lunes, 27 de abril de 2015

Círculo Interno por Ricardo Panizza

Nasruddin estaba tranquilamente sentado en la chaikhané bebiendo un aromático té, cuando una persona se le aproxima.
- Nasruddin -le dijo el hombre-, la gente dice que usted es un maestro y un sufí, pero yo nunca lo he visto en la reunión del jueves de la tariqa. ¿Por qué?
- Mira, yo pertenezco al interior de la Halka de la tariqat. Nos reunimos en otros días.
- Sí, he escuchado eso, sé también que los miembros de la tariqa tampoco asisten a esas reuniones.
- Eso es porque pertenezco al exclusivo círculo interior, al círculo íntimo. Es no solamente un círculo exclusivo sino que también es muy selectivo.
- ¿Ah, sí? ¿Y cuántos son los miembros de ese tan exclusivo círculo interno? 
- Sólo uno. Yo.

Relato de la tradición árabe

Había una princesa que estaba locamente enamorada de un capitán de su guardia y, aunque sólo tenía 17 años, no tenía ningún otro deseo que casarse con él, aún a costa de lo que pudiera perder. Su padre que tenía fama de sabio no cesaba de decirle:
-No estás preparada para recorrer el camino del amor. El amor es renuncia y así como regala, crucifica. Todavía eres muy joven y a veces caprichosa, si buscas en el amor sólo la paz y el placer, no es este el momento de casarte.
-Pero, padre, ¡sería tan feliz junto a él!, que no me separaría ni un solo instante de su lado. Compartiríamos hasta el más profundo de nuestros sueños.
Entonces el rey reflexionó y se dijo:
-Las prohibiciones hacen crecer el deseo y si le prohíbo que se encuentre con su amado, su deseo por él crecerá desesperado. Además los sabios dicen: “Cuando el amor os llegue, seguidlo, aunque sus senderos son arduos y penosos”.
De modo que al fin le dijo a su hija:
-Hija mía, voy a someter a prueba tu amor por ese joven. Vas a ser encerrada con él cuarenta días y cuarenta noches. Si al final siguen queriéndose casar es que estás preparada y entonces tendrás mi consentimiento.
La princesa, loca de alegría, aceptó la prueba y abrazó a su padre. Todo marchó perfectamente los primeros días, pero tras la excitación y la euforia no tardó en presentarse la rutina y el aburrimiento. Lo que al principio era música celestial para la princesa se fue tornando ruido y así comenzó a vivir un extraño vaivén entre el dolor y el placer, la alegría y la tristeza. Así, antes de que pasaran dos semanas ya estaba suspirando por otro tipo de compañía, llegando a repudiar todo lo dijera o hiciese su amante. A las tres semanas estaba tan harta de aquel hombre que chillaba y aporreaba la puerta de su recinto. Cuando al fin pudo salir de allí, se echó en brazos de su padre agradecida de haberle librado de aquel a quién había llegado a aborrecer.
Al tiempo, cuando la princesa recobró la serenidad perdida, le dijo a su padre:
-Padre, háblame del matrimonio.
Y su padre, el rey, le dijo:
-Escucha lo que dicen los poetas de nuestro reino:
“Dejad que en vuestra unión crezcan los espacios.
Amaos el uno al otro, más no hagáis del amor una prisión.
Llenáos mutuamente las copas, pero no bebáis de la misma.
Compartid vuestro pan, más no comáis del mismo trozo.
Y permaneced juntos, más no demasiados juntos,
pues ni el roble ni el ciprés, crecen uno a la sombra del otro”.

jueves, 16 de abril de 2015

Julio Cortázar - Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

domingo, 5 de abril de 2015

Ventura y desventura del cuento por Mauricio Electorat

Los editores suelen huir de los volúmenes de cuentos como de la peste argumentando que el cuento no vende. Y lo más probable es que sea verdad. ¿Por qué? En el mundo anglosajón, en cambio, el cuento es un género canónico, hay revistas dedicadas al relato breve que imponen escritores, como Granta o The New Yorker. Narradores como Raymond Carver o John Cheever son, ante todo, maestros del relato breve que se han consolidado en el campo literario anglosajón con la misma indiscutible primacía con que lo hace cualquier novelista.
Con esto apunto a un fenómeno que tiene que ver con la manera en que un género pervive en una sociedad determinada: en Estados Unidos, en Inglaterra, un cuentista puede imponerse en el canon literario de su país y de su lengua como una figura central. En países latinos, curiosamente— esto es mucho más difícil. Esto tiene que ver, como siempre en este tipo de cosas, con dos de los aspectos en los que se entreteje la existencia social de toda literatura: una tradición y las modificaciones de dicha tradición o, en términos más generales, con la manera como evoluciona la cultura. 
En el caso de la literatura anglófona, los cuentistas “canónicos” se remontan a figuras como Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne o, más tarde, Sherwood Anderson. El mismo James Joyce es conocido como autor de Dublineses antes de publicar el Ulises y, desde luego, Hemingway es para muchos un magnífico cuentista que además escribió novelas. 
En el contexto hispanoamericano —el “territorio de la Mancha”, como lo definía Carlos Fuentes—, no hay un país que tenga una tradición tan potente de cuentistas como Argentina; pensemos solo en Borges y Cortázar, dos de los escritores más importantes del siglo pasado. Borges —que, como todo el mundo sabe, no veía razón para contar en trescientas páginas aquello que se podía contar en tres— se hizo su canon personal con poetas, filósofos cultores de la metafísica y de la paradoja y, en el universo de la narrativa, más con Chesterton, con Wilde, con Bernard Shaw que con Henry James o con Dickens. En Cortázar, que puede ser visto como una especie de alter ego posmoderno de Borges, “laten” Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft, junto con Julio Verne (otro maestro de la literatura fantástica), Jean Cocteau (que es lo más parecido a un poeta de los paraísos artificiales, un Thomas de Quincey a la francesa) y los integrantes del famoso Oulipo (“Ouvroir de littérature potentielle”), grupo liderado por Raymond Queneau, al que pertenecieron en su momento Marguerite Duras e Italo Calvino, que trae a la literatura francesa de posguerra el experimentalismo formal surgido del modernismo anglosajón.
De ahí a afirmar que la pervivencia y la importancia del cuento en Argentina tienen que ver con la (mayor) asimilación por parte de los escritores argentinos de la tradición anglosajona no hay mucho trecho. Pero lo cierto es que el cuento es, también, un género central en otras literaturas hispanoamericanas: la chilena, sin ir más lejos. Podemos prescindir probablemente de los cuentos de Donoso y entender su obra, pero no podemos explicarnos la obra de Manuel Rojas prescindiendo de sus cuentos, ni la de Baldomero Lillo, ni la de José Miguel Varas o la de Francisco Coloane. Lo mismo ocurre en México con Juan Rulfo; en Brasil, con Rubem Fonseca, o en el Perú, con Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro, por citar solo unos pocos nombres. 
La pregunta del millón es, entonces: ¿por qué no se lee el cuento? El problema de fondo tiene que ver, a mi juicio, con lo que algunos críticos llaman el pacto entre el lector y el texto: por alguna razón los lectores (que son sobre todo lectoras, como es sabido) de nuestras latitudes prefieren adentrarse en el mundo más complejo y en el tiempo más largo de la novela que en la velocidad y la síntesis del cuento. Sin duda no hay una sola explicación, sino varias. Yo intuyo que una de ellas tiene que ver con un hecho cultural compartido: la desaparición, en nuestros países, de las revistas literarias, o de las revistas culturales de calidad. Y otro: la primacía del formato del largometraje en el cine, que es el gran género narrativo de nuestra cultura. ¿Serán las únicas explicaciones? Sin duda que no... 

Fuente de la Nota: http://www.elmercurio.com/blogs/2014/07/27/23852/Ventura-y-desventura--del-cuento.aspx
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