lunes, 21 de diciembre de 2015

El hombre que pedía demasiado - Alejandro Dolina

Satanás: ¿Qué pides a cambio de tu alma?
Hombre: Exijo riquezas, posesiones, honores, distinciones... Y también juventud, poder, fuerza, salud... Exijo sabiduría, genio, prudencia... Y también renombre, fama, gloria y buena suerte... Y amores, placeres, sensaciones... ¿Me darás todo eso?
Satanás: No te daré nada.
Hombre: Entonces no tendrás mi alma.
Satanás: Tu alma ya es mía. (Desaparece).


Alejandro Dolina, Crónicas del Angel Gris.

Alejandro Dolina - Los deberes de Pedro

Pedro se sienta en los últimos bancos del aula, como corresponde a un chico que desdeña la educación y la vecindad de los poderosos.
Las conspiraciones y los batifondos nunca lo hallan ajeno. Busca el riesgo de las transgresiones y la compañía de los más beligerantes.
A veces lo tientan el estudio y la inteligencia.
Entonces, como quien acepta un desafío, como una compadrada, resuelve arduos problemas de regla de tres y cumple los dictados sin tropiezos.
Un día, la maestra le acaricia el pelo tiernamente. El piensa:
-Ay, señorita... Si supiera cómo me gustaría regalarle una flor y
darle un beso.
Pero Pedro sabe quién es y conoce su deber y su destino. Con una gambeta se aleja del afecto inoportuno y va a buscar la gloria allá en el fondo, donde los malandras se empeñan revoleando los tinteros para que se cumpla mejor el divino propósito del Universo.

 
Alejandro Dolina, Crónicas del Angel Gris.

Alejandro Dolina - El duelo o la refutación del horóscopo


Los dos hombres nacen el mismo día, a la misma hora. Sus vidas no se cruzan hasta que son enamorados por la misma mujer. Entonces se encuentran y pelean por ella. Uno de ellos obtiene la victoria y el amor. Al otro le corresponde el dolor, la humillación y quizá la muerte. Los astrólogos han previsto ese día el mismo horóscopo para los dos. Tal vez son erróneos los vaticinios.
O tal vez se equivoca uno al pensar que el amor y la muerte son destinos distintos.
 

Alejandro Dolina.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Comentario al Libro 300 historias de palabras desde el Diario de Mitre

De adefesio a zombi, la curiosa historia de las palabras en castellano  El libro 300 historias de palabras rescata los orígenes, a veces oscuros, otras impredecibles, de algunos de los términos más usados en en nuestro idioma.

Palabras como "adefesio", procedente del latín "ad Ephesios" (relativo a la célebre epístola de San Pablo); "guiri", de origen vasco, o "pasmo", cuya etimología es la misma que la de "espasmo", son fruto de una curiosa evolución que ha sido estudiada por el latinista Juan Gil en el libro 300 historias de palabras, recientemente publicado por la editorial Espasa en España.

El libro demuestra que la lengua "es un volcán en constante ebullición" y rastrea los sorprendentes cambios experimentados por una serie de términos, algunos de plena actualidad y otros ya en desuso, pero siempre "muy interesantes", aseguró Gil en una entrevista con la agencia EFE.

A más de uno le sorprenderá saber que, en la época en la que hubo un tiempo en que "mamotreto" significaba "criado por su abuela"; que "fetén" -como "choreo"- son términos caló (la lengua romaní que se habla en España y Portugal), que "pánfilo" remite al nombre propio latino "Pamphilus", que "tanga" procede del idioma tupí (de la familia de idiomas originarios de América que incluye al guaraní) o que "zombi" podría tener su origen en África.

Académico de la Lengua, Gil llama por ejemplo la atención sobre la palabra "asesino", que tanto le debe al árabe "hassasin" ("adictos al cáñamo indio", es decir, al hachís) desde que, en el siglo XI, los seguidores del líder Hassam e-Sabbah, del grupo chiíta de los nizaríes, asesinaban a sangre fría tras ingerir una poción elaborada con cannabis.

La palabra "bártulo" "procede del nombre de Bártolo de Sassoferrato, célebre jurisconsulto italiano del siglo XIV", explicó el autor a El País. Sus libros se estudiaban en las universidades y "en torno a 1550 se documenta ya en castellano el empleo del término bártulos para referirse a ellos". Con el tiempo "esta voz pasó a significar, en general, 'libros de estudio'". En el último tercio del XVIII se documenta el uso con el significado actual de "enseres, utensilios".

En el caso de "broma", toma su nombre de un pequeño molusco marino que perfora la madera sumergida en el agua (también llamado teredo). En el siglo XVI ya se usaba la palabra en el sentido de "cosa pesada o molesta" por la pesadez de los buques atacados de broma. En el XVIII ya se utiliza como sinónimo de burla y chanza.
Androides, asesinos y sacos cinematográficos

Robot, por su parte, es uno de los pocos términos castellanos tomados del checo (robota, "trabajo, prestación personal, en particular la de los siervos de la gleba"). El término "fue utilizado por el escritor Karel Capec en una de sus obras de teatro, R. U. R. (Robots Universales Rossum), donde daba nombre a un androide que ejecutaba las tareas normalmente reservadas a los humanos". La obra se estrenó en Praga en 1921 con gran éxito. Del checo también proceden pistola (pist'al era una pequeña flauta, de ahí pasaría al alemán Pistole) y obús (hofnice, una especie de catapulta).

"Aunque hay quien relaciona el origen de la palabra café con el reino de Kaffa, en Etiopía, la palabra procede del árabe, donde se denominó qahwah"-se explica en el libro-. Los turcos "lo llamaron kahve, término que adaptaron los italianos como caffe. Hay que tener en cuenta que fueron comerciantes venecianos los primeros en dar a conocer esta semilla en Europa, en 1640".

En la renovación del léxico influyen numerosos factores, desde los fonéticos ("respeto" y "respecto" tienen la misma etimología; "llaga" y "plaga" provienen de la misma raíz) hasta los cambios que ha experimentado el atuendo, visibles en voces como "bikini", "corbata" o la ya citada "tanga".

A su vez, "pamela" y "rebeca" reflejan hasta qué punto algunos nombres propios pasan a ser comunes. La primera se debe al característico sombrero de amplias alas que lleva la protagonista de la novela Pamela, o la virtud recompensada, de Samuel Richardson, y la segunda, a la chaqueta de punto que vestía la actriz Joan Fontaine en la película Rebecca, una mujer inolvidable, de Alfred Hitchcock.

Y una constante a lo largo de la historia, comenta Gil, catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla, es que el extranjero es mirado "siempre con recelo" y a veces "con desprecio", y así lo refleja la historia de palabras como "bárbaro", "esclavo" o "yanqui".

Si hoy en día hay "una invasión" de anglicismos en la lengua popular, en el XVIII el idioma dominante era el francés y de esta lengua proceden palabras como "popurrí", "jamón" o "sabotaje".

En el castellano abundan los préstamos de otras lenguas. Del japonés proceden, por ejemplo, "harakiri" y la más reciente "tsunami". "¿Quién hubiera dicho que tsunami acabaría, hoy por hoy, sustituyendo a maremoto?", se pregunta Gil, director de este libro en el que las labores de redacción y documentación han corrido a cargo de Fernando de la Orden.

Del neerlandés procede "flamenco" y del italiano "fascista" viene "facha", pero, en un elevado porcentaje, la mayoría de las voces castellanas provienen del latín y del griego. "Se debería fomentar el estudio etimológico entre los más jóvenes, porque eso les ayudaría a conocer mejor su propio idioma", afirma este experto en la historia de Cristóbal Colón.

El sustantivo "adefesio", que actualmente significa "persona o cosa ridícula o de gran fealdad", tiene uno de los orígenes "más sorprendentes del léxico español", asegura Gil. En el siglo XVI, "hablar ad Ephesios" tenía el significado de "inútilmente, disparatadamente", dado lo improductivo de lo que predicaba San Pablo. O, como decía Unamuno, porque a los novios "les entran por un oído y les salen por otro las recomendaciones que se dan sobre el matrimonio" en el capítulo quinto de la famosa epístola.

En 300 historias de palabras (el título es un guiño a los trescientos espartanos que combatieron contra Jerjes en las Termópilas) se critica también la afición de los políticos a los eufemismos. "La verdad duele y quita votos", concluye Gil.


Fuente http://www.lanacion.com.ar/1848767-de-adefesio-a-zombi-la-curiosa-historia-de-las-palabras-en-castellano

sábado, 26 de septiembre de 2015

E.T.A. Hoffmann - El caballero Gluck - Ritter Gluck (1809)

La última parte del otoño en Berlín suele tener algunos días hermosos. El sol sale de entre las nubes, evaporando la humedad del aire que sopla por las calles. Entonces se ve una multitud de gentes elegantes: burgueses con sus mujeres y sus hijos, vestidos de día de fiesta; clérigos, judíos, licenciados, muchachas alegres, profesores, modistas, bailarinas, oficiales, etc., que atraviesan los tilos en dirección al Jardín Zoológico. Pronto se ocupan todas las mesas de Klaus y Weber1; el café negro humea; los elegantes encienden sus cigarros; se habla, se discute de la paz y de la guerra, sobre si los zapatos de madame Bethmann2 son verdes o grises, sobre el comercio privado3 y los groschen falsos, etc., hasta que todo se funde en un aria de Fanchon4, degollada al tiempo que martirizados los oyentes por un arpa desafinada, un par de violines desacordes, una flauta tísica y un fagot con calambres. Junto a la balaustrada que separa el terreno acotado del restaurante de Weber de la Herrstrasse se ven unas cuantas mesitas redondas y sillas de jardín; allí se respira el aire libre, se contempla a los paseantes y se está lejos del desentono de la malhadada orquesta. Allí yo me siento abandonándome a mi fantasía, que me presenta personajes con los cuales puedo hablar de ciencia, de arte, de todo lo más agradable. Cada vez más abigarrada, aumenta la muchedumbre; pero nada me estorba, nada ahuyenta a mi compañía fantástica. Sólo el maldito acorde de un vals canallesco me saca de mis ensueños. Oigo la voz agria del violín y de la flauta y el bajo ronco del fagot, que suben y bajan uno después de otro, deteniéndose en octavas que destrozan los oídos; y sin poderlo remediar, como alguien que se sintiese atacado de un dolor agudo, grito:
—¡Qué horror de música! ¡Dichosas octavas!
—¡Maldita suerte! ¡Otra octava! —oigo murmurar junto a mí.
Levanto la vista y advierto que sin yo notarlo, se había sentado a mi misma mesa un individuo que me miraba atentamente y del cual no podía apartar los ojos.
Nunca había visto una cabeza ni una figura que me produjeran más impresión. La nariz aguileña, se perdía en la ancha y bien dibujada frente, formando dos arcos elevados en las cejas pobladas, bajo las cuales asomaban unos ojos de expresión salvaje y casi juvenil —el hombre tendría unos cincuenta años—. La barbilla blanda contrastaba visiblemente con la boca cerrada y con la sonrisa irónica que contraía los músculos de sus marchitas mejillas y que parecía protestar contra la seriedad melancólica de la frente. La figura delgada iba envuelta en un sobretodo amplio y de última moda. Cuando el hombre se encontró con mi mirada, bajó los ojos y continuó la operación que probablemente le hiciera interrumpir mi exclamación. Consistía esta en verter, con visible satisfacción, el tabaco de unos cucuruchitos en una caja abierta que tenía delante y humedecerlo con vino tinto de una botella pequeña. La música se había callado; yo sentí la necesidad de hablarle.
—Más vale que se haya callado la música —dije—; ya era insoportable.
El anciano me dirigió una mirada distraída y vertió el último cucurucho.
—Sería mejor que no tocasen —insistí, tomando de nuevo la palabra—. ¿No es usted de mi opinión?
—Yo no tengo opinión —respondió—. Usted es músico y conoce el oficio.
—Se equivoca usted en ambas suposiciones. Hace tiempo aprendí a tocar el piano y teoría general, como se aprende todo aquello que sirve para la educación corriente, y entonces me dijeron, entre otras cosas, que no hay nada que produzca un efecto más desastroso que la combinación en octavas del bajo y la soprano. Como autoridad lo tomé entonces y, siempre que he tenido ocasión de comprobarlo, me he convencido de lo cierto de aquella afirmación.
—¿De verdad? —preguntó mi vecino.
Y levantándose se dirigió despacito hacia los músicos, mientras de cuando en cuando se golpeaba la frente con la palma de la mano, como el que quiere recordar alguna cosa. Le vi hablar con los músicos, a los que trató con cierta superioridad. Volvió a mi lado, y, apenas se hubo sentado, comenzó la orquesta a tocar la obertura de Ifigenia en Áulide5.
Con los ojos entreabiertos, los brazos cruzados sobre la mesa, escuchó el andante; con el pie izquierdo llevaba lentamente el compás, indicando las entradas de las voces; de pronto levantó la cabeza, miró en derredor, colocó la mano izquierda abierta sobre la mesa, como si quisiera coger algún acorde, y levantó en alto la derecha: era un director de orquesta que daba la indicación de los tiempos. Luego bajó la mano y comenzó el alegro. Las pálidas mejillas de mi vecino se tiñeron de púrpura; sus cejas se fruncieron; la mirada adquirió un fuego violento que poco a poco fue desvaneciendo la sonrisa que aún se dibujaba en la boca entreabierta. Se echó hacia atrás, levantó las cejas, los músculos de las mejillas se contrajeron de nuevo, le brillaron los ojos, una especie de dolor profundo se desvaneció en una voluptuosidad que estremeció todas las fibras de su ser... y suspiró hondamente. Las gotas de sudor perlaban su frente; marcó la entrada del conjunto y algunos puntos importantes; su mano derecha no dejaba de indicar el compás; con la izquierda sacó el pañuelo, que se pasó por el rostro. Y así consiguió dar vida al esqueleto que representaban aquel par de violines. Yo escuchaba las quejas dulces y desvanecidas de la flauta, que se destacaba cuando amainaron los violines y el contrabajo y se apagó el estruendo de los timbales; oí las voces vibrantes del violoncelo, del fagot, que llenaron mi corazón de indescriptible emoción; volvió a comenzar al conjunto como un gigante augusto y venerable, continuó al unísono, las quejas sordas murieron en sus cadencias.
Había terminado la obertura. El hombre dejó caer los brazos y se quedó con los ojos cerrados como quien ha hecho un supremo esfuerzo. Su botella estaba vacía; llené su vaso de borgoña, que me sirvieron poco antes. Lanzó un profundo suspiro y pareció como si despertase de un sueño. Le invité a beber, lo hizo sin resistencia alguna y, mientras vaciaba de un trago el vaso, dijo:
—Estoy satisfecho de la ejecución. La orquesta se ha portado.
—Y, sin embargo —dije yo—, no han hecho más que dar una ligera idea de lo que es una obra maestra ejecutada con colores vivos.
—Si no me equivoco, usted no es berlinés.
—Efectivamente, no lo soy; sólo resido aquí por temporadas.
—El borgoña es bueno, pero va levantándose frío.
—Si le parece, podemos entrar dentro y allí vaciaremos la botella.
—Muy buena idea. No le conozco a usted ni usted me conoce a mí. No nos preguntaremos nuestros nombres; los nombres suelen ser un estorbo. Estoy bebiendo borgoña que no me cuesta nada, estamos juntos y todo va bien.
Todo esto lo dijo con amable cordialidad. Entramos en una habitación; al sentarse se abrió el sobretodo, y con admiración observé que llevaba una casaca bordada de largos faldones, pantalones de terciopelo negro y una espada pequeña. Luego volvió a abrocharse el sobretodo.
—¿Por qué me preguntaba usted si era berlinés? —comencé yo.
—Porque en ese caso me hubiese visto obligado a dejarle.
—Eso es un enigma para mí.
—No lo será en el momento en que le diga que soy compositor.
—Pues continúo sin dar en el clavo.
—Perdóneme mi exclamación de antes, pues ya veo que no entiende usted nada de Berlín ni de los berlineses.
Se levantó, anduvo apresurado arriba y abajo, se acercó a la ventana y comenzó a tararear el coro de Ifigenia en Táuride, al tiempo que marcaba el compás tamborileando en los cristales. Admirado, observé que recorría varios pasajes de la melodía dándoles una fuerza y una novedad asombrosas. Así se lo hice notar. Una vez que acabó, volvió a su asiento. Emocionado por la extraña conducta de aquel individuo y por la demostración de su talento musical extraordinario, me quedé callado. Después de un rato me preguntó:
—¿No ha compuesto usted nunca?
—Sí, alguna vez intenté hacer algo; pero lo que escribí en un momento de entusiasmo me pareció luego al leerlo soso y aburrido, y no volví a insistir.
—Hizo usted mal. El mismo hecho de haber encontrado malos sus primeros ensayos, habla muy en favor de su talento. Aprendemos música de niños porque mamá y papá lo mandan; le hacen a uno rascar el violín o aporrear el piano, pero nadie se preocupa de averiguar si se tienen condiciones y se siente la melodía. Quizá una cancioncita medio olvidada, que se oye cantar a cualquiera, despierta los primeros pensamientos propios, y este embrión, nutrido trabajosamente por fuerzas extrañas, da origen al gigante que lo absorbe todo convirtiéndolo en médula y sangre suyas. ¿Cómo sería posible decir las mil maneras distintas por las que se llega a compositor? Es una gran carretera, en la que la muchedumbre se aprieta y grita: «¡Somos los elegidos! ¡Hemos llegado al límite!». Por la puerta de marfil se entra en el reino de los sueños; pocos son los que llegan a ver la puerta; menos aún los que traspasan sus umbrales. Resulta aventurado internarse por ese camino. Figuras extravagantes pululan de un lado para otro; pero no dejan de tener carácter tanto unas como otras. No se dejan ver en la calle poblada; sólo se las puede encontrar tras la puerta de marfil. Es difícil llegar a este reino: como ante el pueblo de Alcinen6, los monstruos cierran el paso..., se agitan..., se yerguen..., muchos son absorbidos por los sueños en el mismo reino de ellos..., se funden en el sueño..., no proyectan sombra; si lo hiciesen, en ella advertirían el rayo que atraviesa este reino; pocos, muy pocos, despiertan y suben y recorren el reino de los sueños llegando a la verdad... al momento supremo: el contacto con lo eterno, con lo inexplicable. Mirad al Sol; él es el triple acorde del que descienden los demás acordes semejantes a estrellas y os rodean de hilos de fuego... Envuelto en fuego os encontraréis hasta que Psiquis se eleve al Sol.
Al decir las últimas palabras se puso de pie y levantó la vista y los brazos al cielo. Volvió a sentarse al poco, vaciando rápido el vaso que yo le llenara. Siguió un silencio que no me atreví a interrumpir por temor a distraer a aquel hombre extraordinario. Al fin continuó:
—Cuando yo habité el reino de los sueños me atormentaron mil dolores y angustias. Era de noche; me asustaban los fantasmas del monstruo que precipitándose sobre mí me arrojaban al fondo del mar o me elevaban por los aires. Los rayos luminosos atravesaban las sombras de la noche, y estos rayos eran notas que me rodeaban de una deliciosa claridad. Despertaba libre de mis dolores y veía un ojo muy grande y claro que miraba desde un órgano, y conforme estaba mirando salían notas que producían las armonías más inefables que nunca pude imaginar. La melodía lo inundaba todo, y yo nadaba en aquel torrente, deseando morir en él. Entonces, el ojo clarísimo me miraba y me transportaba sobre las olas embravecidas. Otra vez era de noche, y a mi encuentro salían dos colosos con brillantes arneses: el Tono maestro y el Quinto, que me arrebataban; pero el ojo clarísimo sonreía: «Yo sé que tu alma está llena de anhelos; el joven y dulce Tercio marchará detrás de los colosos, tú oirás su voz dulce, me volverás a ver y mis melodías serán tuyas».
Permaneció ensimismado.
—¿Y volvió usted a ver el ojo clarísimo?
—Sí, lo volví a ver. Durante muchos años suspiré en el reino de los sueños..., sí..., en un bosque magnífico, y escuché cómo cantaban las flores. Sólo un heliotropo callaba y, triste, inclinaba su cáliz hacia la tierra. Lazos invisibles me llevaron hacia él...; levanté la cabeza..., el cáliz se abrió, y dentro de él pude ver el ojo clarísimo que me miraba. Lo mismo que rayos de luz, las notas se elevaban por encima de mi cabeza en dirección a las flores, que las absorbían con ansia. Las hojas del heliotropo se hacían más y más grandes; de ellas emanaba un calor ardiente..., me rodeaban..., el ojo desapareció, y yo con él, en el cáliz de la flor.
Se levantó al pronunciar estas palabras y salió rápidamente de la habitación. En vano esperé su regreso y, en vista de que no volvía, retorné a la ciudad.
Cerca de la puerta de Brandemburgo, divisé una figura delgada que se paseaba en la oscuridad y reconocí en ella al hombre original. Le dirigí la palabra:
—¿Por qué me ha abandonado usted tan de repente?
—Hacía mucho calor, y la eufonía comenzaba a sonar.
—No le entiendo.
—Tanto mejor.
—Tanto peor, porque me gustaría entenderle a usted.
—¿No oye usted?
—No.
—Ya ha pasado... Vamos a andar. Si no, no me gusta la compañía; pero usted no compone... ni es usted berlinés.
—No me explico la manía que tiene usted a los berlineses. Aquí, donde tanto se respeta el arte y donde se practica en gran escala, creo yo que debía de encontrarse a gusto un hombre del espíritu artístico de usted.
—Se equivoca usted. Para mi martirio, me veo condenado a errar aquí, como un espíritu en el vacío, aislado.
—¿Aislado aquí, en Berlín?
—Sí, aislado, pues no me sigue ningún espíritu parejo del mío... Estoy solo.
—Pero ¿y los artistas, los compositores?
—¡Al diablo con ellos! No hacen más que criticar..., apurarlo todo hasta lo infinito; lo revuelven todo para hallar un pensamiento indigente; charlan sin tino del arte y su significado, y no llegan a crear nada, y se encuentran tan satisfechos como si hubieran descubierto algo, y el frío de sus obras demuestra la distancia a que se hallan del Sol... Es un trabajo de Laponia.
—Me parece un poco duro su juicio. Por lo menos, podría usted disfrutar de las representaciones teatrales.
—Me decidí una vez a ir al teatro para oír una ópera de un amigo, que no recuerdo cómo se titula. En ella aparece mucha gente; a través del tumulto de gentes acicaladas aparecen los espíritus diabólicos..., el demonio... ¡Ah! Don Juan. Pero apenas pude resistir la obertura, que la orquesta atacó prestísimo y sin la menor idea de lo que hacía. Y eso que iba preparado mediante ayuno y oración, pues sé que la eufonía de tales masas se expresa con poca limpieza.
—Ciertamente que las obras maestras de Mozart no encuentran aquí una interpretación muy adecuada; pero, en cambio, las de Gluck suelen tocarlas bien.
—¿Usted cree? Una vez quise oír Ifigenia en Táuride. Al entrar en el teatro oigo que están tocando la obertura de Ifigenia en Áulide. Vaya, me he equivocado, dan esta Ifigenia. Mi asombro no reconoce límites cuando escucho el andante con que empieza Ifigenia en Táuride y la tormenta en seguida. Entre ellas han transcurrido veinte años. Toda la fuerza de la tragedia ha desaparecido. Un mar tranquilo, una tormenta, los griegos que caen sobre el país: esa es la ópera. ¿Ha escrito el compositor la obertura del banquete para que la toquen como un aire de trompeta cuando quieran y como quieran?
—Estoy conforme con usted en la falta de tacto. Pero, a pesar de todo, se hace lo posible para dar realce a las obras de Gluck.
—Sí, sí —dijo mi amigo, sonriendo con una amargura cada vez mayor.
De pronto se puso en marcha y fue inútil que tratase de detenerle.
En un momento desapareció, y en vano lo busqué durante varios días por el Jardín Zoológico.
* * *
Transcurrieron varios meses. En una noche lluviosa, me había retrasado algo en un barrio extremo de la capital y buscaba el camino para mi casa, en la Friedrichstrasse. Tenía que pasar por delante del teatro; la música sonora, las trompetas y los timbales me recordaron que se daba Armida, de Gluck, y me decidí a entrar, cuando llamó mi atención un señor que hablaba solo junto a la ventana por donde se oían los acordes.
—Ahora llega el rey..., tocan la marcha...; más timbales, más timbales..., es muy alegre; hay que hacerlo once veces..., si no, no tiene lucimiento el cortejo...; ahora, maestoso...; escondeos, niños... Ahora se le cae la escarapela del zapato a un figurante. Justo, la duodécima vez, y siempre siguiendo al que dirige... ¡Oh, las fuerzas eternas! ¡Esto no acaba nunca! Ahora saluda... Armida le da las gracias expresiva... ¿Otra vez? Justo; faltan dos soldados. Ahora nos metemos en el recitado... ¿Qué mal espíritu me tiene aquí sujeto?
—El lazo se ha roto —exclamo yo—. Venga conmigo.
Agarro por el brazo a mi original amigo del Jardín Zoológico —que no era otro el individuo que hablaba solo— y me lo llevo de allí. Se muestra sorprendido y me sigue en silencio. Estábamos ya en la Friedrichstrasse, cuando de repente se paró.
—Le conozco a usted —dijo—. Estaba usted en el Jardín Zoológico..., hablamos mucho..., yo bebí algo... y se me subió a la cabeza...; después sonó la eufonía dos días seguidos...; he sufrido mucho...; pero ya ha pasado.
—Me alegro mucho de que la casualidad nos haya vuelto a reunir. Ahora podemos ser amigos. Yo vivo cerca de aquí; si usted quiere...
—Yo no puedo ni debo ir a ninguna parte.
—No, pues no se me escapa usted; le acompañaré yo.
—Entonces tendrá usted que andar aún un par de cientos de pasos conmigo. Pero ¿no iba usted al teatro?
—Pensaba oír Armida, pero ya...
—Ahora oirá usted Armida. Venga conmigo.
En silencio subimos por la Friedrichstrasse; muy de prisa dimos la vuelta a una calle transversal y, sin apenas poder seguirle, continuamos calle arriba hasta que al fin mi amigo se detuvo ante una casa insignificante. Llamó durante un ratito, hasta que abrieron. A oscuras, tanteando el terreno, llegamos a la escalera y luego al cuarto, que estaba en el último piso, y entrando en él, mi guía cerró con mucho cuidado la puerta.
Me quedé quieto oyendo abrirse otra puerta, y en seguida apareció el individuo con una luz en la mano, y la vista de la habitación, decorada de un modo extraño, me causó no poca sorpresa. Sillas antiguas ricamente decoradas, un reloj con caja dorada y un ancho y pesado espejo daban al cuarto el aspecto sombrío de un lujo añejo. En el centro se veía un piano pequeño; encima de él, un tintero de porcelana, y junto a él, unas cuantas hojas de papel pautado. Una mirada rápida a aquellos preparativos para componer me convencieron de que hacía mucho tiempo que no se había escrito allí ni una nota, pues el papel estaba amarillento y el tintero cubierto de telarañas. El individuo se dirigió a un armario adosado a la pared, que yo no había visto aún, y al separar la cortina vi una hilera de libros bien encuadernados, en cuyos lomos, con letras doradas, se leía: Orfeo, Armida, Alcestes, Ifigenia, etc., en una palabra, todas las obras maestras de Gluck.
—¿Tiene usted las obras completas de Gluck? —le pregunté.
No me respondió; pero una sonrisa forzada contrajo su rostro, dándole una expresión terrible. Dirigió hacia mí su mirada severa y fija y cogió uno de los tomos. Era Armida. Con él en la mano se acercó al piano. Yo lo abrí en seguida y preparé el atril, que estaba recogido; aquello le agradó, al parecer. Abrió el libro y... ¿quién podría expresar mi asombro? Sólo vi el papel pautado sin una sola nota.
Luego comenzó a decir:
—Ahora voy a tocar la obertura. Vuélvame las hojas a tiempo.
Así se lo prometí, y comenzó a tocar de modo maravilloso y conmovedor el majestuoso tiempo de marcha con que empieza la obertura, ateniéndose por completo al original; pero el alegro tenía muchas cosas mezcladas a las ideas primordiales de Gluck. Hizo unos cambios tan geniales, que mi asombro iba subiendo de punto. Las modulaciones eran muy vivas, sin llegar a agudas, y mezclaba tantas melodiosas variaciones con las ideas del autor, que las hacía resaltar con más colorido. Su rostro ardía; frunció las cejas y una furia contenida se pintó en sus ojos, que a poco se inundaron de lágrimas. A ratos cantaba el tema, al tiempo que lo acompañaba con infinitas variaciones, con una agradable voz de tenor; luego imitaba los timbales. Yo volvía las hojas siguiendo su mirada. La obertura terminó, y mi amigo cayó extenuado en una butaca, con los ojos cerrados. Se levantó luego y, mientras volvía algunas de las hojas en blanco del libro, dijo con voz opaca:
—Todo esto, señor mío, lo escribí yo cuando retorné del reino de los sueños. Pero confié lo santo a los incrédulos y una mano de hielo hizo presa en el corazón ardiendo. No se rompió; pero yo fui condenado a morar entre los incrédulos como un espíritu aislado... sin forma, por lo cual nadie me conocerá hasta que el heliotropo me eleve de nuevo al Eterno... Ahora voy a cantar la escena de Armida.
Y cantó la escena final de Armida con una expresión que me conmovió profundamente. También en ella se separó mucho del original, pero sus cambios daban mayor relieve a la música de Gluck. Todo lo que se puede expresar de odio, amor, desesperación, delirio estaba expresado de la manera más hermosa en tonos enérgicos. Su voz parecía la de un joven, que de la insignificancia más vulgar y monótona se eleva a la fuerza más conmovedora. Todas mis fibras se estremecían..., estaba fuera de mí.
Cuando hubo terminado me eché en sus brazos y le pregunté con voz temblona:
—¿Qué es esto? ¿Quién es usted?"
Se puso de pie delante de mí y me midió con su mirada penetrante; cuando iba a continuar preguntándole desapareció con la luz tras de la puerta, dejándome a oscuras. Transcurrió casi un cuarto de hora; iba ya desesperando de verle y buscaba la puerta orientándome por la colocación del piano, cuando de repente apareció vestido con un traje de gala muy bordado, una casaca riquísima, la espada al cinto y con la luz en la mano.
Yo me quedé asombrado. Él se adelantó hacia mí, muy grave, y tomándome de la mano me dijo con una extraña sonrisa:
—Soy el caballero Gluck.

Washington Irvin - La novia del espectro.

(The Spectre Bridegroom)

No hallaré el descanso en mi posada Falstaff.
Durante un viaje que hice por los Países Bajos, llegué una noche a la Pomme d'Or, el mejor hostal de una pequeña villa flamenca. Lo hice pasada la hora convenida y me vi obligado a cenar a solas los restos del menú que me sirvieron. Hacía un frío espantoso. Tomé asiento al fondo de un amplio comedor vacío; angustiado por aquella soledad, por aquel silencio. Pedí al posadero algo que leer, y el buen hombre me ofreció cuanto componía la biblioteca de su casa y pensión: una biblia familiar holandesa y un almanaque escrito en la misma lengua, pero también unos cuantos periódicos parisinos atrasados... Me entretenía en la lectura de alguno de aquellos periódicos cuando llegaron hasta mis oídos unas risas que parecían originarse en la cocina.


Cualquiera que haya viajado por el continente sabe lo muy importante que resulta para el viajero llegar a un lugar en el que las cocinas sean alegres; sobre todo, en circunstancias como la mía, con un tiempo de perros, cuando más necesario se hace el calor en todos los sentidos... Dejé a un lado, pues, el periódico que leía, y me levanté con ánimo de hacer una incursión, más o menos profunda, allá por donde estaba la cocina del hostal. Vi allí, reunidos al amor del fuego, a varios viajeros que habían arribado al hostal antes que yo, a hora prudencial, pues, en una diligencia; estaban en animada charla con las personas que se encargaban de cocinar para la clientela del Pomme d'Or. Estaban, como he dicho, sentados alrededor de uno de los fogones, que parecía un altar ante el que se hubiera congregado una comunidad, aun pequeña, de fieles; había sobre el fogón, en la pared, cacharros de cocina y una vajilla completa y reluciente, en la que destacaba un juego de té presto para el servicio. Una lámpara de aceite, grande y de cristal reluciente, daba luz a los que allí charlaban y reían, arrojando sus sombras descomunales contra las paredes de la amplia cocina. Bajo aquella amarillenta luz de la lámpara sólo aparecía bien iluminada la escena que mostraba a esas personas, permaneciendo el resto de la cocina en una penumbra atrayente, que sugería placidez e intimidad. Una hermosa flamenca, con largos pendientes dorados en sus orejas y con un pequeño corazón, igualmente dorado, pendiente de su cuello por una cadenita, parecía la sacerdotisa que oficiaba el rito de la reunión ante aquel fogón como un altar, en la cocina del hostal.

Varios de los presentes fumaban plácidamente sus pipas, con ese especial gusto con que se saborea un buen tabaco aromático después de una excelente cena, cuando ya comienza a desearse el tibio lecho para descansar. Ya he dicho que se contaban anécdotas, y justo entré cuando uno de aquellos hombres concluía la suya y empezaba un francés a referir otra... Era el francés un hombre de cara larga y magra pero jovial, con enormes patillas, y comenzó a contar historias galantes de las que, cómo no, había sido protagonista, entre el regocijo de las muchachas flamencas de la cocina y las risas admiradas de los demás hombres allí reunidos... Lo propio, en fin, de esos templos de la liberalidad y de la honesta diversión que son las cocinas de los hostales cuando llega la noche. Desde luego, no vi mejor ocasión de sacudirme el tedio, y como en realidad aún no me apetecía irme a dormir, a despecho del cansancio, tomé asiento junto a los allí congregados, procurando no hacer ruido. Escuché así varias historias más que referían los viajeros, algunas de una increíble extravagancia y otras más verosímiles, como ocurre en estos casos. Todas ellas, sin embargo, se me han borrado ya de la memoria, a excepción de la que narró un hombre, que pido permiso para relatar...

Lamento no poder hacerlo con la vivacidad y convicción, empero, con que hizo su relato aquel hombre, ni con su aire tan peculiar, ni con sus gestos tan apropiados... Era un viejo suizo corpulento, que tenía la pinta del que ha viajado mucho. Vestía decorosamente, muy pulcro y hasta elegante con su chaqueta verde de buen paño. Era muy corpulento, como ya he dicho, a pesar de su edad proyecta, y gesticulante, con la mandíbula poderosa, de nariz aquilina, de ojos grandes y chispeantes, rubios aún sus cabellos, a pesar de las canas que lucía, que le caían crecidos sobre el cuello de un abrigo largo de terciopelo e igualmente verde, esos abrigos que en realidad son una capa, prenda tan típica entre los viajeros que recorren en invierno el continente.

A veces lo interrumpían en su relato, bien las preguntas de quienes escuchaban, sobre todo las preguntas de las muchachas, o bien la llegaba de algún huésped aún más tardón que yo mismo, y él a todos atendía, cordial, deferente, para seguir después a lo suyo con el mismo entusiasmo de antes... Y alguna vez se interrumpía él mismo, con el pretexto de dar lumbre a su pipa, sin duda para incrementar las ansias de quienes lo escuchábamos... Ni que decir tiene que las muchachas, y en especial la flamenca rubicunda de los pendientes dorados, le miraban con embeleso, como enamoradas. Me gustaría que mis lectores se lo imaginaran con su pipa genuina, con su mentón poderoso, sentado en un sillón con todo su aire mundano mientras refería aventuras, como sin importancia, que a todos sorprendían, con la cabeza siempre alta, más que la de un gallo, y entornando a veces los ojos para reafirmar un aspecto particularmente memorable de su relato, o mirando de reojo con ellos cuando el misterio tenía que ser aprensivo; así, acaso, la última historia que contó, y que a continuación paso a referirles, les toque en el alma tan profundamente como a mí me llegara.

En la cumbre de una de las alturas de Odenwald, país salvaje y romántico de la Alta Germania, situado cerca de donde confluyen el Mosa y el Rin, se alzaba hace muchos años el castillo del barón Von Landshort. Ahora, por el tiempo en que transcurre mi historia, se hallaba en ruinas y casi sepultado por un bosque de hayas y de negros abetos; no obstante, la vieja torre que servía de punto de observación y vigilancia más importante del castillo aún se elevaba por encima de los árboles, de igual manera que el barón del que hablo se esforzaba en mantener su dominio sobre los campesinos de la comarca. El barón era un descendiente venido a menos de la gran familia de los Katzenellenbogen y heredero de sus bienes y del orgullo que fue divisa de la estirpe. Aunque el afán guerrero de sus antepasados había hecho que disminuyera el número de sus propiedades, pretendía el barón, sin embargo, seguir dando muestras de una opulencia infinita. Eran tiempos de paz y todos los nobles de Alemania habían abandonado sus góticos torreones defensivos, colgados de las montañas como nidos de águilas, para afincarse en los valles, lugares de común más placenteros y que propician una existencia, por ello, más cómoda.

Tenía el barón una hija, su única descendiente; pero la naturaleza compensó no haberle dado más que esa hija, haciendo de ella, en cambio, un prodigio de virtudes. Tanto sus primas como todas las nodrizas y comadres de la comarca aseguraban al padre que no había en toda Germania quien pudiera rivalizar con ella en belleza. ¿Quién mejor que ellas para aseverarlo? Había recibido la educación más esmerada, siempre bajo la vigilancia de dos de sus tías, unas viejas solteronas que, habiendo pasado varios años de su juventud en uno de los pequeños principados de Alemania, estaban, por ello, versadas en todas las ramas del saber, en todos los conocimientos precisos para instruir convenientemente a una joven de abolengo y belleza tan notables como los de su sobrina. Por la virtud de los consejos recibidos de sus tías, así, la hija del barón accedió a un grado sumo de perfección espiritual. Aún no había dejado atrás sus maravillosos dieciocho años, y ya hacía encantadores bordados y representaba escenas santas prodigiosas en los telares, tan expresivas que se podía jurar al verlas que las ánimas del purgatorio habían vuelto a la vida. Era capaz de leer, además, y sin mayores esfuerzos, lo mismo libros religiosos que otros con las historias de caballeros andantes del Heldenbuch.

Había hecho, en fin, grandes progresos en la literatura, con lo que ya era capaz de escribir su nombre sin olvidarse de una sola letra; lo hacía de manera muy pulcra, harto legible, a tal punto que sus tías podían leerlo sin necesidad de ponerse las antiparras para tratar de adivinar cuál sería una u otra letra... Mas, muy especialmente, sobresalía en artes tales como las de cuál era la danza del día, tocar en el arpa distintos aires de la tierra, y también en el laúd, además de saberse de memorias las más tiernas baladas de los Minnielieders.

Las tías de la joven, que en sus años mozos habían sido, sin embargo, mujeres coquetas y de virtud más que en entredicho, eran las personas más idóneas para vigilar como auténticas cancerberas la conducta de su sobrina, pues no hay dueña de una virtud tan rigurosa y de un decoro tan sobrio como una coqueta que se quedó soltera... Raramente consentían que la bella se alejara de su vista y pocas veces le permitían salir de las estancias del castillo sin que cayera sobre sus espaldas su mirada. Sin cesar leían en voz alta, para que lo oyese bien la muchacha, tratados sobre las conveniencias sociales y la obediencia pasiva. Y en lo que a los hombres respecta, ¡ah, caramba!, le decían que jamás habría de consentir en mirarlos, salvo si se hallaba a gran distancia de ellos, y en cualquier caso con tanta desconfianza y prevención, que sin una autorización especial de ellas mismas no se hubiera atrevido la pobre, jamás, a recrearse la vista en la contemplación del más bello doncel del mundo... Eso, pues, mirar a un hombre, no, nunca, jamás... Tal atrevimiento, estaba segura, le hubiera supuesto morir de inmediato a sus pies.

Pronto dieron sus frutos los rigores de aquella educación. La joven dama era un perfecto ejemplo de discreción. Mientras las demás muchachas de su edad, cual flores mundanas que cada mano puede acariciar y tirar después, marchitaban el brillo de su hermosura encantadora en los torbellinos del mundo y la vida, nuestra modesta y encantadora virgen, tan hermosa, dirigida siempre por sus virtuosas cancerberas, florecía como el botón de una rosa solitaria que se alza y abre magnífica en su esplendor entre todas las espinas que la cercan. Sus tías, ni que decirlo, la contemplaban más orgullosas de sí mismas que de su sobrina, y se decían que aunque todas las demás jóvenes se alejaran del recto camino, gracias al cielo, semejante baldón nunca caería sobre la hermosa heredera de los Katzenellenbogen. Sin embargo, aunque el barón de Landshort no tenía más que aquella hija única, no por eso era menos numerosa su familia, pues había querido darle la Providencia toda una legión de parientes sin fortuna, que, cual es de común en todos aquellos parientes cuyo afecto conviene poco, mostraban una clara disposición y hasta un cariño enorme hacia el barón, al que se sentían muy apegados, y aprovechaban cualquier circunstancias para dejarse caer como un enjambre sobre el castillo para darle muestras de su amor. Cada fiesta familiar era celebrada por estas buenas gentes a costa del barón, y cuando ya habían comido y bebido hasta reventar declaraban enternecidos que nada había sobre la faz de la tierra, y aun en los cielos, como las deliciosas reuniones de familia que tanto les alegraban los corazones.

El barón, a pesar de ser un hombre más bien bajo, tenía un alma elevada, cabe decirlo así... Más aún, se tenía por el más grande hombre del pequeño mundo en que vivía; tamaña convicción acerca de su superioridad sobre los demás le colmaba de dicha. Por eso disfrutaba narrando larguísimas historias sobre las virtudes y el valor de sus antepasados, cuyos antañones retratos, en las paredes del castillo, parecían hacer guiños y muecas, de burla las más de las veces, a quienes los contemplaban, y nadie le escuchaba con mayor benevolencia que quienes se sentaban invitados a su mesa. Era además hombre muy dado a lo maravilloso y creía a pies juntillas en todos esos cuentos fantásticos y hasta sobrenaturales que de común se refieren en las montañas y en los valles de Germanía. La credulidad de sus huéspedes, sin embargo, era aún más grande y sincera que la suya; oían cada historia con los ojos muy abiertos, tanto más que la boca, y nunca dejaban de admirarse de lo escuchado, aunque fuese la centésima vez que se lo repetían... Así de a gusto vivía el barón de Landshort, oráculo de su mesa, monarca absoluto de su pequeño imperio; dichoso y feliz, sobre todo, creyéndose el hombre más sabio de su siglo.

Por el tiempo a que se refiere mi relato, se celebró en el castillo una gran reunión de familia para tratar de un asunto de la mayor importancia: buscar un marido conveniente a la hija del barón. A tales efectos habíase celebrado una reunión entre el barón de Landshort y un viejo y noble caballero de Baviera, para negociar acerca de la unión de las casas de ambos mediante el matrimonio de sus hijos; incluso se habían iniciado ya los preparativos del casamiento con toda la escrupulosidad que la empresa requería, aunque aún no se hubieran visto ni hablado los futuros contrayentes... Se designó hasta el día para la ceremonia, por lo que se cursó recado urgente al joven conde Von Altenburg, el futuro esposo, que servía en los ejércitos imperiales, a fin de que se pusiera en camino para recibir la blanca y pura mano de la hija del barón. Desde Würtzburg, donde había hecho noche, llegaron al castillo cartas suyas anunciando en una el día, y en la otra la hora aproximada, en que llegaría.

Todo el castillo se dispuso a darle la bienvenida adecuada. La novia se había vestido ara la ocasión con especial cuidado. Sus tías habían vigilado con minuciosidad máxima su tocado, escogiendo cada adorno del vestido no sin discutirlo largo rato, cosa que aprovechó la joven, dicho sea de paso, para seguir su propio gusto, que, por ventura, era muy delicado. Cabe decir que estaba todo lo hermosa que podía desear un esposo, pues además la emoción de la espera hacía que le brillasen los ojos, y que lucieran sus encantos todos, con un fulgor nuevo. El rubor que cubría su cara; las palpitaciones de su seno, tibia y dulcemente agitado; sus ojos, de tanto en tanto ensoñecidos, todo, en fin, proclamaba el tumulto de emociones que se había despertado en su joven y tierno corazón. Sus tías, siempre a su lado, le daban graves consejos sobre las maneras que debía observar, sobre las cosas que debía decir, para dar al futuro esposo el recibimiento más honesto.

El barón no era ajeno a todas aquellas expectativas; aunque nada tenía que hacer, pues ya se encargaban los demás de todo, su naturaleza de hombre inquieto le hacía ir y venir de aquí para allá, entre criados y amas, exhortándoles a trabajar duramente aunque no se concedieran un breve descanso, de forma tal que se le oía zumbar en las habitaciones y en los patios, como esas moscas inclementes e inoportunas que no hacen otra cosa que incomodarnos en los días del verano. Mientras tanto, ya había sido sacrificada y dispuesta para los pucheros la ternera más grande de cuantas tenía en la granja; ya por los bosques habían resonado los gritos de alerta y victoria de los cazadores dedicados a cobrar exquisitas piezas; ya estaba la cocina atiborrada de viandas para preparar; ya las bodegas rebosaban de océanos de Rhein-Wein y hasta el gran tonel de Heidelberg prestó su contribución a la fiesta... Todo, en fin, estaba dispuesto para recibir cual era debido hacerlo al distinguido huésped, con tanto Sausy Braus como es propio de las normas de la hospitalidad germana; pero el novio tan esperado no aparecía; pasaron horas y más horas y no llegó.

El sol, cuyos rayos penetraban hasta lo más profundo de los ricos bosques de Odenwald, acabó por derramar su luz sólo sobre las cumbres de la montaña. El barón, desde la más alta torre de su castillo, se fatigaba la vista inútilmente mirando en lontananza, ansioso por avistar al conde y su séquito. Una vez creyó verlo al fin; el sonido de un cuerno, prolongado en el aire por los ecos del valle, resonó en sus oídos y le alegró el corazón. Vio a lo lejos muchos hombres a caballo que avanzaban por el camino... Mas apenas llegaron al pie de la montaña, tomaron de pronto una dirección que desde luego no conducía al castillo.

Se ocultó al fin el sol lentamente. A la tenue luz del crepúsculo, los murciélagos empezaron a revolotear girando enloquecidos sobre su cabeza; el camino se hacía cada vez más oscuro; ya no se veía ni oía a nadie; sólo, de vez en vez, a cualquier labriego fatigado por la dura jornada que caminaba pesadamente hacia su choza. Todos los que estaban en el castillo del barón mostraban una perplejidad absoluta, cuando no gran inquietud... Mientras, en otro lugar de Odenwald, acontecía en el mismo momento una escena al menos curiosa. El joven conde Von Altenburg marchaba tranquilamente; iba al trote corto, sin prisa, con esa satisfacción propia de un hombre que en breve tomará por esposa a una bella y joven dama, cuando ya sus amistades lo han liberado de todas las trabas y han disipado todas sus incertidumbres, propias, por lo demás, de quien se ve obligado a hacer la corte. Estaba seguro el conde de que su futura esposa le esperaba para ofrecerle una magnífica mesa con la que regalarse tras el largo camino. Mas ocurrió que se había encontrado en Würtzburg con un compañero de armas, con el que había servido algún tiempo atrás en la frontera. Herman Von Starkenfaust era uno de los guerreros más fornidos, intrépidos y temibles de la caballería alemana. Volvía ahora, ya licenciado, al castillo de su padre, no muy alejado del de Landshort, aunque hay que mencionar que una antigua querella mantenía aún, por aquel tiempo, la enemistad de las dos familias, a la que sin embargo eran ajenos el conde y el caballero. En la alegría que a los dos embargó por su encuentro, ambos se contaron sus últimas aventuras y avatares; el conde, naturalmente, le dijo que iba a contraer matrimonio con una dama a la que jamás había visto, pero de la que tenía las mejores nuevas, incluso las referencias más maravillosas. Como iban en la misma dirección, convinieron en hacer juntos el resto del viaje; a fin de hacerlo aún con mayor comodidad, abandonaron Würtzburg a hora muy temprana de la mañana, ordenando el conde a su séquito que saliera más tarde para darles alcance y reunirse de nuevo.

Con el relato de sus aventuras, entre las que no faltaban tales o cuales combates, fueron haciéndose más grato el viaje, de común tedioso; el conde, por lo demás, en ocasiones se excedía al hablar de aquella prometida a la que jamás había visto, diciendo por ejemplo que era la mujer más hermosa del mundo y otras y muy felices cosas por el estilo... Sin que se hiciera apenas un silencio entre ellos, se adentraron, pues, en las montañas de Odenwald y atravesaron uno de los desfiladeros más oscuros y peligrosos del viaje.

Es bien sabido que los bosques de Germania albergaban por aquel tiempo muchos bandidos, casi tantos como castillos llenos de fantasmas había, y en la época en que transcurre esta verídica narración, eran muchos los desertores de la milicia a los que no les había quedado otro remedio, a fin de evitar la muerte, que echarse a los caminos organizados en bandas de salteadores. Nadie ha de sorprenderse, así las cosas, si digo que nuestros dos caballeros fueron atacados al cabo por una banda de ladrones cuando, atrás ya el desfiladero, se adentraron en el bosque. Se defendieron con gran coraje, como es lógico; lucharon largo tiempo, y ya estaban a punto de sucumbir, empero, cuando acudió el séquito del conde en su auxilio. Huyeron los bandidos entonces; mas el conde había recibido una herida mortal y no tardaría mucho en fallecer. Antes, sin embargo, se le llevó con cuidado a Würtzburg para que fuese atendido por un sabio monje que lo mismo curaba las almas que los cuerpos...

En vano. La mitad de su talento, la que curaba los cuerpos, se demostró incapaz de evitar que allí concluyesen los días del pobre conde Von Altenburg. En su lecho de muerte suplicó el conde a su amigo que se dirigiese al castillo del barón de Landshort tan presto como pudiera para comunicar la causa de que no hubiese estado junto a su prometida en la hora anunciada; aunque no se tratase del amante más apasionado, sí hay que hacer notar que era probablemente el hombre más cumplidor de sus obligaciones y palabra, y se mostraba ciertamente dolido por no haber hecho acto de presencia donde se le esperaba. También por la misma razón suplicaba al amigo que cumpliese cuanto antes su encargo. «Si no se hace así —le dijo—, no reposaré tranquilo en mi tumba». Lo repitió hasta dos veces más, solemnemente.

Tan viva súplica no necesitaba más que ser atendida, sin otras consideraciones; así, pues, el guerrero Starkenfaust calmó a su amigo prometiéndole cumplir fielmente su última voluntad y le tendió su mano para darle la prueba necesaria de la validez de su palabra. El moribundo llevó la mano del amigo a su corazón, muy agradecido por su gesto noble, y apenas unos pocos segundos después comenzaba a delirar trágicamente. Habló, en su sinrazón, de su prometida, de la felicidad que le aguardaba junto a ella; dio órdenes para que se le preparase un caballo con el que dirigirse cuanto antes hacia el castillo de Landshort... Y murió soñando que galopaba.

Starkenfaust exhaló entonces un suspiro y se echó a llorar, lamentándose de tan trágica como prematura muerte; no obstante, pronto pensó en el encargo hecho por su amigo antes de expirar; sentía una opresión terrible en el pecho y tenía la cabeza atormentada por la inquietud y la prisa de cumplir cuanto antes aquella última voluntad del conde, pues no en vano tenía que presentarse en la casa de los enemigos históricos de su familia sin haber sido invitado, y encima para acabar con las ilusiones y con la alegría de los allí reunidos, comunicándoles tan triste nueva... Pero, al tiempo, cobraba en él fuerza, paulatinamente, una cierta curiosidad por ver de cerca a la bella Katzenellenbogen, cuya fama de hermosa se extendía ya más allá de la comarca y a quien tan alejada del mundo habían tenido siempre... No en vano era Starkenfaust un rendido, si no devoto, admirador del bello sexo, y se daba en su carácter, además, una cierta tendencia a la originalidad en sus comportamientos, que lo llevaba a emprender cualquier aventura con que sólo se le pasara una vez por la cabeza. Antes de partir, cuidadoso como lo era con los detalles, hizo los necesarios arreglos con los frailes del convento para la celebración del funeral por su amigo, que sería enterrado posteriormente en la catedral de Würtzbug, en la cripta de sus antepasados, y los servidores del conde, llenos de tristeza, cargaron con sus restos para hacer el trágico traslado hasta la iglesia. Mas, volvamos de nuevo a la familia de los Katzenellenbogen... Esperaban todos impacientemente al novio, y no menos impacientemente, que se sirviera la comida... Y volvamos al barón, al que dejamos en su torre vigía... Desesperado el barón porque ya se había cerrado la noche sin que diera señales de vida el futuro esposo de su hija, bajó de la torre. El banquete, que se había retrasado ya más de lo necesario, no se podía demorar por más tiempo pues comenzaban a secarse algunas de las viandas preparadas; el jefe de los cocineros, muy apurado y nervioso, pero no sólo él, sino la servidumbre toda, y los pinches de la cocina, y naturalmente los parientes, todos, en fin, mostraban un hambre semejante al que pueda tener todo un batallón de soldados tras días y días sin probar bocado. Muy a su pesar, no le quedó al barón más remedio que dar su consentimiento para que todos ellos recibieran la ración pertinente, aunque aún no hubiera hecho acto de presencia el invitado de honor.

Tomaron todos asiento, al fin, ante su plato; ya iban a dar cuenta del banquete, cuando se dejó sentir a poca distancia la llamada de un cuerno, lo que inequívocamente anunciaba la presencia inminente de un viajero... Sonaron más toques, prolongados por los ecos de los patios del castillo, que fueron respondidos por los cuernos de la guardia para dar cuenta de que se le franqueaba el paso al que llegaba. El barón salió apresuradamente a dar la bienvenida a quien creía su futuro yerno.

Ya habían bajado los guardias el puente levadizo, ya se encontraba el viajero ante la reja de la puerta... Era un caballero alto y muy fuerte, a lomos de un poderoso caballo negro; llegaba muy pálido, pero tenía brillantes los ojos; una muy honda melancolía parecía haber impresionado su semblante y le daba un aspecto más que notable de héroe romántico... El barón se lamentó de verle llegar solo y sin equipaje; por un momento se sintió herido en su dignidad, pues aquel a quien tenía por el prometido de su hija se presentaba con tales y tan lamentables trazas ante la familia, de rancio abolengo y gran distinción, a la que iba a unirse... En suma, se dijo que su futuro yerno era un tanto descortés, no importaba lo muy duro que le hubiera resultado el viaje... Así y todo, se calmó pronto el barón, diciendo para sus adentros que a buen seguro había procedido así debido a la ansiedad que tenía por conocer a su hija, lo que le llevó a ponerse en camino sin aguardar a su servidumbre y sin acicalarse siquiera.

—Lo siento —dijo el recién llegado—; no quería llegar a vuestra casa a hora tan intempestiva...
El barón lo interrumpió entonces con un auténtico chaparrón de cumplidos, que acompañaba de miles de salutaciones cordiales, ya que, olvidada su desazón y su resentimiento anteriores, el caballero se había expresado de manera tan elocuente y diplomática. Quiso el extraño detener aquel torrente de palabras, un par de veces, alzando la mano; pero viendo que era imposible hacer que el barón callase para escucharle, se resignó, bajó la cabeza y esperó a que acabara.

Así llegaron al último patio del castillo. Al fin hizo el barón una pausa; mas en cuanto el caballero intentó abrir la boca para explicarse, de nuevo fue interrumpido, ahora por la irrupción de las mujeres de la familia, que llevaban de las manos a la novia, modosa ésta, pugnando vergonzosa por esconderse tras ellas, ruborizada dulcemente en su sonrisa... No pudo por menos que contemplarla arrebatado el caballero, como en éxtasis; tal parecía que se hubiera enajenado su alma al contemplar a tan bella damita. Una de las tías solteronas murmuró entonces unas palabras al oído de la hermosa v virginal muchacha, que hizo un gran esfuerzo para hablar, alzando tímidamente sus ojos de un azul profundo, húmedos por las alegres lágrimas que intentaba reprimir. Miró al caballero, pero fue sólo un segundo, pues de inmediato bajó los ojos otra vez. No le brotó una sola palabra de entre los labios, pero una graciosa sonrisa que vagaba por su boca le marcó dos no menos lindos hoyuelos en sus mejillas de rosa, como si hubiera querido demostrarle que nada le placía más que su presencia. Era imposible, ciertamente, que una damita en la tierna y feliz edad de los dieciocho años, dispuesta a entregarse al amor y al matrimonio en cuerpo y en alma, no quedase encantada ante la presencia de un caballero como aquél, de porte tan impresionante y de nobleza más que evidente. El caballero se presentaba muy tarde, por lo que no había tiempo para más preámbulos, ni mucho menos para seguir hablando. El barón era hombre que se distinguía por adoptar decisiones rápidamente, así que, dejando para el día siguiente cualquier explicación, hizo que todos tomaran asiento a la mesa para que se diera inicio, de una vez por todas, al banquete de bienvenida, aún intacto.

La mesa estaba servida en el gran salón del castillo. Los muros, cubiertos de retratos de los héroes de la familia Katzenellenbogen, alguno de los cuales, por cierto, era incluso bien parecido, y de incontables trofeos de caza, y otros obtenidos en justas memorables a lo largo de los tiempos. Había también, en tan severa decoración, petos y cotas destrozados, lanzas rotas, pendones desgarrados, estandartes pisoteados por los caballos, salpicado todo ello con los despojos de los animales cazados: la quijada de algún lobo, los colmillos de un jabalí, algunos de aspecto tan amenazador como las ballestas y las flechas junto a las que eran exhibidos, al lado de mazas, hachas y espadas cruzadas. Aquel a quien tenían por el novio prestó poca atención, sin embargo, a la sociedad que lo rodeaba y al mismísimo festín que se le ofrecía, con ser extraordinario; por el contrario, no hacía más que mirar a la hermosa novia. Hablaba tan bajo que los convidados no podían oírle, pues téngase en cuenta que los enamorados apenas tienen voz, de tan arrebatados; el amor murmura suave y dulcemente su lenguaje. Sólo esperaba el caballero una palabra de la novia, pues qué amante es tan poco sutil como para no estremecerse de gozo con el más leve sonido de la voz de su amada?

Aquella ternura y aquella gravedad que se daban en el recién llegado, la exquisitez de sus modales en contraste con su aspecto fiero, impresionaron profundamente a la virginal damita, que le prestaba una atención máxima mientras cambiaba del suave arrebol al rubor intenso; de vez en vez balbucía una respuesta, y cuando los ojos del caballero dejaban de mirarla, le lanzaba ella una mirada, de reojo y a hurtadillas, para saciarse con su romántica apostura... Naturalmente, exhalaba entonces un suspiro encantador. Era más que evidente que ambos habían sucumbido ya a la más ardorosa pasión. Las tías solteronas de la damita, harto versadas ellas en los secretos del corazón, se decían por lo bajo que ambos se habían enamorado nada más verse, cosa de la que se congratulaban.

Así transcurrió el festín, pues, entre el beneplácito de los invitados; mas acabó un poco salvajemente, pues ida la morigeración primera los parientes del barón dieron cuenta de las viandas con ese apetito depredador que es propio de quien anda de común con la bolsa vacía y encima respirando de continuo el sano aire de las montañas. Como no podía ser de otra forma, narró el barón lo más granado de sus historias y anecdotario, pero hay que decir que pocas veces lo había hecho tan bien como entonces. Si en una de sus narraciones había algún acontecimiento maravilloso, quienes lo escuchaban quedaban aún más encantados que los personajes de la historia; si decía alguna jocosidad, sabían cuándo reírse en el momento oportuno.

Cabe añadir que el barón, como la gran mayoría de los señores de su tiempo, poseía una dignidad enorme y no era, por ello, hombre dado a las excentricidades y a los chascarrillos groseros, por lo que pocos eran los que tenían por una tontería plena sus historias; y si creía haber consentido en cualquier cosa chocarrera, bien que a su pesar, y aunque los demás no lo hubiesen advertido, acudía presto al vino el barón para llenarles las copas, forzar un brindis y dejar que cayera el velo del vino así de gratamente bebido sobre su desliz anterior. Naturalmente, una gracia, por muy absurda e involuntaria que sea, siempre es bien recibida cuando el dueño de la casa la acompaña con una invitación a beber un caldo excelente.

Entre los invitados, por lo demás, los espíritus más pobres y mezquinos de la parentela del barón aprovechaban el contento general para decir cosas que en otra ocasión jamás se hubieran atrevido a proclamar. Susurraban al oído de las mujeres mil cuentos festivos, algunos incluso procaces, que atacaban de risa convulsa a quienes los oían... y a quienes los contaban, claro... Un primo carnal del barón, por ejemplo, un hombre muy pobre pero que no por ello era malhumorado y sombrío, sino todo lo contrario, un hombre sanote v de cara muy colorada, se puso a aullar en un momento dado, más que a cantar, varias de esas cancioncillas populares que las púdicas tías solteronas de la novia oyeron a través del abanico abierto con el que se tapaban la cara.

En medio de tan tumultuosa como alegre reunión, el recién llegado, empero, mantenía una extraña gravedad que contrastaba, no obstante su delicada educación, de la que hacía gala en todo momento, con la algarabía reinante a su alrededor. A medida que avanzaba la noche, sin embargo, se le vio más triste y pensativo, y cosa aún más sorprendente, las historias del barón, en vez de divertirle, como a los demás, le hacían sentirse más melancólico y evocador... A veces parecía sumido en una honda meditación; otras, un vistazo huraño, inquieto y furtivo que echase a los demás, denotaba la turbación en que se debatían sus pensamientos v el sentir de su alma. No obstante, conversaba con la novia; mas eran sus palabras, con ella, tan animadas como misteriosas. Aquel misterio que había en algunas de las cosas que decía el caballero, hizo que la frente antes serena de la doncella comenzara a oscurecerse con nubes negras de pena; su corazón comenzaba a palpitar sobresaltado, no por el entusiasmo del amor, sino por el temor de una pena muy grande.

Aquello, naturalmente, no pudo escapar a la atención de varios de los allí presentes. La inexplicable y súbita tristeza de la novia, y la rigidez del caballero, llenó de inquietud a quienes les observaban, al punto de que, poco después, todos hablaban en voz baja, habían cesado los cánticos y las bromas, se miraban acongojados... Se testimoniaban, en fin, su sorpresa ante aquella melancolía de los amantes, cuya causa ignoraban. Poco a poco fue haciéndose el silencio en el gran salón del castillo. Se entrecortaban las conversaciones, aun las que se hacían en voz más baja, con un lúgubre silencio... Y donde antes hubo algarabía, fiesta, relatos jocosos y hasta indecentes, comenzaron a producirse narraciones trágicas, de aventuras sobrenaturales las más... A un cuento realmente pavoroso sucedía otro aún más terrible. El barón hizo que más de una dama estuviera a punto de sufrir un síncope, con el relato sobre un espectro que llevaba a la grupa de su caballo a la bella Leonora... Una historia espantosa, es cierto, pero real; una historia que después de sucedida apareció en versos magníficos que en el presente admira el mundo entero.

El caballero al que todos tenían por el prometido de la hija del barón escuchó aquella historia atentamente y quedó impresionado a tal punto, que hubo de levantarse de su silla, haciendo mucho ruido, antes de que el anfitrión la concluyera. Al hacerlo, destacó sobremanera su gran estatura; el barón, que era hombre de corta talla, como ya se ha señalado, creyó hallarse entonces ante la presencia de un gigante, o de algún otro ser nacido de las historias fantásticas a las que tanto propendía. Oyó el caballero de pie, pues, el final de la narración del padre de la novia; lanzó entonces un hondo suspiro y se despidió de los allí presentes con educación y mucha solemnidad, dejándolos perplejos. Miraron todos al barón, entonces, que además de atónito parecía haber sido tocado por un rayo.

—¡No podéis abandonar el castillo a estas horas! —le dijo el barón, rehaciéndose—. Es la recepción que os brindamos... Y ya os hemos dispuesto aposentos para que descanséis...
Pero el caballero movió la cabeza triste y misteriosamente.
—Debo —dijo al fin— pasar esta noche en otros aposentos, bien distintos de los que me ofrecéis.
Algo en su tono hizo que el barón se conmoviera, mas, como era hombre orgulloso, repitió su hospitalario ofrecimiento. El caballero, no obstante, se limitaba a negar con la cabeza, sin decir palabra, mirando al suelo. Al fin alzó la mano, en señal de despedida, y abandonó el salón. Las tías solteronas de la bella novia se quedaron de piedra; la hermosa virgen escondió sus ojos a la mirada de los demás para que no viesen que lloraba.

El barón, no obstante, y por hacer que prevaleciera su dignidad, se levantó para ir tras el caballero, alcanzándole cuando llegaba al patio donde su poderoso caballo negro golpeaba impacientemente el suelo de piedra con sus cascos. El caballero, entonces, y como no quería mostrar descortesía para con su anfitrión, se volvió y dijo con voz ahogada, casi sepulcral:
—Ahora que nadie nos oye puedo deciros el secreto de mi marcha... He hecho una promesa solemne y he de cumplirla...
—¿Cómo? —dijo el barón—. ¿Y no os puede reemplazar alguien de vuestra confianza para cumplir ese compromiso?
—Nadie puede reemplazarme. Estoy obligado por mi palabra a ir a la catedral de Würtzburg.
—Bien, de acuerdo —aceptó el barón—. Id presto, pero tendréis que regresar mañana en busca de mi hija.
—No —dijo muy lúgubre el caballero—; no he dado mi palabra de llevar a vuestra hija al altar de la catedral de Wützburg. Me esperan los gusanos de la sepultura... Estoy muerto... Me asesinaron unos salteadores de caminos... Mi cuerpo yace ahora en la catedral de Wützburg y seré enterrado a medianoche... Mi tumba, pues, me aguarda abierta; es preciso que cumpla mi palabra.

Montó rápidamente a caballo, cruzó como una flecha el puente levadizo y pronto se perdió el eco de los cascos de su montura, barridos por un súbito viento feroz y la oscuridad de la noche.

El barón, profundamente consternado, volvió al salón del castillo donde se había celebrado el festín y contó lo que acababa de pasarle... Dos damas de las allí presentes se desmayaron de golpe. Otras se pusieron enfermas sólo de pensar que habían compartido mesa con un espectro. Varios de los parientes del barón creyeron que aquel caballero fantasmagórico podía ser el cazador al que aluden tantas leyendas alemanas. Otros hablaron de los espíritus de las montañas, de los duendes y demonios de los bosques, en fin, de una buena cantidad de seres sobrenaturales, cuyas historias han espantado desde tiempo inmemorial a las buenas gentes de Germania. Uno de los parientes más pobres del barón incluso supuso, y así lo proclamó, que acaso aquello no fuera más que una broma del novio, una disculpa para retirarse, añadiendo que su sombría apariencia, y hasta su clara extravagancia, no hacían presagiar nada bueno, a pesar de sus modales. Ni que decir tiene que de inmediato mostraron su indignación ante aquellas palabras los allí presentes, y sobre todo el barón, que lo miró como si fuera un renegado de la fe verdadera...

El pobre incrédulo no tuvo más remedio que abjurar de inmediato de su herejía y abrazar con fervor la fe de los verdaderos creyentes, aun en los espectros. Mas, cualesquiera que hubieran sido las dudas, quedaron disipadas por completo a la mañana siguiente, cuando llegaron al castillo heraldos con la mala nueva de la muerte del joven conde y de su entierro en la catedral de Wützburg... Es fácil imaginar la consternación que aquellas noticias causaron en el castillo. El barón se encerró en su cuarto para llorar sin ser visto; los invitados que la noche anterior tanto regocijo mostraran no querían, empero, dejarle solo con su dolor y vagaban por los patios, o se reunían en los salones, para lamentarse, más que por el fallecimiento del novio, por la tristeza de tan gran hombre como era el barón, valedor de muchos de ellos. Acaso por afán de cobrar fuerza y valor ante la desgracia fue por lo que comieron y bebieron abundantemente a lo largo del día. La pobre y virginal doncella, viuda antes de casarse, era quien más lástima daba... ¡Había perdido a su esposo antes de haberlo abrazado siquiera! ¡Y qué esposo!

Si era así de agraciado e imponente como espectro, ¿cómo habría sido en vida? Lloraba y se lamentaba llenando las estancias todas del castillo con su dolor, salvo el comedor donde se hartaban los parientes. Pasó la segunda noche de su viudez en su cuarto, acompañada de una de sus tías, que tenía el decidido empeño de dormir junto a ella. Esta mujer, su tía, a la que conmocionaban especialmente las historias de fantasmas y aparecidos en general, y que además sabía narrarlas muy bien, contó uno de aquellos cuentos a su sobrina, para que se quedase dormida, mas la que se durmió al cabo fue ella misma, aun sin terminarla, pero hay que decir que escogió para la ocasión una de las historias más largas de cuantas se sabía... Aquella habitación estaba bastante apartada de las demás y daba a un pequeño jardín; la hija del barón, dormida ya su tía, sumida en sus recuerdos y en las expectativas frustradas, la virginal y contrita muchacha, contemplaba la pálida claridad de la luna en cuarto creciente, que parecía tremolar entre las hojas de las ramas de un álamo que se alzaba frente a la ventana. El reloj del castillo había dado ya las doce cundo se dejó sentir en el jardín una dulce música de laúd, muy melodiosa y grata. La joven se tiró de inmediato del lecho y acudió para asomarse a la ventana. Oculto entre las sombras de los árboles apenas se divisaba un fantasma; mas la luna le prestó su luz para que pudiera verlo... ¡Era el espectro de su novio! Más que de la visión espectral, se asustó entonces la doncella por el grito de terror que escuchó justo tras ella... Su tía, a la que había despertado aquella música, también acudió a la ventana; gritó al contemplar al fantasma y se desmayó. Cuando recuperó el sentido, la visión ya se había esfumado.

De las dos, fue la tía quien requirió más atenciones, pues el terror experimentado ante aquello acabó por trastornarla durante un tiempo. La muchacha, por el contrario, hasta en el espectro de su novio encontraba dulzura y encantamiento placentero; a fin de cuentas, siempre que se le aparecía conservaba su apostura y su belleza varonil, y aunque el fantasma de un hombre sea cosa poco propicia para satisfacer los más ardientes deseos de una joven dama enferma de amor, pues no es un fantasma, en el fondo, otra cosa que una sombra leve y fugaz, sólo verlo le daba el necesario consuelo. La tía había declarado que jamás volvería a dormir en aquella habitación e intentó que tampoco su sobrina lo hiciera, pero en esta ocasión la joven fue tenaz en su porfía y se negó a dormir en otros aposentos del castillo. Quería, como es lógico pensarlo, dormir sola en su habitación para recibir tranquilamente la visita del espectro de su novio. Antes, empero, rogó a su tía que no contara la historia del fantasma, si no quería arrebatarle el único placer melancólico que le quedaba sobre la tierra, cual lo era el de dormir en una habitación guardada durante la noche por la sombra expectante de su amado. No sé cuánto tiempo hubiera podido mantener la tía solterona su secreto, pues era dada a hablar apasionadamente de prodigios y contar aquello le podía haber supuesto un auténtico triunfo; seguro que ninguna otra solterona, en toda la comarca, tenía una historia tan pavorosa como la suya. Aún hoy se dice por aquellos pagos, con admiración, que guardó silencio durante una semana entera... Pero pronto quedó libre del tormento de seguir haciéndolo, pues comprobó una mañana, cuando se disponía a bajar de sus aposentos para desayunar, la mala nueva de que la joven había desaparecido. No estaba en su cuarto, ni había dormido en su lecho; tenía la ventana abierta; la tierna palomita, pues, parecía haber volado.

Es difícil hacerse una idea de la estupefacción en que se sumieron los moradores del castillo ante la ausencia de la hija del barón. Hasta los parientes del barón que comían a dos carrillos hicieron una pausa y cesaron en su voraz apetito, cuando la tía solterona, llevándose las manos a la cabeza, recorrió todas las estancias del castillo diciendo con un hilo de voz: «El fantasma, el fantasma... Se la ha llevado el fantasma».

Con muy pocas y acongojadas palabras refirió entonces la pavorosa escena del jardín, de la que ella mismo había sido testigo. Y repetía una y otra vez que el espectro había raptado a su sobrina, opinión secundada por dos jóvenes criadas, además, que aseguraron haber oído trotar a un caballo hacia la medianoche; no cupieron dudas a los allí presentes de que era el brioso corcel negro del caballero, que así se había llevado a su tumba a la virginal doncella. Tan cruel acontecimiento consternó pronto a los moradores de la región toda, aunque tales sucesos, según lo atestiguan las historias que por allí se refieren, son tristemente habituales en Alemania.

Mas, ¡cuán lamentable era el estado del barón! ¡Cuán dura la puñalada que había atravesado su corazón de padre y miembro de la muy digna estirpe de los Katzenellenbogen! Una de dos: o su hija había sido arrastrada a la tumba, o tenía por yerno a un espectro... Y hasta podía darse la circunstancia, se decía lloroso, de que tuviera por nietos a una banda de duendecillos... El pobre hombre perdió la cabeza, por lo que todo el castillo, como suele decirse, anduvo en lo sucesivo patas arriba... Dio el barón, en su dolor, órdenes tales como la de que su guardia recorriera a caballo todos los rincones, senderos y grutas de Odenwald, y él mismo llegó a ceñir su espada y a capitanear alguna partida durante muchas y largas jornadas de infructuosa búsqueda, bien ceñidos los estribos a sus pies, para dar con la hija desaparecida... Mas, en tales afanes estaba un día cuando una nueva visión lo dejó petrificado a las puertas de su castillo: era una dama montada en un palafrén, que se dirigía al castillo acompañada de un caballero... Puso la dama su caballo al galope hasta llegar a las mismas puertas del castillo, y desmontando allí cayó a los pies del barón y se abrazó a sus rodillas: era la hija a la que creía perdida para siempre; el caballero, claro está, el espectro del novio.

Confuso, el barón miraba alternativamente a su hija y al espectro, y difícil le resultaba dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. El espectro tenía mucho mejor aspecto que cuando lo conoció, como si el reino de las sombras le sentara estupendamente; vestía de maravilla, con lo que su imponente estampa se realzaba. Ya no estaba pálido ni parecía melancólico; por el contrario, su apostura parecía fogosa, juvenil, y le brillaban sus grandes ojos negros de tanta alegría. Bien, digamos que muy pronto se aclaró todo aquel misterio... El caballero en cuestión no era otro que Herman Von Starkenfaust, que muy pronto pasó a referir al dueño del castillo aquella trágica aventura que viviera con el malogrado conde Von Altenburg. Confesó, así, que fue él quien se presentó aquella noche en el castillo, cuando todos aguardaban al novio; que como el barón no le dejaba decir una palabra, cada vez que quiso transmitirle la mala nueva que llevaba, nada pudo contarle antes de que le fuera presentada la novia y antes de que lo sentaran a la mesa; y que, como al ver a la bella novia su corazón le dio un vuelco y quedó prendido de ella al instante, dejó que se le tomara por el pretendiente verdadero, quien ya estaba muerto, añadiendo que fueron las historias de aparecidos que contó el barón aquella noche lo que le sugirió la idea que puso en práctica, deseoso de irse de allí de una vez por todas para atender a la promesa hecha al buen amigo en su lecho de muerte.

El caballero, por lo demás, había seguido visitando a la muchacha furtivamente, presentándose en el jardín como si fuera un fantasma, porque, según dijo, temía no ser aceptado como quien en realidad era a causa del histórico enfrentamiento de sus familias, pues también con la de los Katzenellenbogen, además de con los Altenburg, estaba enfrentada la suya. El caballero y la dama aseguraron que ya se habían desposado.

El barón, en cualquier otra circunstancia, se hubiera mostrado inflexible y duro, pues tenía en muy alta estima los fueros de la autoridad paterna, mas adoraba a su hija, había llorado largamente su ausencia, y se regocijaba de verla aún viva y si cabe más hermosa, aunque tuviera por esposo a un caballero de una casa enemiga. Pero, al menos, y gracias a los cielos, no era un espectro.

Es preciso señalar, sin embargo, que la añagaza del caballero, haciéndose pasar por un muerto, no se avenía rigurosamente con sus principios, de una observación absoluta de la verdad; pero algunos viejos amigos que estaban allí presentes y que habían guerreado más que ampliamente, dijeron al barón que toda estratagema es lícita tanto en el amor como en la guerra, y que el caballero Von Starkenfaust tenía derecho a un privilegio especial después de haber servido en la caballería, fuerza obligada a librar encarnizados combates por aquellos tiempos. Así, dichosamente, concluyó todo, pues... El barón perdonó su fuga a los amantes y el castillo vivió festejos y celebraciones varios, en los que los parientes del barón abrumaban al caballero con sus lisonjas y atenciones, pues no en vano era galante, generoso... y muy rico, de muy buena casa, aunque históricamente enemiga.

De las tías solteronas, digamos que se escandalizaron un poco ante todo lo acontecido, y que se dolieron algo más pues con ello resultó evidente que su rígido sistema educativo, basado en la reclusión y en la obediencia pasiva, había fracasado con su sobrina... Eso sí, de lo que más se lamentaron fue de no haber puesto una celosía bien forjada en la ventana de la habitación de la entonces doncella. Una de ellas, ya sabemos quién, se sentía mortificada pues al cabo su maravillosa historia del rapto de la joven a manos del espectro, al que juraba haber visto, además, no era sino causa de burla de los otros. Así y todo, trataba de consolarse diciéndose que su sobrina, por lo menos, había encontrado un hombre de carne y hueso con el que amar, para no verse obligada a hacerlo con una vana y fugaz sombra.

Washington Irving (1783-1859)

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