domingo, 25 de diciembre de 2011

Horacio Quiroga - La miel silvestre

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero.
Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot. Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.
—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.
—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos.
Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco. 
Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.
—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza.
Su padrino y dos peones regaban el piso.
—¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo.
—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.
—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.
Éste, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por lo demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos! 
En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más qué perfume, en cambio! 
Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador. Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
—Qué curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza.
Como si tuviera hormigas... La corrección —concluyó. 
Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
—¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la mano!...
En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a lo por que el mareo se aceleraba.
Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo... Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente. 
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el saber de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.

Horacio Quiroga - El vampiro

—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro. En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.  
-¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre.  
Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:  
—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata?  
¡Yo! ¡Solamente yo!
—Óigame: Cuando yo llegué.. . allá, mi mujer...
—¿Dónde allá?—le interrumpí.
—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía! Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
—¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
—¡No es ella! ¡Ésa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
—¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome. Entonces comencé a oír de todas partes:
—Murió.
—Murió aplastada.
—Murió.
—Gritó.
—Gritó una sola vez.
—Yo sentí que gritaba.
—Yo también.
—Murió.
—La mujer de él murió aplastada.
—¡Por todos los santos!—grité yo entonces retorciéndome las manos  
—. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros.  
Los ladrillos volaban, los marcos caían descuadrados y la remoción avanzaba a saltos. A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio. Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos!
¡Un paso, otro paso otro paso!
En el hueco de una puerta—carbón y agujero, nada más—estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera. ¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María! La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de ella, de María, no maldito rebuscador de cadáveres!  
—¡Rebuscador de cadáveres!—repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.
—¡Conque sabías entonces! —articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora!
¡Ah! —rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi
casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden —concluyó el abogado—, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado. . .
—¿Anoche? —exclamó un hombre joven de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de alta a los locos?
—¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de
estar ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.

sábado, 24 de diciembre de 2011

La trágica historia de Edward...

Escalofriante relato, que nos aterroriza por cierto, por el sencillo hecho de que fue real.
Edward nació en la Inglaterra victoriana, en el seno de una familia adinerada. Decían que poseía un extraordinario talento para la música y también para otros estudios, incluso era un muchacho bastante apuesto. 
Sin embargo, la vida del pobre Edward fue una pesadilla.
En la parte posterior de su cabeza tenía otra cara, aparentemente, un rostro femenino.
 
Los galenos llaman hoy al fenómeno consistente en la existencia de dos caras en una misma cabeza diprosopia. 
Se decía que su cara adicional estaba dotada de una expresividad maligna y seguía con la mirada a cualquiera que caminara por la habitación; reía, lloraba y, aunque sus labios se movían sin cesar, no pronunciaba sonido alguno.
Pero muy por el contrario, edward afirmaba que sus terribles susurros le robaban el sueño todas las noches. 
Y así fue como este joven vivió aislado, incluso de su propia familia. 
Los médicos se negaban a operarlo debido al riesgo que conllevaba tal operación. 
Lamentablemente o tal ves no, Edward decidió acabar con su vida a la edad de 23 años dejando una nota en la que pedía que aquel rostro fuera destruido antes de darle sepultura para poder descansar en paz.
Hoy puede verse la figura de Edward en el museo de cera. Se trata de un caso de "gemelo parásito", por lo que el hermano gemelo de Edward en realidad tuvo que ser del mismo sexo...

sábado, 17 de diciembre de 2011

La virtud de la concisión en el relato

Decía Cortázar que si la novela —construcción sofisticada y de largo aliento— gana por puntos, el cuento gana por knock-out. "Un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases".

Si la contundencia es la clave para los cuentos en general, lo es más todavía para los microrrelatos. Aquí, una muestra de estas breves obras maestras del efecto sorpresa:

"Final para un cuento fantástico", de I. A. Ireland

—¡Que extraño! —dijo la muchacha avanzando cautelosamente—. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
—¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

"Fantasma sensible", de Lieu Yi-King

Un día, cuando se dirigía al excusado, Yuan Tche-yu fue protagonista de un hecho singular. A su lado surgió un fanatasma gigantesco, de más de diez pies de altura, de tez negra y ojos inmensos, vestido con una casaca negra y cubierto con un bonete plano. Sin turbarse de modo alguno, Yuan Tche-yu conservó su sangre fría.
—La gente suele decir que los fantasmas son feos —dijo con la mayor indiferencia, dirigiendo una sonrisa a la aparición—. ¡Y tienen toda la razón!
El fantasma, avergonzado, se eclipsó.

"Escalofriante", de Thomas Bailey Aldrich

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Tocan la puerta.

El relato que sigue pertenece, supuestamente, a un escritor inglés llamado George Loring Frost y fue incluido por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en su famosa antología de narrativa fantástica. Se sospecha, sin embargo (y no sería nara raro teniendo en cuenta no solo el gusto por la literatura fantástica, sino también por las bromas literarias de estos amigos escritores), que el autor real es el propio Borges:

Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
—Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
—Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted?
—Yo sí —dijo el primero y desapareció.

(Fuente: http://blog.librosenred.com/2011/12/decia-cortazar-que-si-la-novela.html)

sábado, 29 de octubre de 2011

Stephen King - Las revelaciones de Becka Paulson

LAS REVELACIONES DE BECKA PAULSON (STEPHEN KING)

Lo que pasó fue muy simple, por lo menos al principio. Lo que pasó fue que Rebecca Paulson se disparó en la cabeza con el revólver del calibre 22 de Joe, su marido. Ocurrió durante la limpieza anual de primavera, es decir, más o menos a mediados de junio (como todos los años). Becka solía atrasarse en estas cosas.
Estaba subida a una escalera revolviendo los trastos acumulados en el estante más alto del armario del vestíbulo de la planta baja, mientras el gato de los Paulson, un macho grande y de piel rayada que se llamaba Ozzie Nelson, la vigilaba desde la puerta de la sala de estar. De la sala llegaban las voces nerviosas de otro mundo que brotaban del gran televisor Zenith de los Paulson, que más tarde sería mucho más que un televisor.
Becka cogió un puñado de objetos y los revisó, con la esperanza de que todavía sirvieran, pero sin creerlo en el fondo. Había cuatro o cinco gorros invernales de punto, todos apolillados y deshilachados. Los tiró al suelo. También dio con las Novelas condensadas del Reader's Digest del verano de 1954: «Corre en silencio», «Corre a las profundidades» y «Con los ojos desorbitados». El volumen estaba tan hinchado por el agua que tenía el tamaño de la guía telefónica de Manhattan. Lo tiró hacia atrás. ¡Ah! Allí había un paraguas que parecía recuperable... y una caja con algo dentro.
Era una caja de zapatos. Becka no sabía lo que había dentro, pero era algo pesado. Cuando cambió la caja de sitio, el objeto se movió en el interior. Quitó la tapa y también la tiró hacia atrás (casi golpeó a Ozzie Nelson, que decidió marcharse de allí). Dentro de la caja había un revólver de cañón largo y cachas de madera.
-Vaya- exclamó -Era esto- Lo sacó de la caja sin darse cuenta de que estaba cargado y sin seguro, y le dio la vuelta para mirar por el cañón, pensando que si había una bala dentro la vería.
Se acordaba del revólver. Hasta hacía cinco años, Joe había sido miembro de los Derry Elks. Hacía unos diez años (o tal vez quince), había comprado quince boletos de la rifa de los Elks en un momento en que estaba borracho. Becka se había enfadado tanto con él que durante dos semanas no le había dejado que le metiera el canario. El primer premio había sido un Bombardier Skidoo; el segundo, un motor Evinrude. El revólver del calibre 22 había sido el tercero.
Joe había estado disparando con él en el patio, rompiendo latas y botellas durante un tiempo, hasta que Becka se quejó del ruido y Joe se llevó el revólver al hoyo de grava del final del camino; Becka se había dado cuenta de que su marido ya estaba perdiendo el interés, aunque seguiría disparando durante varios días para que ella no pensara que le había ganado la partida. Después, el revólver desapareció. Becka pensó que Joe lo había cambiado por otra cosa, llantas para la nieve, quizás, o una batería... pero allí estaba.
Becka escudriñó el cañón del revólver en busca de la bala. No vio más que negrura. Por lo tanto, debía de estar descargado.
Voy a hacer que se deshaga de esto de una vez por todas, pensó mientras bajaba de la escalera. Esta misma noche. Cuando vuelva de correos, me pondré en jarras frente a él y le diré: <<Joe, no está bien tener un arma en casa, aunque no haya niños y esté descargada. Y además, ni siquiera la usas, así pues, ¿para qué la quieres?». Eso es lo que voy a decirle.
Era un pensamiento agradable, pero en el fondo sabía que no lo haría. Claro que no. En casa de los Paulson, Joe era el que llevaba los pantalones. No, pensó que lo mejor sería que se librara de aquel chisme ella misma; lo metería con el resto de los trastos en una bolsa de basura y lo guardaría en el armario. El revólver iría a parar al vertedero con todo lo demás la próxima vez que pasara Vinnie Margolies a recoger los desechos. Joe no echaría de menos un objeto que ya había olvidado, pues la tapa de la caja estaba cubierta de polvo. No lo echaría de menos, salvo que ella fuera lo bastante estúpida para llamarle la atención al respecto.
Becka llegó al final de la escalera. Después dio un paso atrás y pisó las Novelas condensadas del Reader's Digest. La cubierta resbaló hacia atrás. Becka se tambaleó con el revólver en una mano mientras agitaba la otra en el aire para recobrar el equilibrio. Apoyó el pie derecho en el montón de gorros de punto, que también se deslizó hacia atrás. Mientras caía, se dio cuenta de que parecía más una mujer a punto de suicidarse que un ama de casa en día de limpieza.

Bueno, no está cargado, tuvo tiempo de pensar, pero el revólver estaba cargado y amartillado, como si llevase años esperándola. Becka cayó al suelo y, con el golpe, el percutor se lanzó hacia delante. Se oyó un ruido seco, no más fuerte que el de una lata golpeada por un niño, y una bala Winchester del calibre 22 penetró en el cerebro de Becka Paulson justo encima del ojo izquierdo. Hizo un pequeño agujero negro cuyos bordes eran del color azul pálido de los lirios recién florecidos.
La cabeza cayó hacia atrás golpeando la pared con un ruido sordo y un reguero de sangre se deslizó desde el agujero hasta la ceja izquierda. El revólver, aún humeante, cayó en el regazo de Becka. Sus manos tamborilearon en el suelo durante unos cinco segundos, la pierna derecha que tenía flexionada se estiró de repente. La pantufla voló a través del vestíbulo y golpeó la pared opuesta. Sus ojos permanecieron abiertos durante treinta minutos; las pupilas se contraían y se dilataban, se contraían y se dilataban.
Ozzie Nelson fue hasta la puerta de la sala de estar, maulló y empezó a lavarse.
Becka servía la cena cuando Joe advirtió la tirita encima del ojo. Llevaba en casa alrededor de hora y media, pero últimamente no se fijaba mucho en ella, la mayor parte del tiempo parecía estar pensando en otra cosa. A Becka esto apenas le molestaba, no tanto como podría haberla molestado en otra época. Por lo menos así no la buscaba para meterle el canario en la jaula.
-¿Qué te has hecho en la cabeza?- preguntó a su mujer cuando ésta puso en la mesa un plato de judías y otro de salchichas.
Becka se tocó la tirita con gesto vago. Sí, ¿qué le había hecho a su cabeza? No podía acordarse. La primera mitad del día estaba velada por un vacío oscuro y extraño, como si contuviera una mancha de tinta. Recordaba haberle servido el desayuno y haberse quedado en el porche cuando Joe había salido hacia correos con la camioneta. Respecto de aquello no cabía la menor confusión. Recordaba haber lavado la ropa blanca en la nueva lavadora Sears mientras La rueda de la fortuna sonaba en el televisor. Tampoco con esto había confusión. Era entonces cuando empezaba la mancha de tinta. Recordaba haber puesto la ropa de color en la lavadora y haber elegido el programa en frío. Recordaba vagamente haber metido un par de comidas congeladas en el horno -Becka Paulson comía mucho-, pero después nada. Hasta que se despertó sentada en el sofá de la sala de estar. Se había cambiado el pantalón y la camisa por un vestido y unos zapatos de tacón alto y se había trenzado el cabello.
Tenía algo pesado en la falda y sobre los hombros, y sentía un cosquilleo en la frente. Era Ozzie Nelson. Ozzie tenía las patas traseras apoyadas en el vientre de su dueña y las delanteras en sus hombros, mientras le lamía la sangre que le salía de la frente y la ceja. Becka se lo quitó de encima y consultó el reloj. Joe llegaría en una hora y ni siquiera había empezado a preparar la comida. Después se tocó la cabeza, que le latía ligeramente.
-Becka.
-¿Qué?- Se había sentado y comenzaba a servirse las judías.
-Te he preguntado qué te has hecho en la cabeza.-
-Un golpe- respondió, aunque cuando había ido al baño y se había mirado en el espejo, no parecía un golpe. Parecía un agujero. -Me he dado un golpe.-
-Ah- dijo él y se olvidó del tema. Abrió el Sports Illustrated que había llegado aquel mismo día y se puso a contemplar una fantasía. En ella acariciaba lentamente el cuerpo de Nancy Voss, actividad (junto con todas las actividades parecidas que probablemente habría a continuación) a la que se había estado abandonando durante las últimas seis semanas. Bendita fuera la Dirección General de Correos de los Estados Unidos por trasladar a Nancy Voss de Falmouth a Haven; era ló único que podía decir. Lo que Falmouth había perdido lo había ganado Joe Paulson. Había días en que estaba totalmente convencido de que había muerto y había ido al cielo; la verdad es que no tenía el pájaro tan exigente desde que a los diecinueve años había recorrido Alemania occidental con el Ejército de los Estados Unidos. Becka habría tenido que hacer algo más que ponerse una tirita en la frente para que Joe le hiciera caso.
Becka se sirvió tres salchichas, lo pensó un momento y se sirvió una cuarta. Roció las salchichas y las judías con salsa de tomate y lo revolvió todo. El resultado se parecía un poco a lo que queda tras un accidente de carretera. Se sirvió un vaso de mosto Kool-Aid (Joe bebía una cerveza) y se tocó la tirita con la punta de los dedos. Había estado haciéndolo desde que se la puso. Nada, sólo un poco de plástico frío. Así estaba bien... pero notaba el hueco que había debajo. El agujero. Y eso no estaba tan bien.
-Sólo un golpe- murmuró de nuevo, como si al decirlo lo hiciera más real. Joe no levantó la vista y Becka empezó a comer.

Sea lo que fuere, no me ha quitado el apetito, pensó. No es que haya muchas cosas capaces de quitármelo, claro, probablemente nada. El día que digan por la radio que hay un montón de misiles surcando el cielo y que ha llegado el fin del mundo, seguramente seguiré comiendo hasta que alguno caiga en Haven.

Cortó un pedazo de pan y lo mojó en la salsa de las judías.
Verse aquello... aquella marca en la frente, la había puesto nerviosa, muy nerviosa. No tenía sentido engañarse al respecto, como no tenía sentido hacerse ilusiones de que sólo era una señal, una magulladura. En caso de que alguien quisiera saberlo, pensó Becka, afirmaría que mirarse al espejo y ver un agujero de más en la cabeza no es una experiencia divertida. Después de todo, en la cabeza está el cerebro. Y en cuanto a lo que había hecho después...
Intentó no pensar en ello, pero era demasiado tarde.
Demasiado tarde, Becka, dijo una voz en su interior... una voz que se parecía a la de su padre muerto.
Ella había mirado el agujero con insistencia y luego había abierto el cajón del lavabo donde se encontraban sus escasos productos de maquillaje, revolviéndolos con manos que parecían no pertenecerle. Sacó el lápiz de cejas y volvió a mirarse al espejo.
Entonces levantó el lápiz, se acercó el extremo romo a la cara y empezó a introducírselo poco a poco en el agujero. No, se dijo con un gemido, no, basta, Becka, no quieres hacerlo...
Pero al parecer una parte de ella sí quería, porque siguió haciéndolo. No era doloroso y el lápiz entraba sin ninguna dificultad. Lo introdujo unos tres centímetros, después seis, después diez. Se miró en el espejo: una mujer con un vestido de flores y un lápiz que le salía de la cabeza. Lo introdujo dos centímetros más.

No queda mucho, Becka, ten cuidado, no querrás perderlo ahí dentro, haría ruido cuando te movieras por la noche, despertaría a Joe...

Se rió con nerviosismo histérico.
Quince centímetros y el extremo romo del lápiz encontró resistencia. Era algo duro, pero con un leve empujoncito proporcionaba una sensación esponjosa. De repente el mundo entero se volvió de un verde brillante y un montón de recuerdos acudió a su mente: un viaje en trineo con el equipo de esquiar de su hermano mayor; una limpieza de pizarras en el instituto; un Impala del 59 que había tenido su tío Bill; el olor del heno recién cortado.
Se sacó el lápiz de la cabeza, impresionada, aterrorizada ante la idea de que saliera sangre del agujero. Pero no salió sangre y tampoco la había en la brillante superficie del lápiz de cejas. Ni sangre, ni ... ni...
Pero no podía pensar en aquello. Arrojó el lápiz al cajón y lo cerró de un golpe. Su primer impulso, tapar el agujero, volvió a ella con más fuerza que antes...
Abrió el botiquín del cuarto de baño y sacó la caja de tiritas. Esta escapó de sus dedos temblorosos y cayó al lavabo con un ligero golpe. Becka gritó al oír el ruido; tenía que tranquilizarse. Taparlo, hacerlo desaparecer. Eso era lo que debía hacer, ése era el truco. Lo del lápiz de cejas no importa, olvídalo. No tenía ninguna de las lesiones cerebrales que había visto en los noticiarios vespertinos y en Marcus Welby, doctor en Medicina; eso era lo importante. Ella estaba bien. Y en cuanto al lápiz de cejas, lo olvidaría.
Y lo había olvidado, sí, por lo menos hasta ese momento. Contempló su cena a medio comer y se dio cuenta, con cierta amargura, de que se había equivocado con respecto al apetito: no podía tragar ni un bocado más.
Tiró a la basura lo que había dejado, mientras Ozzie se restregaba contra sus piernas. Joe no levantó la vista de lo que estaba leyendo. En su imaginación, Nancy Voss le preguntaba de nuevo si su lengua era tan larga como parecía.
Despertó en plena noche de un sueño confuso en el que todos los relojes de la casa hablaban con la voz de su padre. Joe, en calzoncillos, roncaba a su lado.
Se tocó la tirita. El agujero no dolía ni palpitaba, pero escocía. Se lo frotó despacio; tenía miedo de provocar otro relámpago verde y deslumbrante. Nada.
Se dio la vuelta. Tienes que ir al médico, Becka, pensó. Para que te lo mire. No sé lo que te habrás hecho, pero...
No, se contestó a sí misma. Nada de médicos. Volvió a darse la vuelta pensando que estaría despierta durante horas, inquieta, preguntándose cosas que le daban miedo. Pero al poco rato se durmió.
Por la mañana, el agujero ya casi no le escocía y así era más fácil no pensar en él. Preparó el desayuno para Joe y salió a despedirlo cuando se fue al trabajo. Terminó de lavar los platos y sacó la basura. La guardaban en un pequeño cobertizo construido por Joe detrás de la casa y que apenas era más grande que una caseta de perro. Tenían que cerrarla con llave para que los mapaches del bosque no entraran y lo pusieran todo patas arriba.
Así que entró, arrugando la nariz por el olor, y puso la bolsa verde junto a las otras. Vinnie llegaría el viernes o el sábado y ventilaría bien el cobertizo. Justo en el momento en que salía, vio una bolsa sin atar de la que sobresalía una empuñadura curva, como la de un bastón.
Tiró del mango con curiosidad y descubrió que se trataba de un paraguas. Unos cuantos gorros deshilachados y apolillados salieron con él.
En la cabeza de Becka sonó una alarma lejana. Durante un momento, casi le pareció ver lo que había detrás de aquella mancha de tinta, lo que le había pasado

(el fondo está en el fondo objeto pesado objeto en una caja de la que Joe no se acuerda ni irá a)

el día anterior. Pero ¿quería saberlo realmente?
No.
No quería.
Quería olvidar.
Salió del cobertizo y cerró la puerta con manos temblorosas.
Una semana después (se cambiaba la tirita todas las mañanas aunque la herida ya se estaba cerrando y podía ver el tejido rosado que se le formaba en el interior cuando se iluminaba la frente con la linterna de Joe y se miraba en el espejo), Becka descubrió lo que la mitad de Haven ya sabía, que Joe la engañaba. Se lo había dicho Jesús. En los tres últimos días, Jesucristo le había contado las cosas más sorprendentes, terribles e inquietantes que se puedan imaginar. Cosas que la trastornaban, turbaban su sueño y estaban acabando con su cordura... ¿no era un milagro? ¿Y no era verdad lo que le decía? ¿Acaso podía cerrar los oídos a Jesús, darle unas palmaditas en la cabeza, gritarle que cerrara la boca? Claro que no. En primer lugar, era el Salvador. Por otra parte, era una especie de repugnante obligación enterarse de las cosas que Jesús le contaba.
Becka no relacionó el comienzo de las comunicaciones divinas con el agujero de la cabeza.
Hacía 20 años que Jesús estaba sobre el televisor Zenith de los Paulson. Antes había estado encima de dos RCA (Joe Paulson siempre compraba productos nacionales). Se trataba de un hermoso cuadro tridimensional que les había enviado la hermana de Rebecca, que vivía en Portsmouth. Jesús vestía una sencilla túnica blanca y llevaba un cayado de pastor en la mano. Como el cuadro se había creado (Becka consideraba que fabricado era una palabra demasiado vulgar para un cuadro tan realista que incluso se habría podido entrar en él) antes de los Beatles y de los cambios que habían introducido éstos en el peinado masculino, Jesús llevaba el pelo algo corto, limpio y muy bien peinado. El Cristo del televisor de Becka Paulson se peinaba más bien como Elvis Presley al salir de la mili. Tenía los ojos castaños, apacibles y amables. Tras Él, en perfecta perspectiva, unas ovejas tan blancas como la ropa de los teleanuncios de detergentes se perdían poco a poco en la distancia. Becka, su hermana Corinne y su hermano Roland habían crecido en una granja de New Gloucester y Becka sabía por experiencia propia que las ovejas nunca eran tan blancas ni tenían la lana tan suave como nubes que hubieran caído a la tierra. Pero, razonaba, si Jesús podía transformar el agua en vino y resucitar a los muertos, no había razón por la que no pudiera hacer desaparecer todas las cagarrutas de un rebaño de ovejas si tal era Su deseo.
Joe había intentado un par de veces quitar el cuadro de encima del televisor y ahora sabía por qué, vaya que sí, vaaaaaya que sí. A Joe, como es natural, no le faltaban razones.
-No me parece bien tener a Jesús encima del televisor mientras vemos Tres son compañía o Los ángeles de Charlie -argumentaba-. ¿Por qué no lo pones en tu tocador, Becka? Mejor aún. ¿Por qué no lo dejas en el tocador hasta que acabe Domingo y luego lo vuelves a poner encima de la tele mientras ves a Jimmy Swaggart, Rex Humbard y Jerry Falwell? Seguro que a Jesús le gusta más Jerry Falwell que Los ángeles de Charlie.

Ella se negaba.
-Cuando montamos la timba de póquer los jueves, los chicos se quejan-protestaba el marido-. Nadie quiere que Jesucristo le mire mientras se tira un farol o sube la apuesta.
-Tal vez se sienten incómodos porque saben que el juego es obra del Diablo- decía Becka.
Joe, que era un buen jugador de póquer, se encrespaba.
-Entonces, tu secador de pelo y tus rulos también son obra del Diablo. No sé por qué no los devuelves y das el dinero al Ejército de Salvación. Espera, creo que tengo las facturas en el estudio.
Becka acabó por ceder y dejó que Joe pusiera el cuadro de Jesús de cara a la pared, pero sólo una vez al mes, el jueves en que invitaba a jugar al póquer a aquellos amigotes que no paraban de beber cerveza...
Pero ahora sabía la verdadera razón por la que él quería librarse del cuadro. Seguramente sabía desde el principio que el cuadro era mágico. Bueno... la palabra indicada era sagrado, porque la magia era cosa de paganos: cortadores de cabezas, católicos e individuos por el estilo, ya que en el fondo todos se parecían, ¿verdad? Seguramente Joe había notado desde el principio que era un cuadro especial, un cuadro por mediación del cual se descubriría su pecado.
Ah, tenía que haber imaginado la razón de las recientes preocupaciones de su marido, tenía que haber sabido que había un motivo concreto por el que ya no la buscaba por la noche. Pero en realidad, para ella había representado un alivio; la sexualidad era exactamente lo que su madre le había dicho que sería; algo desagradable y brutal, a veces doloroso y siempre humillante. ¿No había percibido además, de vez en cuando, cierto olor a perfume en la camisa de Joe? De ser así, la verdad es que no había hecho caso y nunca le habría dado importancia si el cuadro de Jesús no hubiera empezado a hablarle el 7 de julio. Entonces se dio cuenta de que había pasado por alto otro detalle; más o menos cuando habían terminado los achuchones nocturnos y había comenzado ella a percibir el perfume, el viejo Charlie Eastbrooke se había jubilado y para sustituirlo en la estafeta de correos habían mandado a una mujer llamada Nancy Voss, que hasta entonces había trabajado en Falmouth. Becka se daba cuenta de que la tal Voss (a quien ella llamaba la Golfa), tenía por lo menos cinco años más que ella y que Joe, es decir que era ya una cincuentona, pero una cincuentona elegante, maciza y guapa. Becka, por su parte, había engordado un poco desde que había contraído matrimonio y había pasado de cincuenta y siete kilos a ochenta siete y medio, sobre todo desde que Byron, su único hijo, se había ido de casa.
Mejor habría sido seguir haciendo la vista gorda. Si la Golfa disfrutaba realmente de la animalidad del contacto carnal, con los gruñidos y empujones que comportaba y aquel pegajoso chorro final que olía levemente a bacalao y parecía un lavavajillas barato, era evidente que la Golfa era una bestia, lo cual, dicho sea de paso, liberaba a Becka de una obligación ocasional pero fastidiosa. Claro que cuando el cuadro de Jesús empezó a hablar y a decirle exactamente lo que pasaba, Becka supo que había que hacer algo.
El cuadro se puso a hablar exactamente el martes a las tres de la tarde. Ocho días después de haberse disparado en la cabeza y cuatro días después de surtir efecto su resolución de olvidar que era un agujero y no sólo una señal. Becka acababa de volver a la sala de estar con algo para comer (medio pastel de moka y una jarra de mosto) y dispuesta a ver Hospital General. Ya no creía que Luke pudiera encontrar a Laura, pero no conseguía que su corazón abandonara la esperanza.
Estaba a punto de encender el Zenith cuando Jesús dijo:
-Becka, Joe se cepilla a la Golfa todos los días en los lavabos a la hora de la comida y a veces por la tarde a la hora de salir. Una vez estaba tan caliente que se la enseñó cuando en teoría tenía que ayudarla a clasificar la correspondencia. ¿Y sabes qué? Ella ni siquiera dijo: «Espera por lo menos a que ponga los certificados en su sitio».-
Becka dio un grito y derramó la jarra de mosto por la pantalla del televisor. Fue un milagro, pensó más tarde, que el tubo del aparato no estallara. El pastel de moka acabó en la alfombra.
-Y eso no es todo- prosiguió Jesús. Paseó por el cuadro con la túnica agitándose alrededor de Sus tobillos y se sentó en una roca que sobresalía. Sujetó el cayado con las piernas y la miró con amargura. -Pasan muchas cosas en Haven. No vas a poder creerlo, te lo aseguro.-
Becka chilló de nuevo y cayó de rodillas. Una de sus piernas aterrizó sobre el pastel y proyectó parte del relleno de frambuesa sobre la cara de Ozzie Nelson, que se había deslizado hasta allí para ver qué ocurría.
-¡Señor! ¡Señor!- exclamó Becka. Ozzie echó a correr, furioso, hacia la cocina; se metió debajo de la nevera mientras la masa roja y pegajosa le goteaba de los bigotes y no volvió a salir en todo el día.
-Nunca hubo un Paulson bueno- dijo Jesús. Una oveja se acercó a Él y Él la alejó con el cayado, con una actitud abstraída y al mismo tiempo intransigente que hizo que Becka, a pesar de su petrificación, se acordara de su difunto padre. La oveja se alejó, ligeramente distorsionada por un efecto de la tridimensionalidad. Desapareció del cuadro como si se curvara para caerse por el borde... pero era sólo una ilusión óptica, estaba segura-. Ni uno bueno-prosiguió Jesús-. El abuelo de Joe era un chuloputas de pura raza, como ya sabes. Toda su vida se rigió por el canario. Y cuando llegó aquí, ¿sabes lo que le dijimos? «No hay sitio». Jesús se inclinó hacia delante con el cayado todavía en la mano-. «Ve allá abajo y habla con el Señor Macho cabrío», le dijimos. «Seguro que encontrarás casa en su Paraíso. Aunque tal vez descubras que tu casero es un tirano», le dijimos.-Aunque parezca mentira, Jesús le guiñó un ojo... y Becka salió de la casa corriendo y gritando.
Se detuvo en el patio jadeando; el cabello, de un rubio parduzco, le caía sobre la cara. El corazón le latía con tanta fuerza que se asustó. Nadie había oído sus chillidos ni sus alaridos, gracias a Dios; ella y Joe vivían lejos del pueblo, en la carretera de Nista, y los vecinos más cercanos eran los Brodsky, unos polacos que habitaban en una sucia caravana. Los Brodsky estaban a kilómetro y medio. Si alguien la había oído, creería que había una loca en casa de Joe y Becka Paulson.

Pero hay una loca en casa de los Paulson, ¿no es cierto?, pensó. Si realmente crees que ese cuadro de Jesús ha empezado a hablarte, debes estar loca, Beck.. Papá te molería a golpes por pensar algo así . . Tres buenos golpes por lo menos: uno por mentir, otro por creerte la mentira y otro por gritar. Becka, ESTAS loca. Los cuadros no hablan.
No... pero si no ha hablado, le dijo otra voz de pronto. La voz provenía de tu cabeza, Becka. No sé cómo ha podido ocurrir... cómo podías saber esas cosas... pero eso es lo que ha sucedido. Puede que tenga algo que ver con lo de la semana pasada y puede que no, pero has hecho que el cuadro de Jesús expresara tu propio interior. No habló en realidad, no más de lo que habla el Topo Gigio en el Show de Ed Sullivan.
Pero de alguna manera, la idea de que pudiera tener algo que ver con el...

(agujero)

asunto aquel, la asustaba más que la idea de que el cuadro hubiera hablado, porque tales eran las cosas que a veces pasaban en Marcus Welby, como aquel episodio sobre un tipo que tenía un tumor cerebral y el tumor le hacía ponerse las medias de nailon y las bragas de su mujer. Becka no quería admitirlo. Tal vez era un milagro. Después de todo, había milagros. Estaban la Sábana Santa de Turín, las curaciones de Lourdes y el mejicano que había encontrado un retrato de la Virgen María impreso en un rollo de primavera, en una ensalada o en algo parecido. Por no hablar de los niños que habían salido en primera plana, los niños que lloraban piedras. Esos eran milagros auténticos (el de los niños que lloraban piedras, había que admitir que daba dentera), tan edificantes como un sermón de Jimmy Swaggart. Oír voces era sólo locura.

Pero eso es lo que ha ocurrido. Y además hace bastante tiempo que oyes voces, ¿no es cierto? Hace tiempo que oyes SU voz La voz de Joe. Y de ahí procedía, no de Jesús, sino de Joe, de la cabeza de Joe.. .

-No- gimió Becka -No, no he oído voces.-
Fue junto al tendedero y miró sin ver el bosque del otro lado de la carretera de Nista. Se retorció las manos y empezó a llorar.
-No he oído voces.-

Loca, replicó la implacable voz de su padre muerto. Loca por culpa del calor, es eso. Ven aquí, Becka Bouchard, te voy a moler a golpes por decir locuras.

-No he oído voces-sollozó Becka-. El cuadro hablaba, en serio, lo juro. No soy ventrílocua.
Mejor creer en el cuadro. Si era el agujero, se trataba de un tumor cerebral, de eso no había duda. Si era el cuadro, se trataba de un milagro. Los milagros venían de Dios. Los milagros venían del Exterior. Un milagro podía volver loco a cualquiera (y Dios sabía que ella se sentía como si fuera a volverse loca), pero ello no significaba que la persona estuviera loca realmente ni que el cerebro sufriera trastornos. Y en cuanto a creer que se podía oír los pensamientos de otras personas... eso sí que era una locura.
Becka se miró las piernas y vio que le salía sangre de la rodilla izquierda. Volvió a chillar y corrió hacia la casa para llamar al médico, a urgencias, a quien fuese. Estaba de nuevo en la sala, tratando de marcar un número con el auricular pegado a la oreja, cuando Jesús dijo:
-Es relleno de frambuesa del pastel de moka, Becka. ¿Por qué no te tranquilizas antes de que te dé un ataque al corazón?-
Becka miró hacia el televisor y el teléfono cayó en la mesa con un ruido metálico. Jesús todavía estaba sentado en la roca. ¿No había cruzado las piernas? Era sorprendente lo mucho que se parecía a su difunto padre... sólo que Él no parecía autoritario, ni propenso a enfurecerse y a repartir leña en el momento menos pensado. La miraba con una especie de paciencia exasperada.
-A ver, comprueba si me equivoco- insistió.
Becka se tocó la rodilla con cuidado, con los ojos cerrados, esperando el dolor. No hubo dolor. Vio las semillas de las frambuesas del relleno y se tranquilizó. Se lamió lo que le había quedado en los dedos.
-Además- dijo Jesús -, tienes que quitarte de la cabeza eso de oír voces y volverte loca. Soy Yo, eso es todo. Yo puedo hablarle a quien quiera y de la manera que quiera.-
-Porque eres el Salvador- murmuró Becka.
-Sí- asintió Jesús y bajó la vista. Debajo de Él, dos ensaladeras bailaban en la pantalla para agradecer la Guarnición Rancho del Valle Escondido que estaban a punto de recibir. -Y me gustaría que por favor apagaras ese trasto. No lo necesitamos. Me hace cosquillas en los pies.-
Becka se acercó al televisor y lo apagó.
-Señor- susurró.
Era el domingo 10 de julio. Joe estaba profundamente dormido en la hamaca del patio, con Ozzie cruzado sobre su estómago, como una piel de lujo, blanca y negra. Ella estaba en la sala, apartando la cortina con una mano y mirando a Joe. Durmiendo en la hamaca. Soñando con la Golfa, sin duda, soñando con tumbarla sobre un montón de catálogos de Carroll Reed y de correo comercial para... ¿cómo lo dirían Joe y sus asquerosos amigotes del póquer? «Cepillársela».
Becka sostenía la cortina con la mano izquierda porque tenía un puñado de pilas de nueve voltios en la derecha. Las había comprado el día anterior en la ferretería. Dejó caer la cortina y fue a la cocina para proseguir el bricolaje del día anterior. Jesús le había explicado cómo se hacía lo del bricolaje. Becka dijo que no sabía construir nada. Jesús le replicó que no fuera tonta. Si podía seguir las instrucciones de una receta de cocina, también podía montar aquel artilugio. Becka se dio cuenta con alegría de que Él tenía razón. No sólo era fácil, sino además divertido. Mucho más divertido que cocinar, desde luego: a ella nunca le había gustado cocinar, nunca había tenido talento culinario. Sus tartas casi nunca subían y los panes tampoco. Había empezado a hacer aquello el día anterior. Trabajaba con la tostadora, el motor de la licuadora Hamilton-Beach y un extraño tablero lleno de puñetitas electrónicas que había pertenecido a una vieja radio que se guardaba en el cobertizo de la basura. Pensaba que terminaría mucho antes de que Joe se despertara y fuera a la sala a ver el partido de las dos.
La verdad es que estaba sorprendida por la abundancia de ideas que había tenido en los últimos días. Algunas se las había dicho Jesús y otras se le ocurrían en los momentos más inesperados.
La máquina de coser, por ejemplo; siempre había querido uno de esos aparatos que hacían las costuras en zigzag, pero Joe le había dicho que tendría que esperar hasta que él pudiera comprarle una máquina nueva (y eso, conociendo a Joe, probablemente sería el día de nunca jamás). Cuatro días antes había advertido que si movía el interruptor y ponía otra aguja en el mismo sitio, en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto a la primera, podía hacer todos los zigzags que quisiera. Lo único que necesitaba era un destornillador (incluso una tonta como ella sabía utilizarlo) y funcionaba de maravilla. También se dio cuenta de que el eje del prénsatelas se desnivelaría en poco tiempo por el cambio de peso, pero ya lo arreglaría cuando sucediera.
Después vino lo de la Electrolux. Jesús se lo había explicado. Para prevenirla contra Joe, tal vez. Había sido Jesús quien le había dicho cómo utilizar el soplete de butano de Joe y así había sido más fácil. Había ido a Derry para comprar tres juegos electrónicos Simon en la juguetería KayBee. Al llegar a casa, los abrió y sacó los circuitos. Siguió las instrucciones de Jesús: los conectó y después empalmó los cables a las pilas Eveready. Jesús le dijo cómo programar la Electrolux y cómo cargarla (esto último ya lo había adivinado, pero decírselo a Él habría sido como faltarle el respeto). El aparato limpiaba ahora la sala, la cocina y el cuarto de baño de la planta baja. Tenía tendencia a quedarse encallado bajo la banqueta del piano o en el cuarto de baño (donde tropezaba como un tonto con la taza y Becka tenía que correr para darle la vuelta) y a Ozzie le ponía los pelos de punta, pero era un gran adelanto. Mucho mejor que arrastrarlo por toda la casa como si fuera un perro muerto de quince kilos. Así tenía suficiente tiempo para ver las noticias de la tarde y comprobar que contenían las verdades que le contaba Jesús. La nueva Electrolux gastaba mucha electricidad, eso era cierto, y a veces se enredaba con el cable. Uno de aquellos días le quitaría las pilas y le conectaría la batería de una moto. Habría tiempo... Cuando hubiera resuelto el problema de Joe y la Golfa.
O... la noche anterior, sin ir más lejos. Había permanecido despierta, pensando en números, hasta mucho después de que Joe empezara a roncar. Se le ocurrió (a Becka, que nunca había pasado de Contabilidad I durante el bachillerato) que si daba valor de letras a los números, podía descongelarlos, convertirlos en algo parecido a la gelatina. Cuando los números son letras, se les puede moldear como se quiera. Y entonces se vuelven a pasar a números; era como poner la gelatina en la nevera para que cuaje y mantenga la forma del molde hasta que llega el momento de vaciarla en una fuente.

Así siempre se podrían calcular las cosas, había pensado Becka con complacencia. No se había dado cuenta de que tenía los dedos encima del ojo izquierdo ni de que se frotaba sin parar el punto que había allí. Por ejemplo, mira... Podrías poner todo en una línea diciendo ax + bx + c = O. y esto lo demuestra. Siempre funciona. Es como el Capitán Marvel cuando dice ¡Shazam! Bueno, está lo del factor cero. <<A» no puede ser cero porque si no, se estropea todo, pero por lo demás...

Había estado despierta un buen rato, pensando en lo anterior y después se había dormido sin darse cuenta de que había reinventado las ecuaciones de segundo grado, los polinomios y el álgebra entera.
Ideas. Muchas, últimamente.
Becka cogió el soplete de Joe y lo encendió con una de las cerillas de la cocina. Unos días antes se habría reído si alguien le hubiera dicho que iba a trabajar con algo así. Pero era fácil. Jesús le había dicho exactamente cómo soldar los cables al tablero electrónico de la vieja radio. Igual que arreglar la aspiradora, pero esta idea en particular era mucho mejor aun.
Jesús le había dicho muchas más cosas en los tres últimos días. Cosas que le habían hecho perder el sueño (y el rato que podía dormir estaba plagado de pesadillas), cosas que le hacían tener miedo de asomar la cara por el pueblo (siempre sé si has hecho algo malo, Becka, le había dicho su padre, porque no sabes guardar un secreto. Se te nota en la cara), cosas que le habían quitado el hambre. Joe, totalmente concentrado en su trabajo, en los encuentros televisados y en la Golfa, no notaba nada... aunque unas noches antes, mientras veían la televisión, había advertido que Becka se mordía las uñas, cosa que no había hecho hasta entonces; además, era una de las pocas cosas que Becka le reprochaba a él. Pero ahora lo hacía ella, sí, estaban mordisqueadas hasta la carne. Joe Paulson lo pensó durante unos diez segundos antes de volver a concentrarse en la televisión y perderse en una fantasía protagonizada por los blancos y turgentes senos de Nancy Voss.
He aquí ahora algunas de las noticias vespertinas que Jesús le había contado y que habían sido responsables de que Becka durmiera tan mal y empezara a comerse las uñas a la avanzada edad de cuarenta y cinco años:
En 1973, Moss Harlingen, uno de los amigotes de Joe, había matado a su padre. Estaban cazando ciervos en Greenville y supuestamente había sido uno de tantos accidentes de caza. Pero el tiro que acabó con Abel Harlingen no había sido un accidente. Moss se había escondido con el rifle detrás de un árbol caído y esperado a que su padre cruzara el arroyo que discurría a unos cincuenta metros por debajo de él. Le disparó cuidadosa y deliberadamente a la cabeza. El propio Moss creía que lo había hecho por dinero. La empresa de Moss, Constructora de Acequias, tenía que saldar dos deudas con dos bancos diferentes y ninguno quería alargar el plazo a causa del otro. Moss fue a ver a Abel, pero Abel se negó a ayudarle, aunque habría podido hacerlo. Así pues, Moss mató a su padre y heredó un buen fajo de billetes en cuanto el juez de primera instancia dictaminó que había sido muerte accidental. Moss Harlingen pagó la deuda y creyó realmente que había cometido un homicidio con ánimo de lucro (excepto, tal vez, en sus sueños más profundos). El verdadero motivo había sido otro. Hacía mucho tiempo, cuando Moss tenía diez años y su hermanito Emery solamente siete, la mujer de Abel se había ido al sur, a Rhode Island, a pasar todo el invierno. El tío de Moss y de Emery había muerto súbitamente y su mujer necesitaba ayuda para ir tirando. Mientras la madre estuvo ausente, hubo unos cuantos episodios de sodomía en la casa de los Harlingen, a la que habían puesto el nombre de Troya. Los actos de sodomía terminaron cuando la madre regresó y no volvieron a repetirse. Moss se había olvidado de ellos por completo. No volvió a acordarse de su insomnio en medio de la oscuridad, del miedo que sentía mientras, acostado en la cama, miraba la puerta para ver si aparecía la sombra de su padre. No guardaba el menor recuerdo de haber estado acostado, con la boca apretada contra el antebrazo paterno, con lágrimas ardientes de rabia y vergüenza en los ojos abiertos y las mejillas mientras Abel Harlingen se untaba el miembro con manteca de cerdo y lo introducía por la portezuela trasera del hijo entre gruñidos y suspiros. La experiencia le había dejado una huella tan superficial que no recordaba haberse mordido el brazo hasta sangrar para reprimir los gritos, como tampoco recordaba las exclamaciones entrecortadas que su hermano Emery lanzaba en la otra cama: «Por favor, papá, por favor, a mí no, esta noche no, a mí no, papá, por favor, por favor>,. Los niños, ya se sabe, olvidan fácilmente. Pero algún recuerdo subconsciente debió de quedar, porque cuando Moss Harlingen apretó el gatillo, tal como había soñado todas las noches de los últimos treinta y dos años de su vida, y mientras los ecos del disparo se perdían entre los troncos para desaparecer en el silencio de la inmensidad de los bosques del norte de Maine, Moss susurró: «Tú no, Em, esta noche no». Que Jesús se lo hubiera contado dos horas después de que Moss se presentara para devolver a Joe una caña de pescar fue un dato en el que no reparó Becka.
Alice Kimball, maestra de la escuela de Haven, era lesbiana. Jesús se lo dijo a Becka el viernes, poco después de que la señora en cuestión, vestida con un traje pantalón verde que le daba un aire muy puesto y respetable, hubiera llamado a la puerta para pedir dinero para la campaña contra el cáncer.
Darla Gaines, la bonita joven de diecisiete años que repartía el periódico dominical, tenía quince gramos de «hierba cojonuda» entre el colchón y el somier de la cama. Quince minutos después de que Darla fuera a cobrar las cinco últimas semanas (tres dólares más una propina de cincuenta centavos de la que Becka se arrepintió después), Jesús le dijo que Darla y su novio se fumaban la marihuana en la cama después de hacer lo que llamaban «el rebote horizontal». Casi todos los fines de semana, de dos a tres, hacían el rebote horizontal y fumaban hierba. Los padres de Darla trabajaban en Derry, en El Zapato Soberbio, y no llegaban a casa hasta pasadas las cuatro.
Hank Buck, otro de los amigotes de Joe, trabajaba en un gran supermercado de Bangor y odiaba tanto a su jefe que el año anterior le había echado media caja de laxantes en un batido de chocolate cierto día en que él, el jefe, lo había mandado a McDonald's por la comida. El jefe se había cagado en los pantalones a las tres y cuarto de la tarde, mientras cortaba un filete en la charcutería. Hank se las arregló para aguantarse hasta la hora de salir, después se sentó en el coche y se rió tanto que casi se cagó encima también él. «Se rió, ¿entiendes?», le dijo Jesús a Becka. «Se rió. ¿Te lo imaginas?»
Y aquello era sólo la punta del iceberg, por decirlo de alguna manera. Parecía que Jesús sabía cosas desagradables o turbadoras de todos los habitantes del pueblo... por lo menos de todos los que estaban en contacto con Becka.
Era imposible vivir con aquellos secretos.
Pero tampoco sabía Becka si podría vivir sin ellos.
De una cosa sí estaba segura: tenía que hacer algo. Algo.
-Ya haces algo- le dijo Jesús. Hablaba desde detrás de ella, desde el cuadro que estaba encima del televisor, por supuesto que sí, y la idea de que la voz surgiera de su propio interior y de que fuese una mutación fría de sus propios pensamientos... no era más que un espejismo horrible y pasajero. -En realidad, ya casi has terminado esta parte, Becka. Lo único que te falta es soldar el cable rojo al punto que hay detrás de ese chisme... no, ése no, el otro, el que está al lado... eso es. ¡No tanta soldadura! Es como el fijador, Becka. Con un poquito basta.-
Resultaba extraño oír a Jesús hablar de fijadores...

Joe despertó a las dos y cuarto, se quitó a Ozzie de encima y fue hasta el fondo del patio, regó la hiedra con una larga meada y enfiló hacia la casa para ver a los Yankees contra los Red Sox. Abrió la nevera de la cocina, miró de reojo los pedacitos de cable que había en el estante y se preguntó en qué andaría metida su mujer. Dejó estar el asunto y cogió una botella grande de cerveza.
Fue a la sala. Becka estaba en la mecedora, fingiendo leer un libro. Unos diez minutos antes de que entrara Joe había terminado de soldar los cables del artilugio a la consola del Zenith, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Jesús.
«Hay que tener cuidado cuando se quita la tapa trasera de un televisor, Becka», le había dicho Joe. «Ahí dentro hay más voltios que una tienda de electrodomésticos.»
-Creía que ibas a calentar algo para mí- apuntó Joe.
-Puedes hacerlo tú- replicó Becka.
-Sí, supongo que sí- dijo Joe, dando por terminada la última conversación que tendrían.
Apretó el interruptor del televisor y más de dos mil voltios le recorrieron el cuerpo. Se le abrieron los ojos de par en par. Cuando sufrió la sacudida, la mano se le contrajo con tanta fuerza que la botella de cerveza se rompió y el vidrio se le hundió en los dedos y en la palma. La cerveza espumeó y se derramó.
-¡IIIIIUUUUUAARRRREEEMMMMM!- gritó Joe.
La cara empezó a ponérsele negra. Un humo azul le salía del cabello. Su dedo parecía pegado al interruptor del Zenith. Apareció una imagen en la pantalla. Mostraba a Joe y Nancy Voss jodiendo en el suelo de la estafeta de correos, sobre una alfombra de catálogos, boletines oficiales y publicidad de las carreras de caballos.
-¡No!- aulló Becka y la imagen cambió. Entonces vio a Moss Harlingen detrás de un pino caído, apuntando con un rifle 30-30. La imagen volvió a cambiar y vio a Darla Gaines y a su novio practicando el rebote horizontal en el dormitorio de Darla, mientras Rick Springfield les miraba fijamente desde la pared.
La ropa de Joe Paulson se incendió.
La sala de estar se había llenado de olor a cerveza cocida.
Un momento después explotó el cuadro tridimensional de Jesús
-¡No!- chilló Becka, al comprender de pronto que desde el principio había sido ella y sólo ella quien lo había pensado todo, quien de alguna manera había leído los pensamientos de aquellas personas; había sido el agujero en la cabeza y el agujero le había hecho algo en el cerebro; se lo había vigorizado, como quien dice. La imagen de la pantalla cambió de nuevo y Becka se vio bajando de la escalera con el revólver calibre 22 en la mano, apuntándose con él... parecía una mujer a punto de suicidarse más que un ama de casa en día de limpieza.
Su marido se estaba poniendo negro delante de sus propios ojos.
Corrió hacia él, le cogió la mano carbonizada y húmeda... y también ella recibió la descarga eléctrica. No pudo apartarse, como el conejo de los dibujos animados que no pudo despegarse del muñeco de brea a quien había dado una bofetada por insolente.
Jesús, Jesús, pensó cuando la corriente la fulminó y la hizo poner de puntillas.
Y una voz enloquecida, como un maullido, la voz de su padre, se elevó en su cabeza. Te he engañado, Becka. ¿A que sí? Y has picado como una tonta.

La tapa trasera del televisor, que Becka había vuelto a poner en su sitio después de hacer los cambios (por si acaso a Joe se le ocurría echar una mirada), salió despedida hacia atrás con un gran relámpago de luz azul. Joe y Becka Paulson cayeron sobre la alfombra. Joe ya estaba muerto. Y cuando el papel humeante de la pared de detrás del televisor empezó a quemar las cortinas, Becka también.

Stephen King - La Expedición

LA EXPEDICIÓN (STEPHEN KING)

—Último aviso para la Expedición 701 —anunció una agradable voz femenina en el Vestíbulo Azul de la terminal de Port Authority, Nueva York.
El edificio no había sufrido demasiados cambios en los últimos trescientos años. Seguía dando la impresión, un tanto siniestra, de estar a punto de derrumbarse. Tal vez la anónima voz femenina fuera lo único agradable allí.
—Es la Expedición para Whitehead, Marte —prosiguió la voz—. Todos los pasajeros provistos de billetes deberán reunirse en la sala de embarque del Vestíbulo Azul. Por favor, asegúrense de que todos sus documentos estén en regla. Muchas gracias.
La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Cinco auxiliares del Servicio de Expediciones ofrecían vasos de leche a los pasajeros, animándoles con comentarios amables, reconfortantes. En uno de los extremos de la sala, dos guardias custodiaban la puerta de entrada. Uno de los empleados de la compañía examinaba atentamente los papeles de un recién llegado, un sujeto con cara de liebre y un ejemplar del New York World-Times bajo el brazo. En el lado opuesto del recinto, el suelo iniciaba un suave descenso hasta desembocar en una especie de rampa que conducía a un túnel de unos dos metros de ancho por el doble de largo, desnudo, sin puertas.
Mark Oates, su mujer Marilys y sus dos hijos esperaban en sus tumbonas, cerca de la salida.
—Papá, ¿por qué no me explicas ahora lo de la Expedición? —preguntó Ricky—. Lo habías prometido.
—Sí, papá, lo habías prometido —añadió Patricia, con una risita estúpida.
Enfrente, un individuo con todo el aspecto de dedicarse a los negocios y la misma constitución que un toro de lidia, los miró de soslayo, sin decir palabra. Tendido en su tumbona, con unos zapatos maravillosamente lustrosos, hojeaba sus papeles.
El rumor de las conversaciones en voz baja y el apagado ajetreo de los que iban llegando acabó por llenar completamente la sala.
Mark guiñó un ojo a Marilys, que le correspondió, aunque parecía tan asustada como Patty. «¿Por qué no?», se preguntó Mark. Era la primera vez que metía a su familia en una aventura semejante. Hacía ya varios meses que la compañía para la que trabajaba, la Texaco Water, le había informado de su próximo traslado a Whitehead City. Pasaron semanas enteras, Marilys y él, discutiendo las ventajas e inconvenientes de que la familia en pleno le siguiera a su nuevo destino. Por fin después de arduas deliberaciones, decidieron que era mejor que todos ellos se trasladaran a Marte durante los dos años que él tendría que pasar allí.
Miró su reloj: todavía faltaba casi media hora para la partida. Tenía tiempo para contar toda la historia. Se dijo que tal vez de esa manera lograra distraer a los niños y evitar que se pusieran nerviosos. Y tal vez hasta Marilys llegara a relajarse un poco.
—De acuerdo —dijo.
Ricky y Pat le miraban atentamente. Ricky tenía doce años y Pat, nueve. Pensó que, para cuando regresaran a la Tierra, el chico estaría ya en plena pubertad, y la niña probablemente tuviese senos. Casi no podía creerlo. Había decidido tras consultar con Marilys, que los niños asistirían a la escuela en Whitehead, con los hijos de los ingenieros y los otros empleados de la compañía. Ricky podría participar en una excursión geológica a Phobos, situado a pocos meses de distancia. Increíble, pero tan cierto como que estaban allí en aquel momento.
«¿Quién sabe? —se dijo—. Hasta es posible que me calme yo mismo.»
—Por lo que sé, el Método de Expedición, o de Salto, como también se lo conoce, fue inventado por un individuo llamado Víctor Carune, hacia 1987. Carune había recibido una subvención oficial, para realizar investigaciones. Finalmente, el Gobierno —o las compañías petroleras— puso las manos sobre el asunto. No se conoce la fecha exacta porque Carune era bastante excéntrico.
—¿Quieres decir que estaba loco? —preguntó Ricky.

—Sólo un poco loco —precisó Marilys, sonriendo a Mark.
—¡Ah, ya!
—Bien, el tal Carune trabajó durante un tiempo sin informar de sus hallazgos al Gobierno, y sólo habló de ellos porque se le acababa el dinero y necesitaba una nueva subvención.
—Si no es de su entera satisfacción, le devolvemos el dinero —interrumpió Pat, riendo nuevamente.
—Exacto, cariño —replicó Mark, acariciándole tiernamente el flequillo.
En aquel momento, entraron silenciosamente dos nuevos auxiliares, vistiendo el mono rojo brillante de los empleados de la empresa de viajes espaciales. Llevaban en una mesilla de ruedas un pulverizador de acero inoxidable con un tubo de goma; cuidadosamente ocultos por los faldones del mantel de la mesilla
—Mark lo sabía— había dos bombonas de gas; en la bolsa sujeta a uno de los lados se guardaban un centenar de mascarillas desechables. Mark continuó hablando, con la esperanza de que su familia no reparara en los recién llegados. Si alcanzaba a relatar la historia hasta el final, su mujer y sus hijos serían los primeros en acoger el gas con los brazos abiertos. Por otra parte, tampoco tenían otra alternativa.
—Ya sabéis que el Salto no es otra cosa que un proceso de teletransporte. En los ambientes profesionales se lo llama Efecto Carune. El término «salto» fue una invención del mismo Carune, que era un fanático de las novelas de ciencia-ficción. En una de ellas, llamada Destino a las estrellas, de Alfred Bester, ya se hablaba de este fenómeno. Aunque en la novela se supone que uno puede someterse a la experiencia sólo con el pensamiento, mientras que, en la práctica, no es posible.
En aquel momento los auxiliares aplicaron la mascarilla a una anciana, esta aspiró una vez y se quedó tendida, serena y laxa, sobre su tumbona. La falda se había levantado ligeramente, revelando un muslo fláccido y surcado por varices. Un auxiliar acomodó la tela con discreción mientras el otro cambiaba la mascarilla usada por una nueva, lo que llevó a Mark a pensar en los vasos de plástico que suelen hallarse en las habitaciones de los moteles.
Miró a Pat, rogando a Dios que se tranquilizara; había visto niños a los que era necesario someter por la fuerza, y algunos seguían chillando hasta que las mascarillas les cubrían el rostro. No es que no encontrara normal una reacción semejante en un niño, pero no deseaba ver a Patty en esas circunstancias. Ricky le inspiraba más confianza.
—Lo que sí se puede afirmar que el nuevo descubrimiento llegó en el momento oportuno —prosiguió. Se dirigía a Ricky, pero sostenía entre las suyas la mano de su hija. Los dedos de la niña aferraban los de su padre, rígidos por el pánico. Tenía las palmas frías y algo sudadas.
»El mundo estaba a punto de agotar las reservas de petróleo existentes, que, en su mayor parte, seguían perteneciendo a los países del Oriente Medio, los cuales lo utilizaban como arma política. Habían formado un cártel petrolero al que llamaban OPEP.
—¿Qué es un cártel? —preguntó Patty.
—Pues... un monopolio —respondió Mark.
—Algo así como un club, cariño —interrumpió Marilys—. Pero sólo puedes pertenecer a ese club si tienes muchísimo, pero muchísimo petróleo.
—No me voy a detener a explicaros ahora cómo estaba el mundo en aquella época. Ya lo estudiaréis en la escuela. Pero era un verdadero caos. Sólo se podía utilizar el automóvil dos veces por semana, y la gasolina costaba quince dólares antiguos el galón...
—¡Diablos! —exclamó Ricky—. Ahora sólo cuesta tres o cuatro centavos, ¿no es así, papá?
Mark sonrió.
—Precisamente por eso vamos a donde vamos. En Marte hay petróleo para ocho mil años más, y en Venus para otros veinte mil... De todos modos, ese combustible ya no es tan importante. Lo que realmente necesitamos ahora es...
—¡Agua! —chilló Patty.
El hombre de negocios alzó la vista de sus papeles y le sonrió durante un instante.
—Exacto —replicó Mark—. Porque entre los años 1960 y 2030 contaminamos casi toda el agua de que disponíamos. El primer envío de agua de las capas de hielo de Marte a la Tierra se conoce como...
—Operación Paja —aclaró Ricky.
—Eso es. En el 2045, más o menos. Aunque mucho antes se había utilizado el mismo procedimiento —el Salto— en la búsqueda de nuevos manantiales en la Tierra. Y ahora el agua representa la mayor parte de las exportaciones marcianas... el petróleo no es más que un negocio secundario. Pero entonces, era vital.
Los chicos asintieron.
—El caso es que estas cosas siempre habían estado allí, pero sólo pudimos conseguirlas cuando se inventó el teletransporte. Cuando Carune descubrió el proceso, el mundo se estaba sumiendo en una nueva Edad Oscura. Hubo un invierno tan frío que más de diez mil personas murieron congeladas en los Estados Unidos por falta de calefacción.
—¡Caramba! —comentó Patty, flemática.
En aquel momento, dos auxiliares hablaban con un hombre de aspecto tímido, con la finalidad de que se atuviera a sus indicaciones. Finalmente aceptó la mascarilla y cayó como muerto sobre su tumbona a los pocos segundos.
«Primerizo —pensó Mark—. Se adivina enseguida.»
—Para Carune, todo empezó con un lápiz, unas llaves, un reloj de pulsera y unos cuantos ratones. Los ratones le demostraron que había un problema...
Víctor Carune volvió a su laboratorio borracho de alegría. Creía saber ahora lo que habían sentido Morse, Alexander Graham Bell, Edison..., pero su descubrimiento superaba los de sus predecesores, y en dos ocasiones había estado a punto de estrellar la furgoneta en el camino de regreso de la tienda de animales de New Paltz, donde había gastado sus últimos veinte dólares en nueve ratones blancos. Todo lo que poseía en el mundo eran los dieciocho dólares de su cuenta de ahorros y los noventa y tres centavos de su bolsillo derecho. Pero ni por un momento pensó en ello. Y, de haberlo hecho, seguramente no le hubiese importado.
Había habilitado un viejo granero como laboratorio, al que se llegaba por un camino estrecho y polvoriento. Precisamente en aquel camino había estado a punto de volcar por segunda vez. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y no podría llenarlo antes de diez o quince días, pero eso tampoco le importaba. En su cerebro enfebrecido las ideas giraban como un torbellino.
Nada de lo que sucedió a continuación era totalmente inesperado. Una de las razones por las que el Gobierno le había asignado la mísera suma de veinte mil dólares al año era la posibilidad, hasta entonces no satisfecha, de la transmisión de partículas.
Pero que sucediera así..., de pronto... sin previo aviso... y con menos consumo de electricidad que el de un televisor en color... ¡Dios mío!
Aparcó la furgoneta frente al granero. En el asiento trasero había una caja con la leyenda VENGO DE LA TIENDA DE ANIMALES DE STACKPOLE e imágenes de perros, gatos, cobayas y peces dorados. Carune agarró la caja y corrió hacia la doble puerta de entrada al laboratorio.
Intentó abrir uno de los portones. Al comprobar que no podía, recordó que lo había cerrado con llave.
—¡Demonios! —aulló, buscándolas en los bolsillos del pantalón.
Siempre olvidaba que una de las condiciones impuestas por el Gobierno al concederle la subvención era la de mantener su centro de investigaciones permanentemente cerrado con llave.
Cuando por fin las encontró, se quedó fascinado ante la que abría el granero.
Así como el teléfono fue empleado por primera vez de una manera totalmente fortuita —Bell, al verter un poco de ácido sobre unos papeles y quemarse, gritó al aparato: « ¡Watson, venga enseguida!»—, el primer teletransporte tuvo lugar por casualidad. Sin darse cuenta, Victor Carune teletransportó dos de sus dedos hasta el otro extremo del granero, a unos ciento cincuenta metros.
Carune había instalado dos ventanillas, una a cada extremo del granero. En la de su lado había colocado una pistola jónica, de las que se venden en las tiendas de equipos electrónicos por menos de quinientos dólares. En la de la parte opuesta, de forma y tamaño aproximados a los de un libro, al igual que la primera, había instalado una cámara de gas. Entre ambas había algo parecido a una cortina de baño, suponiendo que una cortina de baño pudiera ser de plomo. La idea consistía en disparar iones a través de la primera ventanilla y observar su curso por la cámara de gas, con la cortina de plomo para demostrar que realmente estaban siendo transmitidos. En dos años, el experimento sólo había resultado en un par de ocasiones. Del porqué, Carune no tenía ni la menor idea.
Estaba instalando la pistola iónica en su correspondiente soporte, cuando pasó dos dedos por la ventanilla, sin darse cuenta. Habitualmente, no había problemas, pero, aquella mañana, Carune había accionado, al rozarlo con la cadera, el interruptor general del panel situado a la izquierda de la ventanilla. No se dio cuenta de lo que había ocurrido —el zumbido de la máquina en funcionamiento era casi inaudible—, hasta que sintió un hormigueo en los dedos.
«No tenía nada que ver con una descarga eléctrica», escribió Carune en el único artículo sobre el tema que pudo publicar antes de que el Gobierno le hiciera callar. El artículo apareció nada menos que en Mecánica Popular, y lo vendió por setecientos cincuenta dólares, en su último y desesperado intento de mantener su invento en el ámbito de la empresa privada. «No tenía nada del desagradable estremecimiento que se siente, por ejemplo, al tomar un cable deshilachado. Se parecía más a la sensación que se tiene al tocar una máquina que funciona a toda su velocidad. Las vibraciones son tan rápidas e imperceptibles, que se experimenta, literalmente, un cosquilleo.»
«Vi que mi dedo índice había desaparecido, con un corte oblicuo, a la altura del nudillo. El otro, un poco más abajo. Y no quedaba ni rastro de la uña del anular.»
Carune, profiriendo un grito, había retirado la mano instintivamente. Como escribió más tarde, creyó incluso haber visto sangre, aunque, obviamente, se trataba sólo de una alucinación. Al moverse, golpeó la pistola, que se estrelló contra el suelo.
Permaneció inmóvil. Se metió los dedos en la boca para cerciorarse de que sí, de que seguían allí. Se dijo a sí mismo que estaba trabajando demasiado, que estaba agotado. Pero le asaltó otra idea: la de que acababa de descubrir algo... muy importante.
Carune no se atrevió a pasar los dedos por la ventanilla otra vez. De hecho, sólo lo hizo dos veces en su vida.
Al principio, no hizo nada. Durante mucho tiempo, estuvo dando vueltas sin rumbo alrededor del granero, pasándose las manos por el pelo y preguntándose si debía llamar a Carson, de Nueva Jersey, o a Buffington, de Charlotte. Sabía que el tacaño de Carson jamás aceptaba conferencias a cobro revertido, pero quizás Buffington lo hiciera.
De pronto, tuvo una idea: si sus dedos habían cruzado el granero, tal vez encontrara algún indicio en la segunda ventanilla. Naturalmente, no lo había. Carune la había instalado sobre una pila de cajones de embalaje. Parecía una especie de guillotina, sólo que de juguete y sin hoja. A uno de los lados del marco de la ventanilla, de acero inoxidable, había un enchufe con un cable que conectaba con la terminal de transmisiones, que era poco más que un transformador de partículas unido a un ordenador.
Esto le recordó que...
Carune miró su reloj; eran las once y cuarto. Si bien el Gobierno le daba poco dinero, le proporcionaba tiempo de ordenador, algo infinitamente valioso. Aquella tarde, disponía de él hasta las tres; luego debería despedirse hasta el lunes siguiente. Tenía que moverse, hacer algo...
«Volví a contemplar los cajones —escribió Carune en su famoso artículo— y después examiné las puntas de mis dedos. No había duda, la prueba estaba allí. Se me ocurrió que no podría convencer a nadie, a excepción de mí mismo. Pero, en principio, ¿a quién hay que convencer, si no es a uno mismo?»
—¿Y qué era? —preguntó Ricky.
—Sí —añadió Patty—, ¿qué era?
Mark sonrió. Estaban, incluida Marilys, pendientes de un hilo. Casi habían olvidado dónde se hallaban. Mark vio por el rabillo del ojo cómo los auxiliares de la compañía desplazaban silenciosamente el carrito entre los viajeros, sumiéndolos en un sueño profundo. Nunca el proceso era tan rápido en el sector civil como en el militar. Los civiles se ponían nerviosos y discutían. El zumbido y la máscara de goma recordaba demasiado a un quirófano, donde los cirujanos, con sus bisturíes, acechaban tras los anestesistas y sus bombonas de acero inoxidable. A veces, había histeria o pánico; y siempre alguno perdía los nervios.
Dos hombres se levantaron de sus tumbonas con absoluta serenidad, se desprendieron de la solapa las etiquetas y se dirigieron hacia la salida en silencio. Tras devolver los papeles a uno de los auxiliares, se marcharon sin volver la cabeza. Los empleados de la compañía tenían instrucciones muy precisas de no discutir con los que desistían de su propósito. Siempre había listas de espera, a veces, de hasta cuarenta o cincuenta personas. Cuando alguien abandonaba, un nuevo viajero entraba con su etiqueta sujeta a la camisa.
—Carune encontró dos astillas en su dedo índice
—continuó Mark—. Las extrajo y las guardó. Una de ellas se ha perdido para siempre, pero la otra se conserva en una vitrina herméticamente cerrada del Anexo del Instituto Smithsoniano, en Washington, muy cerca de la que contiene las piedras que trajeron de la Luna los primeros viajeros espaciales.
—¿Qué luna, papá, la nuestra o la de Marte? —preguntó Ricky.
—La nuestra —respondió Mark, sonriendo—. En Marte ha aterrizado un solo vuelo tripulado por el hombre, Ricky, una expedición francesa, alrededor del 2030. Bueno, como iba diciendo, así fue cómo una vulgar astilla acabó en el Instituto Smithsoniano: el primer objeto teletransportado a través del espacio.
—Y después, ¿qué ocurrió? —preguntó Patty.
—Pues, según cuentan, Carune echó a correr...
Carune echó a correr hacia la primera ventanilla y permaneció junto a ella unos segundos, sin aliento, el corazón saltándole en el pecho con fuertes latidos. «Tengo que serenarme —se dijo—. Concentrarme en esto. Si se actúa con precipitación, no se aprovecha el tiempo. »
Desatendiendo deliberadamente lo que ocupaba el primer plano de sus pensamientos, sacó las astillas, guardándolas en un envoltorio de chocolate. Una de las dos se perdió más tarde, la otra es la del Instituto Smithsoniano, con su vitrina rodeada de cintas de terciopelo y eternamente vigilada por un circuito interno de televisión.
Extraída la astilla, Carune se sintió un poco más tranquilo. Se le ocurrió repetir la experiencia con un lápiz. Tomó uno y lo introdujo con precaución en la
primera ventanilla. El lápiz fue desapareciendo lentamente, centímetro a centímetro, como en el truco de un prestidigitador en una ilusión óptica. Llevaba impresas, sobre el barniz amarillo, unas letras en negro:
EBERHARD FABER, nº 2. Cuando sólo quedaban las letras EBERH, Carune fue a mirar qué pasaba en la segunda ventanilla.
Allí estaba el lápiz, como si un cuchillo lo hubiese seccionado. El corazón le golpeaba en el pecho inconteniblemente cuando lo tomó.
Lo alzó; lo observó. En un arrebato, escribió: ¡FUNCIONA! Apretó con tal fuerza que la mina acabó por quebrarse. Carune se echó a reír como un loco en el granero desierto; rió tanto que una bandada de golondrinas levantó el vuelo, desapareciendo por unos agujeros en el techo.
—¡Funciona! —gritó, corriendo de nuevo hacia la primera ventanilla. Agitaba los brazos como un poseso, blandiendo el lápiz quebrado en una mano—. ¡Funciona! ¡Funciona! ¿Me oyes, Carson, imbécil? ¡Funciona y ES OBRA MÍA! ¡ES OBRA MÍA!

—Mark, no hables así a los niños —le reprochó Marilys.
Mark se encogió de hombros.
—Según cuentan, eso fue lo que dijo.
no podrías dar una versión expurgada de los hechos?
—Papá —interrumpió Patty—. ¿El lápiz también está en el Instituto?
—¿No es verdad que los osos cagan en el bosque? —replicó Mark, tapándose la boca, fingiendo sorpresa ante su propia obscenidad.
Los dos chicos se echaron a reír estrepitosamente. Las risas de Patty habían perdido aquel tono nervioso, pensó Mark, aliviado. Marilys frunció el ceño en un gesto de reproche, pero no pudo evitar echarse a reír también.
A continuación, Carune experimentó con las llaves. Empezaba a pensar con claridad. Se preguntó si no habría llegado el momento de averiguar si los objetos teletransportados sufrían algún cambio en el proceso.
Vio pasar las llaves por la ventanilla y, exactamente en el mismo instante las oyó caer en el otro extremo, sobre el cajón de embalaje. Se dirigió hacia la segunda ventanilla sin prisa, aprovechando esta vez para ajustar la posición de la cortina de plomo. De todas formas, ya no la necesitaba, como no necesitaba la pistola. Menos mal, porque la pistola había quedado hecha pedazos.
Probó una de las llaves del candado que el Gobierno le había obligado a colocar en los portones. Funcionaba a la perfección. Después, hizo lo propio con la de su casa. No había problemas. Lo mismo ocurría con las llaves de los archivadores y de la furgoneta.
Carune se guardó las llaves en el bolsillo y se quitó el reloj de pulsera. Era un Seiko de cuarzo con un pequeño ordenador bajo la esfera. Veinticuatro botoncitos permitían efectuar cualquier operación matemática, desde la suma y la resta, hasta la raíz cuadrada. Además de un magnífico cronómetro, un delicado mecanismo de precisión. Carune colocó el reloj delante de la ventanilla y lo empujó suavemente con un lápiz.
El reloj reapareció instantáneamente al otro extremo. En el momento de introducirlo marcaba las 11.31.37. Cuando Carune lo recogió, las 11.31.49. Perfecto. Aunque hubiese sido mucho mejor disponer de un ayudante junto a los cajones para certificar que no había alteración temporal alguna. Bueno, no importaba tanto. Muy pronto, el Gobierno lo cubriría de ayudantes.
Probó la calculadora del reloj. Dos y dos seguían siendo cuatro. Ocho dividido por cuatro continuaba siendo dos. La raíz cuadrada de once no había variado: 3,3166247..., etcétera.
Había llegado el momento de experimentar con los ratones.
—¿Qué pasó con los ratones, papá? —preguntó Ricky.
Mark dudó un momento. Tendría que andar con cautela si no quería asustar a sus hijos —y a su esposa— cuando faltaba ya tan poco tiempo para su primer salto. Lo más importante era convencerles de que el problema había sido resuelto y ahora todo estaba bien.
—Como iba diciendo, surgió un pequeño problema...

Si. El horror, la locura y la muerte. ¿Qué os parece, niños?

Carune colocó la caja con los ratones sobre un estante y miró la hora. Eran las tres menos cuarto. Sólo le quedaba una hora y cuarto de ordenador. «Es increíble cómo pasa el tiempo cuando te diviertes», pensó, echándose a reír.
Abrió la caja y sacó un ratón blanco tomándolo por la cola. El animalillo chillaba desesperadamente. Lo situó delante de la ventanilla. «Vamos, ratoncito», dijo. El ratón se escurrió por un lado del cajón sobre el cual estaba instalada la ventanilla. Carune lanzó una maldición, e intentó atraparlo, pero cuando le puso la mano encima, el animal se deslizó por una grieta en el suelo, entre dos tablones.

—¿Demonios! —gritó Carune.
Volvió a coger la caja y evitó por los pelos que dos ratones escaparan. Agarró otro ratón, esta vez por el cuerpo. Era físico, y no tenía la menor idea de cómo tratar a un ratón. Cerró la caja cuidadosamente.
El animal se prendió a la mano de Carune, pero fue inútil: éste lo introdujo en la ventanilla. Inmediatamente lo oyó caer sobre el cajón del otro extremo. Esta vez corrió, recordando cómo se le había escapado el primer ratón. No tenía por qué preocuparse. El animal estaba acurrucado sobre el cajón, los ojos apagados, respirando débilmente. Carune se le acercó despacio. No estaba acostumbrado a bregar con ratones, pero no hacía falta ser un lince para ver que algo había salido terriblemente mal.
(—El ratón no estaba, después de la experiencia, tan bien como al principio —dijo Mark, con una amplia sonrisa, que sólo Marilys percibió forzada.)
Carune tocó el ratón. Era algo inerte —como paja o serrín—, salvo por los flancos, que se movían en busca de aire. No miraba a su alrededor ni a Carune; miraba fijamente hacia adelante. Antes, era un animalillo vivaz, nervioso: lo que quedaba no era más que una copia de cera.
Carune chasqueó los dedos ante los ojillos rosados del ratón, que parpadeó varias veces.., y cayó muerto.
—Así que Carune decidió probar con otro ratón
—continuó Mark.
—Y al primero, ¿qué le había pasado? —preguntó Ricky.
Mark volvió a forzar una sonrisa.
—Se le retiró con todos los honores —dijo.
Carune metió el cuerpo del ratón muerto en una bolsa de papel. Quería llevárselo al veterinario Mosconi aquella misma noche. Mosconi podría hacer una autopsia para averiguar lo ocurrido. El Gobierno desaprobaría la inclusión de un ciudadano particular en un proyecto que había sido calificado como triplemente secreto. Peor para ellos, pensó. Estaba decidido a hacer cuanto estuviese en su mano para que el Gran Padre Blanco de Washington entrara en el juego lo más tarde posible. Vista la magra ayuda que le había prestado, podía esperar.
Entonces, recordó que Mosconi vivía muy lejos, más allá de New Paltz, y que no tenía suficiente gasolina en la furgoneta para ir a verle y regresar.
Pero eran las 2.03. Tenía menos de una hora del ordenador. Se preocuparía más tarde de la maldita autopsia.
Carune construyó una especie de embudo, que fijó delante de la ventanilla de partida.
(—En realidad —explicó Mark—, se trataba de la primera rampa jamás construida para realizar expediciones. —A Patty, la idea de que los ratones entraran en la ventanilla deslizándose por un tobogán le resultaba extraordinariamente divertida.)
El investigador dejó caer otro ratón al embudo. Bloqueó la entrada con un libro y, tras olisquear y pasearse durante unos pocos momentos, el ratón pasó por la ventanilla y desapareció.
Carune corrió hacia el otro extremo del granero.
El animal estaba muerto.
No había sangre ni edemas que indicaran que un cambio violento de la presión sanguínea hubiese roto algún órgano interno. Carune se preguntó si tal vez la falta de oxígeno pudiera...
Sacudió la cabeza, irritado. El ratón había tardado una millonésima de segundo en aparecer en la segunda ventanilla. El reloj confirmaba que el tiempo seguía siendo una constante en el proceso. Por lo menos, aparentemente.
El segundo ratón fue a reunirse con el primero en la bolsa de papel. Carune sacó de la caja un tercer ratón (el cuarto, si se cuenta el afortunado que había huido por la grieta), preguntándose qué se acabaría antes, si los ratones o el tiempo de ordenador disponible.
Agarró firmemente el cuerpo del animal y le obligó a pasar las patas traseras por la ventanilla. Al otro lado del granero, vio reaparecer las patas... sólo las patas, que se aferraban desesperadamente al cajón.
Carune retiró el ratón de la ventanilla. Estaba rabiosamente vivo. Tan vivo, que le mordió un dedo, haciéndole sangrar. Devolvió el ratón a la caja y se desinfectó la herida con el agua oxigenada que tenía en el botiquín.
Se cubrió la herida con un apósito. Lo revolvió todo hasta encontrar un par de pesados guantes de trabajo. El tiempo corría cada vez más, cada vez más... Ya eran las 2.11.
Tomó otro ratón y lo hizo pasar por la ventanilla, íntegro. El ratón vivió casi dos minutos. Incluso llegó a corretear un poco por el cajón, aunque tambaleándose, antes de caer de lado, luchando débilmente por volver a incorporarse, sólo para caer otra vez, ahora sobre sus cuatro patas. Carune chasqueó los dedos delante del animal, que dio quizá cuatro pasos y cayó nuevamente de lado. Los flancos se agitaban cada vez más y más débilmente, hasta que quedaron inmóviles. Estaba muerto.
Carune sintió un escalofrío.
Volvió a la primera ventanilla, tomó otro ratón y lo introdujo de cabeza, pero sólo hasta la mitad. Lo vio reaparecer en el otro lado. Primero la cabeza, después el cuello y las patas delanteras. Carune aflojó la presa sobre el ratón, dispuesto, sin embargo, a sujetarlo si se ponía nervioso. No fue necesario: el animal permaneció inmóvil, con medio cuerpo en cada extremo del granero.
Carune corrió a ver el resultado en la segunda ventanilla.
El ratón seguía vivo, pero sus ojillos rosados estaban opacos, velados. Los bigotes no se movían. Al mirar desde detrás, Carune vio algo sorprendente. Como en el caso del lápiz, tenía ante sí la sección transversal del cuerpecillo del animal. Las vértebras de la minúscula espina dorsal con sus anillos concéntricos, la sangre circulando por las venas, los tejidos del esófago en movimiento, llenos de vida. Pensó que, al menos, como escribiría más tarde en su famoso y único artículo, aquello podría constituir un magnífico instrumento de diagnóstico.
Entonces advirtió que los movimientos del esófago del ratón habían cesado. Estaba muerto.
Carune levantó al ratón por el hocico, venciendo su repugnancia, y lo dejó caer en la bolsa de papel, junto a los anteriores. «Basta ya de ratones —pensó—. Mueren si los introduces íntegros, tanto si los metes de cabeza como si lo haces hacia atrás. Mueren si sólo metes la mitad anterior. Pero, si metes sólo la parte trasera, conservan toda su vitalidad.»
¿Qué demonios estaría pasando?
Una cuestión sensorial, pensó, casi por azar. Al hacer el viaje, ven algo, oyen algo, tocan algo. ¡Dios mío!, puede incluso que huelan algo que los fulmina. Pero, ¿ qué?
No tenía ni idea, pero se propuso descubrirlo.
Le quedaban cuarenta minutos antes de que le desconectaran el ordenador. Descolgó un termómetro que había en la pared, junto a la puerta de la cocina, y lo introdujo en la ventanilla. Al salir, marcaba treinta grados, la misma temperatura que al entrar. Buscó en el trastero, donde tenía juguetes para entretener a sus nietos. Encontró un paquete de globos. Infló uno, lo ató y lo lanzó igualmente a través de la ventanilla. El globo surgió intacto, sin el menor rasguño. Estaba claro que la presión no tenía nada que ver con el asunto.
Aún le restaban cinco minutos para la hora fatídica. Corrió hasta su casa, regresó con una pecera, en cuyo interior nadaban Percy y Patrick, moviendo aletas y girando agitados. Empujó la pecera hacia el interior de la ventanilla.
La pecera apareció, intacta, sobre el cajón de embalaje. Pero Patrick flotaba panza arriba; Percy nadaba lentamente cerca del fondo de la pecera, como aturdido. Segundos después flotaba también como su compañero. Carune iba a tomar la pecera cuando Percy sacudió débilmente la cola y volvió a nadar con indiferencia. Poco a poco, al parecer, superaba los efectos del proceso, fueran éstos los que fuesen, y aquella noche, a las nueve, cuando Carune regresó de la Clínica Veterinaria de Mosconi, Percy parecía más vivo que nunca.

Patrick había muerto.
Carune le dio a Percy una ración doble de comida y enterró a Patrick en el jardín, con los honores de un héroe.
Cuando por fin le desconectaron el ordenador, Carune decidió llegarse hasta la clínica de Mosconi, haciendo autostop. A las cuatro menos cuarto estaba en la carretera, con tejanos, una camisa a cuadros y bolsa de papel en la mano.
Un coche del tamaño de una lata de sardinas frenó junto a él. Carune se acomodó en el interior.
—¿Qué llevas en la bolsa, amigo? —preguntó el conductor.
—Ratones muertos —replicó Carune.
Pasado un rato, otro coche lo recogió. Esta vez, cuando el conductor le preguntó por la bolsa, Carune dijo que llevaba un par de bocadillos.
Mosconi realizó la disección de uno de los ratones en el acto. Prometió a Carune llamarle aquella misma noche para informarle sobre los resultados. Pero los primeros datos no eran muy alentadores; por lo que Mosconi podía decir, el ratón que había explorado estaba perfectamente sano, salvo por el hecho de que estaba muerto.
Deprimente.
—Victor Carune era un excéntrico, pero no era ningún idiota —prosiguió Mark. Los auxiliares de la compañía de Expediciones se hallaban muy próximos, así que tendría que apresurarse... o acabar su relato en la sala de llegada de Whitehead City—. Carune volvió a su casa aquella misma noche haciendo autostop. Aunque no tuvo más remedio que hacer a pie la mayor parte del trayecto... y mientras caminaba se dio cuenta de que era posible que hubiera compensado en una tercera parte el déficit de energía existente, de un solo golpe. Todas las mercancías que hasta entonces había que transportar por tren, camión, avión o barco, se podrían teletransportar. Se podría escribir una carta, por ejemplo, a un amigo en Londres, Roma o Senegal, y él la recibiría el mismo día, sin necesidad de gastar una sola gota de carburante. Ahora nos parece lo más natural del mundo, pero... fue un descubrimiento de extraordinaria magnitud, no sólo para Carune, sino para todos.
—Pero, ¿qué pasó con los ratones? —preguntó Ricky.
—Eso era precisamente lo que Carune no dejaba de preguntarse —replicó Mark—. Porque comprendía también que, si la gente podía ser teletransportada, la crisis energética se resolvería en su totalidad. Y que podríamos conquistar el espacio. En su célebre artículo decía que aun las estrellas serían finalmente nuestras. Con sentido metafórico, sostenía que se podría cruzar una corriente de agua sin necesidad de mojarse los zapatos. Primero, tomas una piedra y la lanzas a la corriente; después, tomas otra, y, parado sobre la primera, la lanzas a su vez; regresas a buscar una tercera... y así sucesivamente, hasta hacer un sendero de piedras para cruzar el agua... o, en este caso, el sistema solar, o quizás incluso la galaxia.
—No acabo de entenderlo —dijo Patty.
—Porque tienes serrín en la cabeza, en lugar de cerebro —apuntó Ricky, muy pagado de sí mismo.
—¡No, señor! Papá, Ricky dice que...
—Niños, no empecéis... —intervino Marilys con ternura.
—Carune presentía lo que iba a suceder —continuó Mark—. Naves espaciales para llegar a la Luna primero. Después, tal vez, Marte, luego Venus, y las lunas exteriores de Júpiter... En realidad, todas programadas para hacer una cosa tras su aterrizaje...
—Establecer estaciones de teletransporte para astronautas —dijo Ricky.
Mark asintió.
—Y ahora hay estaciones científicas a lo largo y a lo ancho del sistema solar, y tal vez, algún día, cuando nosotros ya no estemos aquí, se llegue a disponer de otro planeta. En este mismo momento, hay cuatro naves teletransportadas hacia cuatro galaxias diferentes, cada una de ellas con su propio sistema solar. Pero pasará mucho, mucho tiempo, antes de que lleguen a sus destinos.
—Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —insistió Patty, impaciente.
—A la larga, el Gobierno tomó en sus manos el asunto —prosiguió Mark—. Carune se mantuvo fuera de su control mientras pudo, pero finalmente cayeron sobre él. Carune fue el jefe nominal del Proyecto de Teletransporte, hasta su muerte, ocurrida diez años más tarde, pero nunca volvió a estar realmente a cargo de ello.
—¡Jo, pobre tío! —exclamó Ricky.
—Pero se convirtió en un héroe nacional —dijo Patricia—. Sale en todos los libros de historia, como el presidente Lincoln y el presidente Hart.
«Seguro que es un gran consuelo para Carune», pensó Mark.
El Gobierno, metido en un callejón sin salida por la crisis energética, cada día más grave, se hizo cargo del proceso. Querían comercializarlo lo antes posible, como de costumbre. La situación económica era caótica y los terribles espectros de la anarquía y del hambre se cernían sobre el mundo hacia 1990. El Gobierno y los científicos, que experimentaron con los objetos más dispares antes de certificar que el teletransporte no alteraba la naturaleza de los objetos, estuvieron enfrentados durante mucho tiempo. Finalmente, anunció al mundo, con bombo y platillos, la inauguración del nuevo sistema de teletransporte. El Gobierno, dando pruebas de inteligencia por una vez, puso el tema en manos de una agencia de relaciones públicas.
Así se elaboró el mito de Carune, un anciano bastante peculiar, que se duchaba a lo sumo un par de veces a la semana y se cambiaba de ropa cuando se le ocurría. Aquella empresa de relaciones públicas y las que la siguieron, hicieron de Carune una mezcla de Thomas Edison, Eh Whitney, Pecos Bill y Flash Gordon. Lo más macabro y divertido de todo (y Mark lo ocultó a su familia) era que, para entonces, Carune había muerto o estaba loco de remate. Dicen que el arte imita a la vida y quizás Carune hubiese leído la novela de Robert Heinlein que trata de la suplantación de personajes públicos por sus dobles en la vida real.
Victor Carune se convirtió en un problema. Un problema persistente e irritante que se resistía a cualquier solución. Era un bocazas y un vago, un vestigio del ecologismo de los años sesenta, cuando había la suficiente energía como para permitir que el andar a pie fuese un lujo. Pero se estaba en los terribles años ochenta, con sus nubes de carbón ocultando el cielo y la posibilidad de que gran parte de la costa de California fuese inhabitable durante unos sesenta años debido a una «distracción» nuclear.
Victor Carune siguió siendo un problema hasta 1991. Después, pasó a ser un sello de correos, un benévolo abuelo sonriente, una imagen vista en los noticiarios saludando desde las tribunas con el brazo. En 1993, tres años antes de fallecer oficialmente, paseó en una carroza del Desfile del Torneo de Rosas.
Asombroso. Y un poco siniestro.
El anuncio oficial de la inauguración del sistema de teletransporte, el 19 de octubre de 1988, se tradujo en una explosión de entusiasmo mundial y locura económica. El viejo dólar en decadencia, repentinamente, subió como la espuma en los mercados mundiales de dinero. Gente que habla comprado oro a ochocientos seis dólares la onza se encontró de la noche a la mañana con que una libra de oro les representaba algo menos de mil doscientos dólares. En un solo año, entre el anuncio oficial del teletransporte y la inauguración de las primeras estaciones en Nueva York y Los Ángeles, la bolsa subió por encima de los mil puntos. El precio del petróleo bajó sólo siete centavos, pero en 1994, con estaciones de teletransporte en las setenta mayores ciudades de los Estados Unidos, la OPEP había dejado de existir y el precio del petróleo empezó a descender. En 1998, con estaciones teletransporte en la mayoría de las ciudades del mundo y siendo noticia el teletransporte de mercancías entre Tokio y París, París y Londres, Londres y Nueva York, Nueva York y Berlín, el petróleo había descendido ya a catorce dólares el barril. En 2006, cuando los seres humanos empezaron a ser teletransportados regularmente, la bolsa se había situado cinco mil puntos por encima del nivel de 1987, el petróleo se vendía a seis dólares el barril y las compañías petroleras habían empezado a cambiar sus nombres. Texaco pasó a llamarse Texaco Agua/Petróleo y Mobil cambió su nombre por el Mobil Hidro-2-Ox.
En 2045, la prospección acuífera adquirió prioridad absoluta y el petróleo volvió a ser lo que había sido en 1906: una bagatela.
—¿Qué ocurrió con los ratones? —insistió Pat, impaciente—. ¿Qué ocurrió con los ratones?
Mark decidió que todo estaba tranquilo y llamó la atención de los niños sobre auxiliares del Salto, que ya se encontraban, con su carrito, sólo tres filas más allá. Ricky se contentó con asentir, pero Patty se sobresaltó al ver que una señora, con la cabeza elegantemente afeitada y pintada a la moda, caía hacia atrás, inconsciente, después de colocarse la mascarilla.
—No se puede saltar estando despierto, ¿verdad, papá? —preguntó Ricky.
Mark asintió, sonriéndole a su hija, alentadoramente.
—Carune comprendió lo que sucedía antes de que el Gobierno interviniera en el asunto —prosiguió.
—¿Y cómo se enteró el Gobierno de todo aquello? —intervino Marilys. Mark sonrió.
—A través del servicio de ordenadores. Toda la información básica que Carune manejaba. Era lo único que no podía ocultar ni disimular ni robar. La transmisión de partículas dependía del ordenador, y eso representa miles de millones de datos. Aun hoy, sigue siendo el ordenador el encargado de que no llegues al otro lado con la cabeza en medio del estómago, por ejemplo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Marilys.
—No te asustes, Mari. Hasta ahora, nunca ha ocurrido un accidente de ese tipo. Jamás.
—Alguna vez tiene que ser la primera —musito Marilys, sombría.
Mark se dirigió a Ricky:
—¿Cómo se dio cuenta Carune de que para dar el salto había que estar dormido?
—Porque cuando introducía los ratones al revés —repuso lentamente Ricky— no había problema alguno. Siempre y cuando no los introdujera del todo. En cambio, cuando los metía de cabeza, salían un poco fastidiados. ¿No es así?
—Exactamente —contestó Mark.
Los auxiliares del Salto se acercaban con su silencioso carro de olvido. No habría tiempo para terminar el relato. Tal vez fuera mejor así.
—Naturalmente, no le fue muy difícil a Carune dar con la causa. El sistema de teletransporte acabó con la correspondiente industria especializada convencional, pero, al menos, los científicos respiraron más tranquilos.
Sí, el andar a pie había vuelto a ser un lujo. Las pruebas de laboratorio continuaron durante veinte años más, aunque las primeras pruebas de Carune con ratones drogados le habían convencido de que ningún animal en estado de inconsciencia sufría lo que se conoce como Efecto Orgánico, o más sencillamente, Efecto Salto.
Carune y Mosconi habían drogado varios ratones, introduciéndolos en la ventanilla, y recuperándolos al otro extremo. Esperaron pacientemente que volvieran en si... o muriesen. Volvieron en sí. Después de un breve período de recuperación, reiniciaban sus vidas ratoniles, comiendo, jugando y defecando sin consecuencias ulteriores. Fueron los primeros de una serie de generaciones estudiadas con extraordinario interés. Nunca aparecieron en ellos trastornos a largo plazo; no murieron prematuramente ni tuvieron crías con dos cabezas o pelaje verde, ni nada de nada.
—¿Cuándo empezaron a experimentar con seres humanos, papá? —preguntó Ricky, que conocía perfectamente la respuesta, por haber leído sobre el tema en la escuela—. Cuenta eso.
—Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —repitió Patty.
Aunque los auxiliares habían llegado al principio de su fila, Mark hizo una pausa para reflexionar. Su hija, a pesar de saber menos, era la que hacía la pregunta clave. Precisamente por ello, decidió contestar a su hijo.
Los primeros seres humanos teletransportados no habían sido astronautas, ni pilotos de pruebas, sino condenados a muerte que ni siquiera estaban protegidos por una preocupación por su estabilidad psicológica. De hecho, en opinión de los estudiosos del caso (Carune era tan sólo el titular del proyecto), cuanto más desequilibrados, mejor. Si un perturbado podía salir indemne de la experiencia o, al menos, no peor que antes, el proceso probablemente fuese seguro para políticos, ejecutivos y modelos.
Seis de esos voluntarios fueron trasladados a Province, Vermont, lugar que llegó a ser tan famoso a raíz de aquellos acontecimientos como antes lo había sido Kitty Hawk, Carolina del Norte. Después de dormirlos con gas, se les introdujo en unas ventanillas separadas por una distancia de exactamente tres kilómetros.
Mark contó esto a sus hijos porque, por supuesto, los seis voluntarios regresaron indemnes y de excelente humor. No les habló del séptimo voluntario. No se sabe si se trata de un mito, o de un personaje real o, lo que es muy probable, de una combinación de ambos elementos. Pero tenía un nombre: Rudy Foggia.
Foggia era un condenado a muerte en el estado de Florida, por el asesinato de cuatro viejos en una partida de bridge en Sarasota. Según las crónicas las fuerzas combinadas de la CIA y el FBI le habían hecho una oferta única, irrepetible: lo toma o lo deja. Se trataba de dar el salto en completa vigilia. Si salía bien, el gobernador Thurgood le indultaba. Quedaba en libertad para convertirse en adepto de la Única Cruz Verdadera o para seguir asesinando ancianos en partidas de bridge, con sus zapatos blancos y sus pantalones amarillos. Si, en cambio, salía de la experiencia muerto o loco, mala suerte, como dijo la gata. ¿Qué te parece, Rudy?
Foggia, que era consciente de que en el estado de Florida no se andaban con remilgos a la hora de aplicar la pena de muerte, y cuyo propio abogado le había confesado que lo más probable era que el siguiente turno para la Tostadora fuese el suyo, accedió.
El Gran Día del verano del año 2007 había en el lugar de la experiencia tantos científicos como para formar un equipo de fútbol con unos cuantos suplentes. No obstante, si la historia de Foggia era cierta —y Mark así lo creía—, resultaba difícil que hubiese transcendido por alguno de aquellos científicos. Parece más probable que se tratara de alguno de los guardias que habían acompañado a Foggia desde Raiford hasta Montpelier y de allí a Province, en un vehículo blindado.
—Si salgo de ésta con vida —dicen que dijo Foggia—, quiero un pollo para cenar antes de marcharme.
Dicho y hecho. Foggia entró en la primera ventanilla y reapareció inmediatamente en la segunda.
Salió vivo, pero no en condiciones de comerse un pollo. En el tiempo que tardó en cruzar los dos kilómetros (según el ordenador, la 0,000000000067 parte de un segundo), el cabello se le puso blanco como la nieve. Sus facciones no habían cambiado en el sentido físico —no tenía arrugas, ni barba, ni se le veía cansado—, pero daba la impresión de haber envejecido de una manera fantástica, increíble. Foggia salió disparado por la segunda ventanilla, los ojos desorbitados, la boca torcida en un rictus violento, las manos extendidas hacia delante, como queriendo asir algo. Un segundo después, empezó a babear inconteniblemente. Los científicos que se habían congregado a su alrededor, retrocedieron horrorizados. Aun así, Mark estaba convencido de que ninguno de ellos había revelado lo sucedido. Después de todo, habían experimentado con ratas, con cobayas, con hámsters. En una palabra, habían experimentado con todo tipo de animal dotado de un cerebro más complejo que el de un gusano. Debían de haberse sentido como los científicos alemanes, que habían intentado fecundar mujeres judías con el esperma de pastores arios.
—¿Qué ha sucedido? —gritó uno de ellos (es fama que gritó). Aquélla fue la única pregunta que Foggia tuvo ocasión de responder.
—Allí está la eternidad —dijo, y cayó muerto a consecuencia de lo que se diagnosticó como ataque cardíaco.
Los científicos allí reunidos se quedaron con un cadáver (limpiamente despachado por la CIA y el FBI) y aquella extraña e inquietante declaración: «Allí está la eternidad.»
—Papá, yo quiero saber qué pasó con los ratones —repitió Patty.
El hombre del traje impecable y los zapatos lustrosos resultaba un problema para los auxiliares. Hacía todo lo posible por impedir que le aplicaran el gas. No cesaba de charlar, les hacía preguntas sin sentido, procuraba distraerlos. Los pobres auxiliares intentaban controlar la situación haciendo uso de toda su experiencia —bromeando, sonriendo, usando razonamientos convincentes— pero llevaban retraso.
Mark suspiró. Él mismo había sacado el tema. Es cierto que su intención era distraer a sus hijos mientras esperaban. Pero ahora no le quedaba más remedio que acabar el relato, siendo tan veraz como pudiese, sin sobresaltarles ni alarmarles.
Decidió no hablar, por ejemplo, del libro de C. K. Summers, Politica del Teletransporte, uno de cuyos capítulos, «El Salto bajo la Rosa», era un compendio de todos los rumores más verosímiles sobre la cuestión. La historia de Rudy Foggia, el asesino de los jugadores de bridge, el que no pudo dar cuenta del pollo que tanto le apetecía, formaba parte de él. Se incluían otros treinta relatos, más o menos, todos ellos sobre voluntarios, cobayas humanos o locos que se habían atrevido a dar el Salto completamente conscientes, durante los tres últimos siglos. En su mayoría habían llegado al otro extremo muertos. Los restantes, perdieron irremisiblemente la razón. En algunos casos, el hecho de volver a salir parecía producirles tal shock que fallecían instantáneamente.
El mismo capítulo del libro de Summers, en que se narraban tales experiencias contenía otro inquietante dato. Según parece, el Salto había sido utilizado varias veces como arma homicida. Uno de los casos más célebres (y el único documentado) había tenido lugar hacía no más de treinta años. Un investigador del tema, llamado Lester Michaelson, había maniatado a su esposa con la cuerda de saltar a la comba de la hija de ambos y la empujó hacia la ventanilla en Silver City, Nevada. Previsoramente, había pulsado el botón que borraba toda información referente a las infinitas ventanillas de salida y situadas entre Reno y la estación experimental de teletransporte de lo, una de las lunas de Júpiter. Así que la pobre señora Michaelson se encontró saltando en el ozono cósmico para toda la eternidad, perdida y sin saber por dónde salir. Michaelson fue declarado mentalmente sano y apto para ser llevado ante los tribunales (aunque quizás estuviese cuerdo dentro los estrictos límites de la ley, para el sentido común estaba loco de remate). Su abogado diseñó una defensa original: no se podía juzgar a su cliente por homicidio ya que nadie podía probar concluyentemente que su esposa estuviera muerta. Durante todo el proceso, estuvo presente el espectro horrible de aquella mujer, sin cuerpo pero en alguna forma aún sintiente, aullando sin cesar en un limbo inacabable. Michaelson fue juzgado culpable y ejecutado.
Según Summers, el Salto había sido utilizado, asimismo, por varios dictadores para desembarazarse de sus oponentes políticos. Incluso se había llegado a insinuar que la propia Mafia contaba con estaciones privadas, conectadas al ordenador central de la CIA, lo cual resultaba mucho más práctico, limpio y eficaz para deshacerse de cuerpos muertos —no como el de la pobre señora Michaelson— que el tradicional bloque de cemento o el peso atado a los pies.
Todo lo cual contribuía a dar respaldo a las ideas y teorías de Summers sobre el tema y, finalmente, llevó a Patty a insistir en su pregunta acerca de los ratones.
Mark titubeó.
—Bueno, pues... —Marilys le imploró prudencia con un rápido movimiento de ojos—. En realidad, nadie lo sabe con certeza, Patty. Pero lo que los experimentos realizados con animales permiten suponer es que, si bien el Salto es instantáneo en el sentido físico, en el sentido mental, en cambio, dura mucho, muchísimo tiempo...
—No entiendo nada. Ya me lo temía —susurró Patty con aire sombrío.
Fue Ricky quien tomó la palabra, con aire solemne.
—Los animales con los que se han hecho experiencias continuaban pensando. Y lo mismo nos sucedería a nosotros, si no estuviéramos inconscientes.
—Eso es —añadió Mark—. Es lo que se cree en la actualidad.
Los ojos de Ricky empezaron a brillar con un extraño fulgor. Tal vez horror, tal vez atracción por lo desconocido.
—No se trata tan sólo del teletransporte, ¿verdad, papá? ¿Verdad que es algo así como una curva en el tiempo?
«Allí está la eternidad», pensó Mark.
—En cierto modo —replicó—. Pero eso no es más que una frase, Ricky, no significa nada. Parece girar en torno de la idea de que la conciencia no es desintegrable, de que permanece íntegra y constante. También tiene que ver con cierta delirante concepción del tiempo. Pero no se sabe cómo la conciencia pura percibe el paso del tiempo, ni si el concepto mismo tiene sentido para la conciencia pura. Ni siquiera podemos imaginar la conciencia pura.
Mark enmudeció. Le preocupaba la expresión de su hijo, tensa, inquieta. Lo entiende y, sin embargo, no lo entiende, todo a la vez, pensó. La mente puede ser el mejor amigo del hombre. Puede entretenerte cuando no tienes nada que leer, o nada que hacer. Pero puede volverse en tu contra si la dejas en blanco durante demasiado tiempo. Puede volverse contra ti, o sea, contra sí misma, tornarse incontrolable, quizás incluso consumirse a sí misma, en un inconcebible acto de canibalismo intelectual. ¿Cuánto dura el Salto? Sí, 0,000000000067 segundos para el cuerpo. Pero, ¿cuánto tiempo transcurre para la conciencia? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Cuánto tiempo permanece inmersa en sus propios pensamientos en un infinito campo blanco? Y después, al cabo de mil millones de eternidades, el increíble retorno de la luz, la forma y el cuerpo. ¿No es para volverse loco?
—Ricky... —balbució, pero los auxiliares habían llegado.
—¿Están dispuestos? —preguntó uno de ellos.
Mark asintió.
—Papá, tengo miedo —susurró Patty, con un hilo de voz—. ¿Hace daño?
—No, cariño. No hace ningún daño —contestó Mark con voz firme y segura, aunque el corazón parecía querer saltársele del pecho, como siempre, a pesar de haber pasado por aquella experiencia más de veinticinco veces—. Pasaré primero. Ya verás qué fácil es.
El auxiliar aguardaba su indicación. Mark movió la cabeza y sonrió. Se colocó la mascarilla con sus propias manos y aspiró con fuerza aquella oscuridad.
Lo primero que vio fue el negro cielo de Marte a través de la cúpula que cubría Whitehead City. En la noche, las estrellas centelleaban con un fulgor salvaje nunca soñado en la Tierra.
Después se dio cuenta de que algo extraño ocurría en la sala de llegada. Murmullos, luego gritos, por fin, un horrible alarido. «¡Dios mío! —pensó—. ¡Es Marilys!» Trató de incorporarse en su tumbona, luchando por sobreponerse al vértigo.
Entonces hubo un segundo grito y vio que varios auxiliares corrían hacia ellos. Marilys se le acercó, tambaleándose y señalando algo con la mano. En medio de otro grito desgarrador, se desplomó, arrastrando en su caída una banqueta, que salió rodando por el pasillo.
Mark miró en la dirección que le había indicado Marilys. Lo sabía. No era miedo lo que había visto en los ojos de su hijo, sino curiosidad. Debería haberse dado cuenta antes. Conocía a Ricky, Ricky, que se había roto un brazo al caer de la rama más alta de un árbol en Schenectady, a los siete años. Ricky, quien se atrevía a patinar hasta más lejos y más rápido que ningún otro chico del barrio. Ricky, siempre el primero en arriesgarse. Ricky no sabia lo que era el miedo.
Hasta aquel momento.
Patty dormía plácidamente. Pero a su lado, lo que había sido su hijo, se retorcía en la tumbona como una serpiente. Un chico de doce años con los cabellos blancos como la nieve y ojos de un amarillo enfermizo. Era un ser más viejo que el tiempo mismo, con el disfraz de un adolescente, que se convulsionaba horriblemente, con muecas de obsceno júbilo. Los auxiliares retrocedieron, aterrorizados por sus carcajadas. Dos o tres huyeron, olvidando todo lo que les habían enseñado para hacer frente a imprevistos.
Las piernas de Ricky, jóvenes y eternas al mismo tiempo, se retorcían sobre la tumbona. Las manos, casi unas garras, se agitaban en el vacío, tratando de asir algo invisible. Inesperadamente, esas garras cayeron sobre el rostro del que había sido un niño y se clavaron en él con saña.
—¡Es mucho más largo de lo que crees, papá! —Mark apenas podía entender sus palabras en medio de aquellas carcajadas espantosas—. ¡Más largo de lo que crees! Contuve la respiración cuando me pusieron la mascarilla. ¡Quería ver! ¡Y he visto! ¡He visto! ¡Es mucho más largo de lo que tú crees!
Entre siniestros alaridos e inhumanas carcajadas, el ser que yacía en la tumbona se arrancó los ojos. La sangre manó a borbotones. La sala de llegada estaba llena de aullidos, como una jaula.
—¡Más largo de lo que tú crees, papá! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Ha sido un salto eterno, papá, eterno!
Dijo muchas otras cosas antes de que el personal auxiliar finalmente reaccionara y se lo llevara de la sala mientras seguía aullando y clavándose los dedos en las cuencas donde ya no estaban aquellos ojos que habían visto lo invisible de una vez para siempre. Aún aulló muchas otras cosas, pero Mark Oates no las oyó porque sus propios alaridos se lo impidieron.
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