domingo, 6 de julio de 2014

El sueño de la razón por Roberto Merino

En uno de sus ensayos, Edgar Allan Poe (1809-1849) critica a un autor francés, “quizás Montaigne”, quien había declarado que no pensaba habitualmente, sino más bien cuando se sentaba a escribir. Esta modalidad, según Poe, era la fuente de muchas obras deficientes que circulaban por las librerías en su época. Es probable que Poe conociera todos los estados susceptibles de ser experimentados por la mente humana, pero no hay rastros en sus escritos sobre la suspensión del pensamiento. Al parecer, no hubo para él momentos vacíos o indeterminados. Fue un escritor, por así decirlo, lleno de contenido, que con el ímpetu incendiario de un romántico llevó el raciocinio hasta los límites de la exasperación. No creo que Poe hubiese querido positivamente que las cosas se dieran así, sino que respondía a una tendencia superior a su voluntad. Da la impresión de que soportó durante gran parte de su vida un ruido mental incesante, hecho, por cierto, de palabras, articuladas en frases en la fase de la vigilia y fundidas con imágenes en la del sueño. Y está también la presión del alcohol: cualquiera sabe que al ebrio consuetudinario su propia voz —con la insistencia del corazón delator— no le deja una brecha de descanso. A través de este padecimiento se entiende que en la única carta dirigida a su mujer hablara de “esta vida desagradable, ingrata e insatisfactoria”. 
El hecho es que Edgar Allan Poe no podía dejar de pensar, de observar, de considerar y de opinar. Sus artículos críticos son enfáticos, saturados de expresiones como “la más alta idea” o “la forma más alta del genio”; sus ensayos, como “La filosofía del mobiliario”, son controladores y obsesivos. Su famosa “Filosofía de la composición”, en tanto, representa igualmente un deseo de control. La concepción del poema como una cadena de conjeturas no le agregó méritos a su propia poesía. Lo extraño es que las estructuras intelectuales como la lógica deductiva y el ajedrez lo sedujeron con igual intensidad que las figuras macabras, la muerte y el misterio. Se podría afirmar que Poe habitaba un punto de cruce entre la deliberación impulsiva y el desconocido inconsciente. Proyectó hasta donde pudo sus miedos reales —la oscuridad, lo subterráneo, la inmovilidad— en magníficos relatos, género en el que fue astuto, talentoso, inteligente, persuasivo. Entendió, en este sentido, como antes lo había hecho Defoe, que el uso de la primera persona hacía verosímiles hechos que nadie hubiese creído contados de manera indirecta. Creó los “efectos de realidad” que hoy se utilizan comúnmente en la narrativa. El “caso humano” de sus cuentos policiales le importaba mucho menos que el desafío que una muerte violenta ofrecía a la capacidad del pensamiento. Lo que hay de emoción en la narrativa de Poe quizás está librado a los paisajes aledaños de sus cuentos. Ese es el punto donde aparece la inestabilidad —y no sólo las piezas faltantes— de la vida: la inestabilidad de la niebla, de la borrasca, de la maleza. Inolvidables son el París nocturno de “Los crímenes de la Rue Morgue”, la isla pelada de “El escarabajo de oro” y las desapacibles proximidades de la casa de Usher.

Fuente de la nota: http://www.elmercurio.com/blogs/2009/01/17/399/el_sueno_de_la_razon.aspx

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