- Así es.

Anochecía con rapidez. Applequist buscó su linterna. Apenas distinguía las laderas del barranco. A lo lejos, un ave graznó en la oscuridad. Los arbustos se agitaron.
- Necesito ayuda - dijo el robot -. La mayor parte de mi motor fue destruido. No puedo moverme.
- ¿En qué estado se encuentra el resto? Tu provisión de energía. ¿Cuánto tiempo puedes...?
- Se ha destruido un número considerable de células. Sólo siguen funcionando unos pocos circuitos. Y están sobrecargados. - El ojo del robot volvió a mirarle -. ¿Cuál es la situación tecnológica? He visto volar naves aéreas. ¿Aún fabricáis equipos electrónicos?
- Tenemos en funcionamiento una unidad industrial cerca de Pittsburgh.
- Si describo unidades electrónicas básicas, ¿me entenderás?
- Carezco de conocimientos mecánicos. Estoy clasificado como cartero de cuarta categoría, pero tengo contactos en el departamento de reparaciones. Mantenemos en funcionamiento nuestras máquinas
Se humedeció los labios, tenso.
- Es arriesgado, por supuesto. Hay leyes.
- ¿Leyes?
- Todos los robots fueron destruidos. Eres el único que queda. Los demás fueron liquidados hace años.
El único ojo del robot no expresó nada.
- ¿Por qué has venido? - preguntó. Su ojo se desvió hacia la pistola que Applequist empuñaba -. Eres un funcionario de baja categoría en alguna jerarquía. Obedeces órdenes superiores. Un número que funciona mecánicamente dentro de un sistema más grande.
Applequist lanzó una carcajada.
- Supongo que sí. - Dejó de reír -. ¿Por qué estalló la guerra? ¿Cómo era la vida antes?
- ¿No lo sabes?
- Por supuesto que no. No se permiten conocimientos teóricos, excepto al personal de máxima categoría. Ni los supervisores saben algo de la guerra. - Applequist se arrodilló y enfocó con la linterna el rostro del robot -. Las cosas eran diferentes antes, ¿verdad? No vivimos siempre en refugios subterráneos. El mundo no fue siempre una montaña de escoria. La gente no fue siempre esclava de las compañías.
- Antes de la guerra no había compañías.
Applequist lanzó un gruñido de triunfo.
- Lo sabía.
- Los hombres vivían en ciudades, que fueron arrasadas durante la guerra. Las compañías, que estaban protegidas, sobrevivieron. Altos cargos de estas compañías se convirtieron en el gobierno. La guerra se prolongó durante mucho tiempo. Todo lo valioso fue destruido. Has salido de un cascarón carbonizado. - El robot guardó silencio unos instantes y luego prosiguió -. El primer robot fue fabricado en 1979. En el año 2000, los robots realizaban todos los trabajos rutinarios. Los seres humanos gozaban de libertad para hacer lo que les apetecía. Arte, ciencia, espectáculos, lo que más les gustaba.
- ¿Qué es el arte? - preguntó Applequist.
- Trabajo creativo, dirigido hacia la realización de una aspiración personal. Toda la población de la Tierra tenía libertad para desarrollarse culturalmente. Los robots mantenían el mundo; el hombre lo disfrutaba.
- ¿Cómo eran las ciudades?
- Los robots reconstruyeron y rediseñaron nuevas ciudades a tenor de planos trazados por artistas humanos. Limpias, higiénicas, atractivas. Eran ciudades de dioses.
- ¿Por qué estalló la guerra?
El único ojo del robot centelleó.
- Ya he hablado demasiado. Mi suministro de energía está peligrosamente bajo.
Applequist tembló.
- ¿Que necesitas? Lo traeré.
- Ahora mismo necesito una cápsula atómica A, capaz de proporcionar diez mil unidades F.
- Sí.
- A continuación, necesitaré herramientas y secciones de aluminio. Cables de bajo resistencia. Trae papel y lápiz... Te daré una lista. No la entenderás, pero alguien del departamento de mantenimiento electrónico lo hará. Lo primero que necesito es suministro de energía.
- ¿Y me hablarás de la guerra?
- Por supuesto.
El robot se sumió en el silencio. Las sombras se arrastraban a su alrededor. El frío aire de la noche agitó las hierbas y los arbustos.
- Date prisa. Mañana, si es posible.

- Debería dar parte de usted - dijo el ayudante de supervisión Jenkins -. Media hora de retraso, y ahora esto. ¿Qué está haciendo? ¿Quiere que le despidan de la compañía?
Applequist se acercó al hombre.
- He de conseguir este material. El... escondite está bajo la superficie. He de construir un acceso seguro. De lo contrario, todo quedará sepultado bajo los escombros.
- ¿Es muy grande el escondite? - El rostro abultado de Jenkins expresaba codicia y suspicacia a la vez. Ya estaba gastando la recompensa de la compañía -. ¿Ha podido verlo? ¿Contiene máquinas desconocidas?
- No reconocí ninguna - contestó Applequist, impaciente -. No perdamos el tiempo. La masa de cascotes está a punto de derrumbarse. He de proceder con celeridad.
- ¿Dónde está? ¡Quiero verlo!
- Voy a hacerlo solo. Usted proporcióneme el material y cubra mi ausencia. Esa es su parte.
Jenkins se debatió en un mar de dudas.
- Si me miente, Applequist...
- No miento - respondió Applequist irritado -. ¿Cuándo tendré la unidad de energía?
- Mañana por la mañana. Tendré que llenar un montón de formularios. ¿Esta seguro de que puede manejarla? Será mejor que le acompañe un equipo de reparaciones. Para asegurarnos...
- Puedo manejarla - le interrumpió Applequist -. Consígame el material. Yo me ocuparé de lo demás.
El sol de la mañana se filtraba entre los desperdicios. Applequist encajó la cápsula nueva, nervioso, enroscó los tornillos, sujetó el forro protector corroído, y se puso en pie, tembloroso. Tiró la cápsula antigua y aguardó.
El robot se movió. Su ojo cobró vida. Movió el brazo sobre su tronco y hombros de forma experimental.
- ¿Todo bien? - preguntó Applequist con voz hueca.
- En apariencia, sí. - La voz del robot era más potente, claro y confiada -. La vieja cápsula estaba agotada. Fue una suerte que pasaras en aquel momento.
- Dices que los hombres vivían en ciudades - atacó Applequist -. ¿Los robots trabajaban?
- Los robots realizaban las tareas rutinarias necesarias para mantener el sistema industrial. Los humanos gozaban de todo el tiempo libre que deseaban. Nos gustaba trabajar para ellos. Era nuestra misión
- ¿Qué pasó? ¿Qué salió mal?
El robot cogió papel y lápiz; mientras hablaba, trazaba cifras.
- Existía un grupo fanático de humanos. Una organización religiosa. Afirmaban que Dios ordenó al hombre ganarse el pan con el sudor de su frente. Querían que los robots desaparecieran y los hombres volvieran a las fábricas, para trabajar como esclavos en tareas rutinarias.
- ¿Por qué?
- Afirmaban que el trabajo ennoblecía el espíritu. - El robot le entregó un papel -. Esto es la lista de lo que quiero. Necesitaré esos materiales y herramientas para reparar mi sistema.
Applequist manoseó el papel.
- Ese grupo religioso...
- Hombres divididos en dos bandos: los Moralistas y los Ociosos. Combatieron entre sí durante años, mientras nosotros nos manteníamos al margen, ignorantes de nuestra suerte. No entendí que los Moralistas se impusieran a la razón y el sentido común, pero fue así.
- ¿Crees...? - empezó Applequist, y luego calló. Apenas se atrevía a verbalizar la idea que corroía su fuero interno -. ¿Existe alguna posibilidad de que vuelvan a existir robots?
- Tus palabras son oscuras. - El robot partió el lápiz en dos y lo tiró -. ¿Qué quieres decir?
- La vida no es agradable en las compañías. Muerte y trabajo duro. Formularios, turnos, períodos de trabajo y órdenes.
- Es vuestro sistema. Yo no soy el responsable.
- ¿Qué recuerdas sobre la construcción de robots? ¿Qué eras tú, antes de la guerra?
- Era un controlador de unidades. Me dirigía a una unidad de fabricación de emergencia cuando mi nave fue derribada. - El robot señaló los restos que le rodeaban -. Eso fue mi nave y mi cargamento.
- ¿Qué es un controlador de unidades?
- Dirigía la fabricación de robots. Diseñé y alenté la producción de tipos básicos de robot.
La cabeza de Applequist daba vueltas.
- Entonces, eres un experto en la construcción de robots.
- Sí. - El robot señaló el papel que Applequist tenía en la mano -. Consigue esos materiales y herramientas lo antes posible. Así estoy completamente indefenso. Debo recuperar mi movilidad. Si alguna nave sobrevolara este lugar...
- La comunicación entre compañías es deficiente. Entrego las cartas a pie. La mayoría de los países están devastados. Podrías trabajar sin que nadie te detectara. ¿Qué me dices de tu unidad de fabricación de emergencia? Tal vez no fue destruida.
El robot cabeceó lentamente.
- Fue ocultada concienzudamente. Existe una ínfima posibilidad. Era pequeña, pero muy bien equipada. Autosuficiente.
- Si consigo piezas de repuesto, ¿podrías...?
- Hablaremos de eso más adelante. - El robot se tendió sobre el suelo -. Cuando vuelvas, seguiremos hablando.

Jenkins le consiguió los materiales y un permiso de veinticuatro horas. Fascinado, se apoyó contra la ladera del barranco mientras el robot desarmaba su cuerpo y sustituía los elementos averiados. Al cabo de pocas horas, el nuevo sistema motor había sido instalado. Colocó las células básicas de las piernas. A mediodía, el robot experimentaba con sus extremidades inferiores.
- Durante la noche pude establecer un débil contacto por radio con la unidad de fabricación de emergencia - explicó el robot -. Continua intacta, según el monitor robot.
- ¿Robot? ¿Quieres decir...?
- Una máquina automática de transmisión. No está viva, como yo. No soy un robot, en un sentido estricto. - Su voz expresó orgullo -. Soy un androide.
Applequist no captó la sutil distinción. Su mente febril examinaba las posibilidades.
- En este caso, podemos seguir adelante. Con tus conocimientos y los materiales disponibles.
- Tu no viste el terror y la destrucción. Los Moralistas nos machacaron sistemáticamente. Eliminaban a los androides de cada ciudad que conquistaban. A medida que los Ociosos retrocedían, los de mi raza eran liquidados sin más. Fuimos separados de nuestras máquinas y destruidos.
- ¡Pero eso fue hace un siglo! Nadie quiere destruir ya a los robots. Necesitamos robots para reconstruir el mundo. Los Moralistas ganaron la guerra y devastaron el mundo.
El robot ajustó su sistema motor hasta lograr la coordinación de sus piernas.
- Su victoria fue una tragedia, pero comprendo la situación mejor que tú. Hemos de proceder con cautela. Si esta vez nos vencen, será para siempre.
Applequist siguió al robot, mientras éste avanzaba con cautela hacia la ladera del barranco.
- El trabajo nos oprime. Esclavos en refugios subterráneos. No podemos seguir así. La gente agradecerá la vuelta de los robots. Te necesitamos. Cuando pienso en lo que debió ser la Edad de Oro, los cimientos y las flores, las hermosas ciudades de la superficie... Ahora sólo hay ruinas y penuria. Los Moralistas ganaron, pero nadie es feliz. Nos encantaría...
- ¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste?
- Un poco al oeste del Mississippi, a unos cuantos kilómetros. Hemos de conseguir la libertad. No podemos vivir así, trabajando bajo tierra. Si tuviéramos tiempo libre, podríamos investigar los misterios de todo el universo. Encontré algunas viejas cintas científicas. Trabajos teóricos sobre biología. Aquellos hombres trabajaron durante años en tópicos abstractos. Tenían tiempo. Eran libres. Mientras los robots sostenían el sistema económico, aquellos hombres podían dedicarse...
- Durante la guerra - interrumpió el robot con aire pensativo -, los Moralistas situaron pantallas de detección sobre cientos de kilómetros cuadrados. ¿Todavía funcionan?
- No lo sé. Lo dudo. Todo lo que está fuera de los refugios de la compañía ha dejado de funcionar.
El robot se recluyó en sus pensamientos. Había sustituido su ojo averiado por una célula nueva. Ambos ojos brillaban de concentración.
- Esta noche haremos planes con respecto a tu compañía. Te comunicaré mi decisión en ese momento. Entretanto, no hables de la situación a nadie, ¿entiendes? Lo que me preocupa ahora es el sistema de carreteras.
- La mayoría de carreteras están en ruinas - Applequist intentó contener su entusiasmo -. Estoy convencido de que casi todos los miembros de mi compañía son Ociosos. Tal vez algunos peces gordos sean Moralistas. Algunos supervisores, en todo caso, pero las clases bajas y las familias...
- Muy bien - interrumpió el robot -. Nos ocuparemos de eso más tarde. - Miró a su alrededor -. Utilizaré parte del equipo averiado. Funcionará. De momento, al menos.

Applequist consiguió esquivar a Jenkins. Atravesó a toda prisa el nivel de organización y se encaminó a su puesto de trabajo. Su mente era un torbellino. Todo lo que le rodeaba se le antojaba vago poco convincente. Los supervisores pendencieros. Las máquinas ruidosas. Los funcionarios y burócratas de poca monta que corrían de un lado a otro con mensajes e informes. Cogió un puñado de cartas y empezó a distribuirlas mecánicamente.
- Has estado fuera - observó con ironía el director Laws -. ¿Alguna chica? Si se casó con alguien ajeno a la compañía, perderá la poca categoría que tiene.
Applequist apartó las cartas.
- Quiero hablar con usted, director.
El director Laws meneó la cabeza.
- Vaya con cuidado. Ya conoce las ordenanzas que rigen para el personal de cuarta categoría. Es mejor no hacer más preguntas. Concentre su mente en el trabajo y déjenos a nosotros las cuestiones teóricas.
- Director - preguntó Applequist -, ¿a quién apoyaba nuestra compañía, a los Moralistas o a los Ociosos?
Laws fingió no entender la pregunta.
- ¿Qué quiere decir? - Sacudió la cabeza -. No conozco esas palabras.
- En la guerra. ¿de qué lado estábamos?
- ¡Santo Dios! - exclamó Laws -. Del lado humano, por supuesto. - Una cortina impenetrable cayó sobre su rostro rotundo -. ¿Qué quiere decir «moralista»? ¿De qué me está hablando?
Applequist empezó a sudar de repente. Apenas le salía la voz.
- Algo no cuadra, director. La guerra fue entre dos grupos de humano. Los Moralistas destruyeron a los robots porque desaprobaban que los humanos se entregaran al ocio.
- La guerra se libró entre hombres y robots - replicó Laws - Nosotros ganamos. Destruimos a los robots.
- ¡Pero si trabajaban para nosotros!
- Fueron construidos para trabajar, pero se rebelaron. Poseían una filosofía. Seres superiores: androides. Nos consideraban simple ganado.
Applequist temblaba de pies a cabeza.
- Pero aquél me dijo...
- Nos masacraron. Millones de humanos murieron antes de que les paráramos los pies. Asesinaron, mintieron, se escondieron, robaron, hicieron cualquier cosa con tal de sobrevivir. Eran ellos o nosotros; no hubo cuartel. - Laws agarró a Applequist por el cuello de la camisa -. ¡Maldito idiota! ¿Qué ha hecho? ¡Contésteme! ¿Qué ha hecho?

El sol se puso mientras el vehículo blindado se detenía en el borde del barranco. Las tropas bajaron por la ladera. Laws saltó entre los primeros, seguido de Applequist.
- ¿Es aquí? - preguntó Laws.
- Sí, pero ha desaparecido - tartamudeó Applequist.
- Por supuesto. Ya se había reparado. Nada le retenía aquí. - Laws hizo una señal a sus hombres -. Es inútil proseguir la búsqueda. Entierren una bomba A táctica y larguémonos. Es posible que la fuerza aérea lo localice. Rociaremos esto zona con gas radiactivo.
Applequist se acercó al borde del barranco, atontado. Abajo, entre las sombras, distinguió las malas hierbas y los escombros. No se veía al robot por parte alguna, naturalmente. Sólo trozos de cable y partes del cuerpo desechadas. La vieja cápsula de energía seguía donde la había tirado. Algunas herramientas. Nada más.
- Vámonos - ordenó Laws a sus hombres -. Tenemos mucho que hacer. Hay que poner en marcha el sistema de alarma general.
Las tropas empezaron a escalar el barranco. Applequist se encaminó hacia el vehículo.
- No - dijo Laws -. Usted no vendrá con nosotros.
Applequist vio la expresión de sus rostros: miedo, terror, odio. Intentó escapar, pero le apresaron casi al instante. Procedieron en silencio, inexorablemente. Cuando terminaron, apartaron de una patada sus restos casi vivos y subieron al vehículo. Cerraron las puertas y el motor rugió. El vehículo subió por la senda hasta la carretera. Al cabo de pocos momentos, desapareció de vista.
Estaba solo, con una bomba semienterrada y las sombras. Y la inmensa oscuridad lo abarcaba todo.

FIN
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