domingo, 25 de diciembre de 2011

Horacio Quiroga - La miel silvestre

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero.
Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot. Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.
—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.
—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos.
Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco. 
Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.
—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza.
Su padrino y dos peones regaban el piso.
—¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo.
—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.
—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.
Éste, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por lo demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos! 
En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más qué perfume, en cambio! 
Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador. Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
—Qué curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza.
Como si tuviera hormigas... La corrección —concluyó. 
Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
—¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la mano!...
En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a lo por que el mareo se aceleraba.
Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo... Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente. 
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el saber de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.

Horacio Quiroga - El vampiro

—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro. En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.  
-¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre.  
Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:  
—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata?  
¡Yo! ¡Solamente yo!
—Óigame: Cuando yo llegué.. . allá, mi mujer...
—¿Dónde allá?—le interrumpí.
—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía! Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
—¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
—¡No es ella! ¡Ésa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
—¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome. Entonces comencé a oír de todas partes:
—Murió.
—Murió aplastada.
—Murió.
—Gritó.
—Gritó una sola vez.
—Yo sentí que gritaba.
—Yo también.
—Murió.
—La mujer de él murió aplastada.
—¡Por todos los santos!—grité yo entonces retorciéndome las manos  
—. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros.  
Los ladrillos volaban, los marcos caían descuadrados y la remoción avanzaba a saltos. A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio. Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos!
¡Un paso, otro paso otro paso!
En el hueco de una puerta—carbón y agujero, nada más—estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera. ¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María! La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de ella, de María, no maldito rebuscador de cadáveres!  
—¡Rebuscador de cadáveres!—repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.
—¡Conque sabías entonces! —articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora!
¡Ah! —rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi
casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden —concluyó el abogado—, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado. . .
—¿Anoche? —exclamó un hombre joven de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de alta a los locos?
—¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de
estar ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.

sábado, 24 de diciembre de 2011

La trágica historia de Edward...

Escalofriante relato, que nos aterroriza por cierto, por el sencillo hecho de que fue real.
Edward nació en la Inglaterra victoriana, en el seno de una familia adinerada. Decían que poseía un extraordinario talento para la música y también para otros estudios, incluso era un muchacho bastante apuesto. 
Sin embargo, la vida del pobre Edward fue una pesadilla.
En la parte posterior de su cabeza tenía otra cara, aparentemente, un rostro femenino.
 
Los galenos llaman hoy al fenómeno consistente en la existencia de dos caras en una misma cabeza diprosopia. 
Se decía que su cara adicional estaba dotada de una expresividad maligna y seguía con la mirada a cualquiera que caminara por la habitación; reía, lloraba y, aunque sus labios se movían sin cesar, no pronunciaba sonido alguno.
Pero muy por el contrario, edward afirmaba que sus terribles susurros le robaban el sueño todas las noches. 
Y así fue como este joven vivió aislado, incluso de su propia familia. 
Los médicos se negaban a operarlo debido al riesgo que conllevaba tal operación. 
Lamentablemente o tal ves no, Edward decidió acabar con su vida a la edad de 23 años dejando una nota en la que pedía que aquel rostro fuera destruido antes de darle sepultura para poder descansar en paz.
Hoy puede verse la figura de Edward en el museo de cera. Se trata de un caso de "gemelo parásito", por lo que el hermano gemelo de Edward en realidad tuvo que ser del mismo sexo...

sábado, 17 de diciembre de 2011

La virtud de la concisión en el relato

Decía Cortázar que si la novela —construcción sofisticada y de largo aliento— gana por puntos, el cuento gana por knock-out. "Un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases".

Si la contundencia es la clave para los cuentos en general, lo es más todavía para los microrrelatos. Aquí, una muestra de estas breves obras maestras del efecto sorpresa:

"Final para un cuento fantástico", de I. A. Ireland

—¡Que extraño! —dijo la muchacha avanzando cautelosamente—. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
—¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

"Fantasma sensible", de Lieu Yi-King

Un día, cuando se dirigía al excusado, Yuan Tche-yu fue protagonista de un hecho singular. A su lado surgió un fanatasma gigantesco, de más de diez pies de altura, de tez negra y ojos inmensos, vestido con una casaca negra y cubierto con un bonete plano. Sin turbarse de modo alguno, Yuan Tche-yu conservó su sangre fría.
—La gente suele decir que los fantasmas son feos —dijo con la mayor indiferencia, dirigiendo una sonrisa a la aparición—. ¡Y tienen toda la razón!
El fantasma, avergonzado, se eclipsó.

"Escalofriante", de Thomas Bailey Aldrich

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Tocan la puerta.

El relato que sigue pertenece, supuestamente, a un escritor inglés llamado George Loring Frost y fue incluido por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en su famosa antología de narrativa fantástica. Se sospecha, sin embargo (y no sería nara raro teniendo en cuenta no solo el gusto por la literatura fantástica, sino también por las bromas literarias de estos amigos escritores), que el autor real es el propio Borges:

Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
—Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
—Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted?
—Yo sí —dijo el primero y desapareció.

(Fuente: http://blog.librosenred.com/2011/12/decia-cortazar-que-si-la-novela.html)
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