domingo, 11 de marzo de 2018

Pablo Rojas Diaz - La maldita inseguridad y la gloria

A Flavio Morales Cortés y Eduardo Sacheri

Quise mirar a los lados, pero pensé que era perder el tiempo. Sentía la urgencia de ir hacia adelante, acelerar de algún modo sin perder la compostura. Y siempre atento a lo que pudiera venir. Conocía a esta gente, o creía conocerlos. “Junarlos” como decían en el barrio.
Los sentí cerca, o acercándose rápido, podía percibir la agitación de sus bocanadas de aire para pulmones insatisfechos, sedientos de más.
Venían por mí. Lo sabía. No había lugar a dudas, no cabía posibilidad alguna que se hubieran confundido o que simple mente siguieran adelante persiguiendo a otro tipo. Lo sentía en el cuerpo, ellos venían por todo. No sé si dispuestos a todo, pero mejor no detenerse a preguntar, o especular al pedo.
Cocodrilo que duerme es cartera. Y no pensaba regalarles nada pero tampoco arriesgar la vida.
Simplemente no les haría fácil ninguna empresa que se propusieran.
La humedad me jugaba en contra, como tantas otras veces, para acelerar la carrera en línea recta o como sea. Es que las noches de primavera en Buenos Aires son una condena para los alérgicos asmáticos, entre tilos y jacarandás o bananos y paraísos. Si hasta solía evitar cuando novios los encontronazos con Anita, porque el sexo en esas condiciones podía desbaratar los esfuerzos denodados de sobrevivir cotidianamente. Acaso nuestro segundo secreto compartido frente a sus padres.
Pensaba precisamente en eso cuando me percaté de la distancia recorrida y el riesgo de quedar involuntariamente encerrado y a merced de estos dos energúmenos que pretendían seguramente quedarse con lo mío y quizás trapear con mi honor maltrecho el piso y sabe el diablo qué cosa más.
Sentí el sudor en la espalda. Aunque supe de inmediato que de miedo tenía poco. No temía a quien sentía en igualdad de condiciones. Pero eran dos.
Al que venía por la izquierda lo conocía de sobra. No era uno de esos tipos grandotes que meten miedo con la sombra que proyectan, pero era morrudo, pesado y, ahora que podía verlo de reojo y a la carrera por el rabillo del ojo, también muy rápido.
Al principio me confié, no creí que se metieran conmigo. No porque yo tuviera fama de difícil o compadrito, sino simplemente porque estaba lejos. Por eso de arranque no más, creí que no me alcanzarían. Me equivoqué.
Por esas cosas rara de la mente, empecé a pensar en si esto sería judicialmente considerado un hurto, robo o terminaría en homicidio preterintencional.
Claro, cualquiera podría pensar que exagero, pero en ese momento se me ocurrió que también me matarían. No sé, lo pensé ahí, pero lo cuento ahora que puedo contarlo.
El de la derecha era un pelado botón, no lo tenía de vista, bueno de antes digo. Lo vi correr apenas me dispuse a alejarme de ellos. Reacción rápida del petiso, pero claramente no era tan veloz en distancias medias.
Estaba por medirlo para quitármelo de encima, cuando escuché que a los gritos, un grupito minúsculo a lo lejos gritaba desaforado pero a coro “matalo, matalo”. Cómplices necesarios, malandraje sin códigos que no se atreve a mancharse las manos por no hacer ni el mínimo esfuerzo. Malos sin sentido, ni razón.
Mi viejo alguna vez me había dicho que el talante de los hombres aparece en los momentos más incómodos, más complicados o difíciles. Sin embargo, sentía que me acurrucaba como un niño protegiendo lo más preciado, buscando desesperado la forma de evitar lo que parecía inevitable.
Cambié de rumbo, como las liebres cuando escapan de la babosa mordida a la carrera de los perros cazadores. Así me sentía. Porque además hasta el tiempo me jugaba en contra, ni hablar de la panza, el tobillo y hasta la ropa. De haber seguido recto me hubiesen arrinconado contra la pared del baldío lindante. Por eso digo que no fue una genialidad tratar de cruzar, fue un acto reflejo.
Mi cuerpo se dejaba llevar por el vértigo de la aceleración inicial, por lo que ahora, habiendo cambiado de dirección, el equilibro se ponía en juego entre la caída estrepitosa y la honrosa libertad de un escape probable.
Me dolían los músculos, el maldito efecto del ejercicio anaeróbico para un oficinista de 40 sedentario hasta los codos. Me mantenía de pie el orgullo, o la amenaza latente. Pero para qué averiguarlo en ese momento.
Cuando escuché al pelado gritando “Mati agarralo, agarraaaaloooo”, lo sentí lejano, o alejándose, quedándose levemente atrás y con tono de resignación. Casi simultáneamente sentí el manotazo que pasaba cerca mío, tirando ese vientito que uno casi puede escuchar teniendo los sentidos alterados al máximo.
Confieso que empecé a pensar que zafaba. Quiero decir, que comencé a pensar que salvaba la  ropa y el honor dejando atrás a esos salvajes dispuestos a todo. Fue entonces cuando lo vi.
No sé qué imagen conservan de la niñez el resto de los mortales, cuando piensan en un malvado gigante. Yo sólo tenía disponible la imagen de aquel primer King Kong que me asustaba desde la tela blanca del cine Español. La bestia misma. No diabólica, sino naturalmente amenazadora, temible por donde se la viera. No el King Kong de los norteamericanos posmodernos que resultó ser más bueno que mi abuela haciendo buñuelos una tarde de lluvia y con razones lógicas para enojarse con los salvajes humanos. Me refiero a la bestia peluda que por vaya saber uno qué malestar estomacal, arremetía contra todos y todo, dejando a su paso un escenario desolador de acero aplastado o concreto partido cuando no resquebrajado.
Así, me parecía el tipo que tenía adelante, claramente complotado con mis perseguidores. El humanoide ensayaba una posición de ataque similar a la de otro gorila furioso. Las rodillas apenas flexionadas que facilitaban el balanceo sutil de lado a lado, extendiendo los brazos cual King Kong atacando a los colegas del Barón Rojo. Peludo también era, porque el gordo seguro tendría que adivinar lo que veía entre las rastas y lo alto de su enrulada barba negra. De hecho a falta de algunos dientes, los visibles se parecían más a los colmillos del primate hollywoodense que a incisivos de homínidos comunes y silvestres.
A esta altura y con los muslos ardiendo, se me acababan los recursos. Otra vez la confianza mataba al gato o embarazaba una mujer. De haber imaginado que se me vendría encima tan rápido y directo hubiese hecho algo distinto. No sé qué, pero algo distinto seguro.
Lo miré a los ojos directamente, no por coraje en ejercicio sino buscando las respuesta que no encontraba en otra parte. Pude verlo claramente. Venía a matarme.
No existía en ese brillo intenso, el más mínimo ápice de piedad o intención que atropellarme o simplemente proponer la colisión en la que no habría oportunidad alguna para mí.
Dejé de correr. Tenía claro que chocar contra esa montaña bruta de carne y pelos no era una opción válida, sabiendo además que alguno de los otros dos me alcanzaría inevitablemente.
Levanté la vista, más allá de la línea horizontal de mi mirada, miré a los lados y descubrí que estaba solo. Completamente solo.
Casi me dolía respirar de tan agitado o frustrado. Quizás eso me hizo pensar en la posibilidad de resignarme ante el hecho consumado y buscar en la pérdida algún goce que después Jorge, mi psicoanalista, relacionaría con esa parte de la infancia que uno parece no haber vivido realmente y que él insiste en ubicar como raíz de mis angustias personales ante lo escueto del sueldo casi a fin de mes.
Bajé la cabeza, clavando la mirada en el piso, pensando que quizás no era para mí la suerte de los oportunistas y mis males, más que males era pruebas divinas para redimir mis numerosos pecados.
En ese pequeño instante eterno escuché su voz sincera, cargada de inocente angustia, franca, pequeña y aguda. Sin saber desde dónde venía, sólo me importaba dónde se clavaba ese aliento.
Y me dio en el medio del pecho incendiándome al instante el alma.
“¡Pateá papi, pateá!”
Y le hice caso. Cómo no hacerlo si desde que me acompaña aprendo más de él que lo que yo puedo enseñarle de las cosas simples.
Le pegué con la cara interna del pie derecho. Como dice Alejandro Apo, me llené el pie de pelota, y ésta, generosamente superó a King Kong. Pasó entre el hierro izquierdo del arco y el costillar cargado del arquero improvisado inflando apenas la red.
Me di vuelta buscándolo desesperado. Cuando cruzamos las miradas me sentí un “barrilete cósmico” y en el abrazo en el que sumamos 47 primaveras, poco importó que aquel empate honorífico con el equipo campeón del año pasado nos dejara afuera de la liga barrial en la primera ronda.
Lo que siguió después puede que sea una de esas tantas mentiras con las que la mente nos auto convence exageradamente, para poder mentirles con exactitud a los nietos más tarde. Por eso apenas recuerdo que volviendo en colectivo hicimos una parada técnica en la heladería.
Después de todo, el gol era más suyo que mío y mis lágrimas contenidas eran más mías que del orgullo.

Extraído de "Los Conspiradores y otros Cuentos" de editorial vuelta a la página.



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