sábado, 8 de septiembre de 2018

Roberto C. Suárez - La sangre nueva


La sangre nueva.

Dejando pasar el tiempo a la espera de una vuelta temporaria e inolvidable, impregnando las piedras escondidas de granito, bajo la tierra que luego se cubriría con asfalto y tuberías, se encontraba el mal.
No muy lejos de allí, en una batalla perdida, podía aún divisarse la pampa, en una búsqueda baladí para recuperar antiguos y milenarios dominios, donde aquellos hombres antiguos habían adorado y alimentado a otros dioses.
Con los nuevos tiempos, el invierno dimitía y con el arribo de la primavera se renovarían los sueños de los recién llegados de caras extrañas, de los mismos que habían bajado de los barcos y venían del viejo continente buscando nuevas esperanzas.

Capítulo I

El viento acarició suavemente la lata oxidada que alguna vez tuvo arvejas. Aquella mañana de domingo, el ruido de la lata repicando contra el cordón de la calle Urquiza al 2000, fue lo único que se escuchó.
Entre la tierra removida y húmeda en un baldío, en el más despreciable de los silencios, yacía el cuerpo de un niño perdido que su madre jamás encontraría, porque sin que Abel Rossino hubiera tenido conciencia de lo que había sido la vida, la muerte lo había encontrado primero.  
Quiso el destino que él desdichado niño caminara lentamente por aquel pasillo del conventillo, mientras su madre lavaba para afuera junto con su hermana. Que sus pasos de niño fueran rápidos, silenciosos y decididos, y que encontrara abierta la puerta “de par en par” de la entrada del zaguán, como si la propia parca lo hubiera invitado a proseguir su corta travesía, como un hada diabólica de un cuento de terror que irremediablemente estaría destinado a terminar mal.
Quizás fueron las ansias de aventura infantil o el deseo de probar el aire fresco de ese otoño que dimitía, lo que empujó a Abel Rossino fuera de la seguridad que sólo los brazos musculosos de una madre de principios de siglo veinte, hubieran podido proporcionarle, o tal vez los de su bella hermana algunos años mayor que él, que sin saber leer y escribir aún, conocía ya las arduas jornadas de trabajo que la acompañarían durante toda su vida.   
Tampoco ninguna de las rudas mujeres extranjeras que entraban y salían de la casa de alquiler, había notado la presencia del niño que huía zigzagueante ganando la calle.
Ni siquiera el policía que hacía sus rondas vespertinas había notado que un niño caminaba solo por la vereda.
En aquella aldea ruidosa llamada Buenos Aires, en el barrio de Parque Patricios, en sus últimas horas Abel Rossino fue invisible para todos; para todos, menos para uno.

Capítulo II

La niñez del pobre Cayetano fue un deambular libre por las calles, lejos de los golpes de su padre y lejos del odio de su hermano.
Los terrenos baldíos y conventillos del barrio de Parque Patricios habían sido el escenario de sus correrías infantiles, su único mundo conocido en donde él lograba su mejor camuflaje, el que mejor le sentaba, como un yaguar escondido en la maleza. Dónde él podía experimentar aquello llamado felicidad.
Sólo las palomas aún vivas y sin extremidades bajo su cama, las mismas que lo miraban con un terror inconcebible, apaciguaban el dolor de los golpes que ese malvado calabrés le propinaba en la cabeza.

Oscuros pensamientos acechaban su mente, ruidos de gritos y lenguas extrañas y antiguas martillaban su débil cerebro, sumando más pesar a su existencia.
Cayetano no solo no sabía mucho de nada, sino que no sabía nada de nada, pero entendía en un lenguaje que le resultaba descifrable, qué ciertos demonios y hombres desconocidos y de apariencia cobriza y morena, lo visitaban por las noches en sus más horribles pesadillas, y que le susurraban palabras ininteligibles pero que él sabía que aludían a la sangre y al yaguar.

Para Cayetano el mundo era un lugar salvaje y por sobre todas las cosas cruel, tenía el convencimiento que el dolor alimentaba a un ser hambriento y desdichado como él.
Un ser eterno que regía los destinos de los mortales.

El mal encapsulado y adormecido entre las rocas de granito ocultas bajo la superficie de esa pampa profanada, pronto saciaría su sed con la sangre nueva y el primer sacrificio le sería revelado.
Supo por intuición que la primera de sus víctimas, caminaría a su encuentro sin saberlo y que esta sería un niño pequeño.

Capítulo III

El niño salió a la vereda. Nunca había estado tan sólo.
Caminó torpe y rápidamente como buscando la calle y un final prematuro entre las herraduras de un caballo al galope, pero Cayetano Santos Godino logró tomarlo del brazo derecho primero.
El niño sólo atinó a mirarlo sorprendido, mientras las suaves palmas de las manos de ambos, se fundieron por unos instantes que parecieron infinitos.
Luego caminaron tomados de la mano algunas cuadras, a un paso lento, como lenta pero dolorosamente se apagaría la vida del niño.
Si bien nadie jamás encontraría el pequeño cuerpo y la materia finalmente se descompondría, el recuerdo de la víctima pervive aún en estas líneas.

Epílogo

Para terminar, resta decir que con la sangre de un inocente, un asesino alimentó una vez más a un ser eterno que es el mal mismo. Un ser que se alimenta del miedo, del dolor y de la sangre.
Pero tiempo después, un 14 de noviembre de 1944, en la isla del fin del mundo, en los sueños del asesino, se apareció un ser bestial reclamando el pago de una deuda: no era la sangre nueva lo que quería el demonio... ahora reclamaba al yaguar.

                                                                                                                            Roberto C. Suárez

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