lunes, 8 de octubre de 2012

Marcelo Hartfiel - Decisiones

En el pueblo ya estaba catalogada como “putita”. Pobre putita. Ni siquiera puta, apenas putita. Así, despectivamente y como arrojando lastima. Lo percibió primero en la escuela cuando se empezó a notar la panza que crecía a la par de la hipocresía a su alrededor. Esa percepción mutó en certeza el día en que dio a luz. Cuando entró a la guardia estaban Doña Elba y la de Pelaez. Saludó y le devolvieron una mueca similar a una sonrisa, alabándola, deseándole suerte y felicitándola por su estado. La atendieron de inmediato pero, como aún no estaban listas para desprenderse una de otra, le pusieron goteo para inducir el parto y la acomodaron en un cuartito de la guardia  junto a la sala de espera, desde donde no podía evitar escuchar a las viejas cotorras cuereando a lo comadre del otro lado del muro.
Que pena, tan jovencita, la hija de la Mercedes.
 ¿La de Rodriguez? No la reconocí ¿Pero, cuantos años tiene?
Mirá, no se bien cuantos pero todavía va a la escuela. Si vieras como le queda el uniforme con semejante panza.
Pobrecita. ¿Y el padre quien es?
No se sabe o no lo quiere decir. Ni la Mercedes lo sabe. Mirá que cuando se enteró le dio flor de paliza, embarazada y todo y no largó prenda. Quizás ni la nena lo sepa, porque novio fijo no se le conoció nunca y si es medio ligerita puede haber varios candidatos.
¡Por Dios!
La Mercedes dice que le va a hacer la prueba del ADN para que el padre se haga cargo. Y esas cosas no fallan. Temprano o tarde, todo se sabe.
La congoja que le produjo oír esa conversación aceleró su proceso mental en la toma de decisiones de manera categórica. Esas viejas conchudas fueron determinantes en su vida. - Vos no vas a sufrir por mis pecados – Susurró mirando su panzota, acariciándola dulcemente con movimientos circulares, buscando un codo, un piecito, una manito, una reacción, un movimiento. Logró crear una burbuja que las contuvo, aislándolas del mundo exterior, y así conciliar un sueño sereno y profundo.
El parto fue tan doloroso y maravilloso como cualquier otro, salvo que al final los nervios y el agotamiento hicieron que se desmayara sin llegar a ver a su bebé.
Al despertar, su estomago había recuperado el tamaño de meses atrás. Solo quedaba un tirón en el bajo vientre y una espantosa sensación de vacío que solo se alivió cuando madre e hija se reconocieron y volvieron a unirse al prenderse de su pecho.
Durante los cinco días que permanecieron en el hospital, la abuela y los tíos las visitaron a diario. El padre, el abuelo, solo fue el primer día a ver a la criatura en la salita común de neonatología, donde generalmente los padres conocen a sus hijos a través de una vidriera y hacen gestos estúpidos esperando generar una reacción de quién apenas puede abrir sus ojos. Por la habitación no pasó. La última vez que se vieron, padre e hija, fue la mañana del parto, cuando el se iba a trabajar y ella se preparaba para ir al hospital. Se despidió, como de costumbre, con un ordinario “ta luego” dirigido la familia en general y a nadie en particular. El día del regreso al hogar, por la mañana, el ya había salido. Eso fue un alivio para los recién llegados. Nunca volvieron a verse, ella no lo esperó. Ya lo había decidido en la guardia del hospital.
El resto de la familia los recibió calurosamente y le mostraron, orgullosos, como habían preparado el cuatro arreglado especialmente para ellas. Para que tuvieran su propio espacio y cierta privacidad. Fue algo más de una hora de abrazos, risas y lágrimas. Era día de semana, así que luego de almorzar los niños salieron en tropel hacia la escuela y solo quedó la abuela primeriza.
¿Te vas a arreglar sola?
Si mamá, andá tranquila que lo único que necesitamos es dormir en nuestra cama.
¿Te gusta como quedó la pieza?
Esta hermosa, aunque me da pena que las nenas se tengan que amontonar todas en la otra. ¿Entraron todas las camas?
Si, cambié las dos por una marinera. Después fijate. Ellas van a estar bien, ahora vos ocupate de tu hija. Ya que no tiene padre... (hizo una pausa sostenida por su mirada recriminatoria) vas a tener que trabajar el doble-
Se te hace tarde Má, anda tranquila. Te amo ¿Sabes?
También yo... bueno,  en un par de horas vuelvo. Hoy me toca planchar en lo de los Paso.
No te preocupes, hace todo lo que tengas que hacer, yo me arreglo.
Cualquier cosa llamame
Mercedes besó a su hija y su nieta por última vez y se alejó con los ojos vidriosos. Ella se quedó durmiendo a la niña y casi se duerme, aletargada por la calidez del hogar y su nuevo cuarto exclusivo para las dos. De repente reaccionó como si recibiese un cachetazo de realidad que le propinó algún recuerdo del hogar, que no siempre era tan calido. Se levantó cautelosamente para no despertar al bebé. No tenía mucho tiempo. Salió corriendo rumbo al galpón donde solo ella sabía que su padre guardaba sus ahorros. Tomó la mitad del dinero y el reloj de oro que su abuelo le había dado a su padre y este le mostraba cuando estaban solos, prometiendo que algún día sería de ella. Envolvió a su hija en una frazada y cargó el chango de las compras con un exiguo equipaje. Solo tomó un  par de cosas, para no llamar demasiado la atención. Algo de ropa, una frazada, dos mamaderas, una con agua y otra con leche, pañales y todo lo que le habían dado en el hospital (compadeciéndose de mi, una pobre putita, pensó) – El primer boludo que la agarró la preñó. La escuchó decir a su madre, chusmeando por teléfono con alguna cotorra del pueblo. No es ningún boludo, es un perverso hijo de puta, y no era la primera vez que la “agarraba”, pero ella no tenía el valor decir la verdad. ¿Quién  le iba a creer? A una putita embarazada a los 14 años. Fue por temor, fue por amor. Si contaba todo hubiese sido peor, pensaba, la vergüenza y la miseria se hubiesen apoderado de la casa y la familia ya no sería tal. Mejor así. Las dos solas. Juntas empezando una vida nueva, sin pasado, solo futuro.
Al hospital de Moreno llegó, literalmente, sobre rieles. Al tren de Mar del Plata subió sin boleto y arregló con el guarda por la mitad de precio. Desinfectó, con alcohol en gel, el que parecía menos mugriento de los asientos triple, tapó con bolsas de nylon la rendija que quedaba en la ventana chueca y se acostó junto a su hijita, envueltas en la frazada, mirando hacia el respaldo del asiento. Durante el viaje, la bebé se  portó increíblemente bien. A diferencia de su madre, casi ni lloró. Una vez en Constitución se sumergieron en una serie túneles, escaleras y combinaciones de un subterráneo sofocante y atestado de ganado humano que no escucha ni ve, sigue la marea que los va repartiendo en diferentes túneles, cual cinta transportadora clasificando mercancía. Se perdieron varias veces en esos túneles hasta que por fin llegaron a Once. Entró el primer vagón y se ubicó casi en el limite con el coche furgón, desde donde veía a toda esa fauna inédita para su mirada de pueblo chico. Bebiendo y drogándose descaradamente si que ello le importase a nadie. Eso le atemorizaba, pero cierto morbo o curiosidad, no le permitía despegar la vista de allí.  Así que ahí se quedó, con el chango a cuestas y el bebé en brazos junto al primer asiento, “reservados para discapacitados, embarazadas y personas con movilidad reducida” donde un hombre joven, bien vestido, aparentemente sano y fuerte, parecía dormir. Desde el furgón, se escucho un vozarrón fuerte y claro: ¿No hay ningún caballero en ese vagón? ¡Hay una mujer con una criatura en brazos, che! ¡No se hagan los dormidos y muevan el culo, loco! Esa fue la primera vez que le dijeron Mujer. El “dormido” se levantó, exagerando su estado de somnolencia, cedió su asiento y se alejó pidiendo disculpas. Así fue como su otrora tan deseada primer visita a la Capital, transcurrió cruzándola de punta a punta bajo techo, sin ver el cielo, a no ser a través de la ventanilla del tren.
En el estacionamiento del Hospital de Moreno, buscando un final feliz a esta aventura que comenzó siete horas atrás, madre e hija esperan a la única integrante de la familia que llegó a ser “alguien”. Clarita se fue del pueblo para estudiar enfermería en Buenos Aires y solo volvió tres años después con el titulo bajo el brazo, en este mismo coche desvencijado frente al cual están ahora esperándola. Eso fue el año pasado y nadie volvió a tener noticias de Clara. Solo a ella le dijo que había conseguido trabajo en este hospital y que la buscase si necesitaba algo pero que no le cuente a nadie. Se lo hizo jurar y ella cumplió. Después, Clara habló largo rato a solas con su padre y nunca la volvieron a ver. Al día siguiente de su partida, estando solos en la casa, el padre la llevó al galpón, le mostró el reloj de oro y le dijo que la tradición familiar era darle el reloj al primogénito, pero como Clara no se lo merecía, porque ya no formaba parte de esta familia, este iba a ser de ella, si sabía guardar el secreto y no le contaba a nadie sobre sus juegos en el galpón.
No quiso entrar al hospital. Se consideraba una fugitiva y no quería llamar la atención. No había dudas que este era su auto. El auto del pobre es fácilmente identificable porque no hay dos iguales. Un auto verde, con capot negro, una puerta roja, picado por el oxido en cierto rincón. No hace falta recordar la patente. Este era, sin dudas, el auto de Clara. Solo era cuestión de tiempo. Alguien le dijo que faltaban dos horas para el cambio de guardia. En dos horas se reuniría su nueva familia. Así que se sentó en la mesa del bar junto a la ventana con vista al Peugeot de Clarita a esperar, café con leche mediante, el inicio de una nueva vida.
Cuando vio que dos extraños subían al auto de su hermana, salió corriendo llevando consigo solo a su hija en brazos. Los alcanzó al salir del estacionamiento y se cruzó de golpe ante el auto, pidiendo por favor, desesperadamente hablar con sus ocupantes. Al preguntar por su hermana, el que manejaba le explicó que Clarita le había vendido el coche, se había casado e ido a vivir a Mar del Plata, sin dejar datos donde poder encontrarla.
Volvió por sus cosas al bar, desahuciada, pensando y haciendo cálculos en como desandar el camino recorrido y cuanto le costaría. Calculando que posibilidades tenía de encontrar a su hermana en una ciudad como Mar del Plata. Pensando en que iba a tener que pasar por su pueblo, cosa que temía no soportar, aunque solo lo vería a través de la ventanilla del tren. Calculando si el efectivo le alcanzaría para llegar a Mar del Plata y cuanto le darían por el reloj. En el bar se encontró con la cuenta, la frazada y la mamadera que estaban en la silla pero sin el chango con la ropa, los pañales y el reloj de oro. Tuvo que cambiar el último billete de cien pesos para pagar el café con leche. Por no saber que hacer, volvió al estacionamiento y descargó el llanto contenido. Lloró hasta secarse, con su hijita envuelta en la frazada, sobre su regazo. De pronto un auto estacionó bruscamente cerca de ella y bajó de el una pareja joven, ella embarazada y ambos atolondrados y con prisa, rumbo a la guardia.
¡Esperá que agarro el  bolso!
¡Dejalo ahí! ¡Ahora no lo necesito!.
Bueno, te llevo en la guardia y lo vengo a buscar.
Al notar que no cerraron el auto con llaves, una idea se le cruzó por la cabeza y las lagrimas volvieron a brotar. Se levantó y encamino hacia el auto.
Acá te van a cuidar, mi amor, te van a dar todo lo que necesites hasta que yo me acomode. En cuanto el hombre vuelva a buscar el bolso te va a ver y te va a llevar a la guardia. Las dos solas no podemos. En cuanto consiga trabajo te voy a venir a buscar. No tengo ni para pagar una noche en un hotel barato. Ya vas a ver, voy a alquilar una piecita y vamos a empezar una vida nueva. Vos y yo, nada más. Desde cero. Solo necesito unos días para juntar plata y venir a buscarte. Acá te van a cuidar bien. En cuanto pueda te vengo a buscar y no nos volveremos a separar nunca mas. Te amo, te amo más que a nada en el mundo. Una semana, nomás... hasta pronto, te amo, te amo, te amo, te amo...
Abrió la puerta y recostó a su hijita, durmiendo, envuelta en una frazada y con la mamadera a su lado, junto al bolso que en cualquier momento vendrían a buscar, cerró muy suavemente, y se quedó esperando al resguardo de las sombras. Cuando vio como el muchacho, espantado, salía de su coche con el bolso y su bebé en brazos rumbo a la guardia, esperó que entrara, salió a la luz y comenzó a caminar hacia la estación del tren. Al perder de vista el hospital, rompió en un llanto histérico, que termino en vomito, dejándola exhausta. Se limpió, entró en la estación, compró una petaca de wisky, puchos y se subió al furgón.

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