sábado, 27 de junio de 2015

Marcelo Hartfiel - Velorio

De haber sabido que iban a hacer lo que querían, me hubiera manejado de otra manera. Lo hubiese organizado todo yo mismo. Lo tendría que haber dejado por escrito. Aunque lo dije expresamente en repetidas ocasiones. Está bien, siempre sarcásticamente, con una sonrisa, en tono de broma, optimista. Porque es lo que se espera de alguien en tal condición, por más que en el fondo todos intuían el desenlace, aunque nadie lo reconociese. 
De todas maneras, siempre mantuve esa postura. ¡Nada de velorios! Directo al horno de la Chacharita y las cenizas las tiran en el primer tacho que se cruzan. Ahí donde van a parar las flores frescas de los entierros del día, donde los deudos pobres se sirven para adornar las tumbas de sus muertos. Sin velorios, pedí. Lejos de ese morbo que alimenta toda esa parafernalia de cuervos que viven de la muerte y no hace más que exacerbar el dolor de la pérdida. Pero no. Tuvieron que ceder a las imposiciones sociales, arriados por la agencia funeraria que enterró a la mitad de mi familia. Muy solemnes ellos, los funebreros, pero atentos a deslizar comentarios que despiertan un pequeño sentimiento de culpa, con preguntas supuestamente inocentes sobre el ritual en cuestión. Esa culpa que se agiganta a cada momento, con el llamado de cada familiar, amigo o conocido que pregunta donde y cuando es el velatorio.  
- Ah... ¿No lo van a velar? ¿Ni siquiera un ratito antes de ir al cementerio? Que lastima, quería despedirme. - Y si, ahora se estila... es mas barato. - ¿Así lo quería el? Y si, para no dar gastos. -  Mirá, si es por plata, decime y enseguida organizo una colecta. 
Ese tipo de comentarios se multiplican por la cantidad de allegados al occiso. Algunos más sutiles y educados, otros más cínicos y alguno despiadadamente certero, disparan la gran decisión de cagarse en la voluntad del homenajeado. En fin, ya no estaba en mis manos y, aunque no compartiera la decisión, decidí darme una vuelta para ver como resultaba la cosa.
Al llegar a la sala que creí vacía, la descubrí. Acurrucada, hecha un ovillo, en el rincón mas obscuro, un pequeño bulto sumido en la obscuridad, que hubiese pasado desapercibido de no estar iluminado por la mirada húmeda, fija en ninguna parte, de mi Compañera, que pareció atravesarme. Mirada profunda que, al cruzarse con la propia, produce una sensación intimidante. Que penetra por la vista para escudriñar el alma. Que nunca pude sostener más de unos pocos segundos por temor a que descubriera mis miserias. Que mi interior le revelara que no estaba a su altura, que no le merecía. Hoy tampoco pude. Temí que sintiera mi presencia y eso la angustiase mas aún. Así que seguí hacia la siguiente sala donde el cuerpo reposa en su féretro, situado en medio de la habitación, coronado por flores cuyo aroma queda gravado en la memoria, desde la infancia, como olor a velorio. 
No me acerqué al cajón. No quise ver el cadáver. Me quedé parado en un rincón, con la espalda apoyada sobre la pared y la cabeza gacha en actitud solemne durante un período indefinidamente prolongado. Tuve la sensación que el tiempo no transcurría, o que lo hacía demasiado rápido o que en realidad no importaba, no había tiempo. Supongo que así debe sentir quien sabe meditar. Quien, mediante el estudio y la práctica de técnicas ancestrales, durante años de meditación logra abstraerse del mundo exterior para sumirse en el interior e intentar descubrir de que, o para que, estamos hechos... o quizás, simplemente, me quedé dormido de parado. No podría afirmarlo porque un rumor sordo, que sentía lejano mientras me encontraba en trance, fue creciendo hasta estallar en sollozos y me devolvió abruptamente a la sala mortuoria. 
Familia y amigos rodean el cajón, murmurando lo tranquilo que se ve, que parece dormido, que no es justo, que estaba en la plenitud de su vida, que era tan bueno, tan trabajador y todas esas cosas que forman parte del ritual, así se trate de un cura, de un jerarca Nazi, o de un premio Nobel de la Paz. Aunque, pensándolo bien, no es una buena analogía, ya que esas tres características bien podrían pertenecer a la misma persona. Mejor digamos, tratándose de un niño, de un adulto o de un viejo o, mejor aún, tratándose de un santo o de un hijo de puta. 
Luego, lo mismo de siempre. En la antesala parientes, amigos, vecinos y conocidos se entremezclan en grupos pequeños a curiosear sobre las últimas horas del muerto al principio, resultados deportivos y políticos al rato y chistes verdes al final. Las viejas vecinas yendo y viniendo con té o café, ofreciéndolo insistentemente a todo el que se cruce por su camino. El Tío, sabio y macanudo, que se lleva a los chicos a la plaza o a tomar un helado para sacarlos de allí. El amigo que se acerca a consolar a mi mujer, diciéndole todo lo que la quería, recordando anécdotas graciosas que intentan dibujar alguna mueca en su rostro o, al menos, que mitigue su angustia. Todo se mantiene en sombría calma, cual público de teatro que murmura respetuosamente en el lapso que transcurre entre que se apagan las luces y se levanta el telón. Hasta que de pronto llega un viejo amigo que no aparece hace años, pero hizo unos cuantos kilómetros “para acompañar a la familia en este duro momento”. Se abrazan, las palabras se confunden, se enredan, se transforman en gemidos y explotan en un llanto estertóreo y contagioso que se propaga por ambos salones y transforma la casa entera en un coro de lamentos, sinceros y de los otros. Al percatarse de lo sucedido, quienes originaron la ola de llanto, tratan de bajar los decibeles y recuperar el decoro del llanto silencioso y seco. Para adentro, como el que vi en sus ojos cuando estaba sola en aquel rincón obscuro, del cual escapé. Se animan mutuamente como pueden y todo vuelve a esa falsa calma de sala de espera médica, hasta que entra un nuevo actor y la escena se repite con mayor o menor intensidad y se reinicia el ciclo que prolonga el sufrimiento de los deudos hasta el amanecer y el muerto se puede sentir orgulloso de haber sido tan llorado.
¡Mierda! No, no debería ser así. Yo no quería que fuera así. De haber sabido lo hubiese organizado todo yo mismo. Al aire libre, en casa, con música preparada para la ocasión, con alguna puteada, algún grito y algún llanto también, pero mas sonrisas y alguna carcajada de mi compañera, que me hubiese devuelto la vida al menos un instante. 
¡Ojo! ¡Tampoco la pavada! A cajón cerrado, porque nunca falta el zarpado que acomoda al fiambre en posiciones obscenas, le pone un faso en la boca o cosas peores, que se me ocurren ahora y me causan gracia, pero que pueden provocar la indignación y hasta el desmayo de alguna vieja. Si con la parrilla humeando, con bebidas espirituosas para que se relaje la familia y se desinhiban los amigos, con los niños jugando con los perros, con mi gente pasándola bien. No se... con un poco mas de onda. Sin olor a Velorio. No esto. ¡Esto es un embole! Uf... ahí viene el Gordo, mejor me rajo antes que se reinicie el ciclo. Hoy nadie le sacará una carcajada.

sábado, 20 de junio de 2015

El atractivo inagotable de un clásico de la ciencia ficción (infobae 20-06-2015)

Creo en la ciencia ficción como si fuera un espejo en el que vernos eternamente, y sobre todo un espejo que nos devuelve los posibles futuros de nuestras acciones presentes. Creo que novelas como "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?" de Philip K. Dick o "La mano izquierda de la oscuridad" de Ursula Le Guin se diferencian en un punto de la mirada más "clásica" de la ciencia ficción ya que, si bien remiten a mundos extraterrestres o vidas artificiales, su foco está puesto en el humano y cómo interactúa con esa diferencia, con ese otro desconocido. Y es en esa misma línea que podemos ubicar al escritor polaco Stanislaw Lem.
Recuerdo que lo primero que leí de Lem fue "El retorno de las estrellas", la historia de Hal Bregg, un astronauta que ha estado en el espacio durante diez años, pero debido a la relatividad del tiempo, cuando vuelve, en el planeta han pasado más de ciento veinte... Hal tendrá que lidiar con una sociedad que lo despidió como un héroe, pero que a su retorno de las estrellas es totalmente ignorado por los habitantes de este mundo que desconocen en él a un humano. Es más, los humanos en esos ciento veinte años han logrado erradicar el gen de la violencia, que Hal trae en su cuerpo. Entonces, quien antes era un héroe es ahora una amenaza, un retorno al pasado violento del que queda registro solo en los anales de una historia que todos desean dejar atrás.
La vida de este hombre en un planeta que ya no conoce y no lo reconoce a él es lo que importa para Lem. Cómo vemos al otro, al distinto, al que pertenece a otra cultura, a otra generación, a otro credo. Hal Bregg representa los miedos de Lem a la enajenación, a la soledad del individuo en un mundo que ve al otro como potencial enemigo. Una novela apasionante de un escritor comprometido con la filosofía y con la ciencia y, sobre todo, con la epistemología, esa palabra rara y pomposa que resulta fundamental para poder comprender los avances de la humanidad. La epistemología, el arte de cuestionar a la ciencia, de cuestionar los fundamentos en los cuales se basa el avance científico. A Stanislaw Lem le preocupaba el hombre parado en su tiempo y su accionar frente a los procesos científicos y al desarrollo de la filosofía del conocimiento. Entiendo que pueda sonar difícil, o incluso aburrido, pero les aseguro que muchas de nuestras preocupaciones son, sin saberlo, de origen epistemológico. ¿A dónde nos lleva tal o cual pensamiento, idea o avance? ¿Somos capaces de usar el conocimiento siempre para el bien, por el bien mayor?
Como siempre, una vez que leo algo de un autor que me impacta, sigo indagando en sus otras obras. Llegué a "Solaris" y aquí me quedo porque, en verdad, si quieren leer ciencia ficción que les haga mover las estanterías y los haga pensar acerca de nuestra conciencia, nuestras ideas, los recuerdos, las heridas del corazón, y también los límites de los avances científicos, aquí se tienen que quedar. Lem se enfoca de manera muy intensa en lo humano, en el mundo interior del individuo frente a lo desconocido, a todo aquello que lo excede por tecnología, por desconocimiento, por adentrarse más allá de las posibilidades reales de comprender.
Solaris es el nombre de un planeta que ha tenido en vela a los hombres hace varios años. No es un planeta en el sentido clásico del término. No se parece en nada a ningún otro planeta. Es un océano viscoso, una especie de líquido viscoso que ha sido comparado con la placenta. Un océano en constante movimiento signado por dos soles, uno rojo y uno azul, que ha sido motivo de estudio por más de cien años. Se ha desarrollado una ciencia alrededor de este planeta llamada "Solarística"; tomos y tomos de investigaciones para tratar de comprender el fenómeno de este planeta. Nuestro protagonista, Kelvin, es un psicólogo que llega en una nave llamada "Prometeo" para intentar analizar y comprender el comportamiento bastante extraño que los científicos que habitan la estación Solaris vienen experimentando. Cambian de humor, se desconectan, se muestran taciturnos y culpan al planeta de interferir en su comportamiento. Kelvin encuentra en esta misión la excusa perfecta para escapar de una profunda depresión que le causa el suicidio de su mujer, que, aunque hayan pasado ya diez años, no logra superar.
Apenas llega a la estación se encuentra con que uno de los científicos se ha suicidado, y los otros dos que quedan están perdidos, sumidos en momentos de grandes depresiones o locura. Son dos personajes muy especiales con los que te vas a encariñar porque conocerás sus historias y sus miedos. Ambos científicos están convencidos de que el planeta tiene conciencia y les lee la mente.
Kelvin, muy escéptico de lo que sus colegas comentan, se recluye mucho tiempo en la biblioteca a leer los largos estudios sobre esta masa informe que nadie ha logrado comprender. Hasta que en un momento aparece, corporizada, perfecta, idéntica, su mujer. No es una alucinación. Está allí. Es un ser vivo de carne y hueso que interactúa con Kelvin y aquí comienzan a entrelazarse las dos tramas, la de su historia de amor y la del planeta. Ambos, Solaris y su bella esposa Harey, son un enigma que no puede descifrar. Lo atrapan, lo envuelven y cuestionan con su forma de ser toda su personalidad, sus acciones, las decisiones que ha tomado, su modo de ver a los demás. Sus intentos de escudriñar en la profundidad del alma de Harey no hicieron más que destruirla. Y ahora el planeta pensante le devuelve una oportunidad para remediar el pasado, abrir los ojos y entender que hay cosas que simplemente no tienen explicación y, si la tienen, escapan a nuestra posibilidad de entendimiento racional.
Es una novela de ciencia ficción, sí, pero de un profundo tono psicológico. Escrita en 1961, la actualidad de Solaris permanece intacta. Si te animás a subir a la nave que es esta lectura, nunca mirarás el cielo de la misma manera y probablemente no mires hacia adentro tuyo de la misma manera tampoco. Habría que ver, si existiera Solaris, si nos animamos a desembarcar en este planeta que, al parecer, respira, nos analiza, lee nuestras mentes y nos enfrenta con nuestros peores fantasmas.
"40 libros que adoro", de Flavia Pittella (Planeta).


http://www.infobae.com/2015/06/17/1735961-el-atractivo-inagotable-un-clasico-la-ciencia-ficcion
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