lunes, 8 de octubre de 2012

Roberto C. Suárez - Dos momentos

En una habitación estoy yo, me llamo Marcelo S. y tengo por edad, treinta y cuatro años. A mi lado, mi  pequeña hija duerme acurrucada contra el cuerpo hermoso de mi esposa. Mariel también duerme profundamente.
Enciendo el velador de la mesita de luz y escribo estas líneas, estoy en una ciudad de casas bajas llamada Remedios de Escalada. Es once de agosto de dos mil ocho. Tengo calor.

En otra habitación enclaustrado en una ciudad de edificios que azotan el cielo, también estoy yo. Estimo que tendré más de setenta y cinco años, aunque aparento más de cien. Mi pelo se ha vuelto blanco, como el de mi propia madre al morir.
El siglo veintiuno ha llegado hasta la mitad del camino, rebosante de salud, pero en esa otra habitación siento que mi vida en este mundo termina.
Un almanaque podría atestiguar como prueba irrefutable que es el año dos mil cincuenta y que también es once de agosto. Siento frío.

Despierto solo en una cama que me parece enorme. Arropado como un chico, mi cuerpo no logra retener el calor. Ha llegado la mañana y mis hijos han venido a visitarme. Sofía me abraza fuerte, como cuando era pequeña, aunque ahora es una mujer que tiene sus propios hijos y pronto tendrá también sus propios nietos. La felicidad me invade y guardo silencio.

- ¿Cómo te sientes hoy papá? Me pregunta y percibo en ella la tristeza.
Con suma tranquilidad le contesto que bien y acto seguido le pregunto yo por su Madre. Ella deja escapar unas lagrimas contenidas y se mantiene en silencio.

Mi deseo esta mañana ha sido levantarme, salir a caminar, desatarme de las frazadas que como ancla me sumergen en esa cama, pero siento con asombro que mi cuerpo no me responde.
Rompiendo el silencio le digo a mi hija: "el sábado levanté ochenta kilos en el gimnasio", le ruego con una sonrisa cómplice que no le diga nada a su madre. Ella asiente en silencio.

Intento ahora sentarme en la cama, pero el cuerpo me duele horrores y también el alma.
No puedo recordar que ha pasado en mi vida en los últimos cuarenta años, mis recuerdos más recientes me transportan a una noche calurosa, un once de agosto de dos mil ocho, para ser más preciso a las dos de la mañana de ese día que escribí estas líneas.
Una realidad acogedora me envuelve, en esta realidad aún tengo treinta y cuatro años, mi pequeña hija duerme acurrucada junto a mi esposa. Pierdo el sentido.

Los médicos aseverarán que mi ultimo padecimiento fue un tipo especial de alzheimer y mis seres queridos sufrirán con mi partida. Pero al final soy el hombre más feliz de la tierra.  

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